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Mundo sumergido

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Investigación antropológica de la pesquería del mejillón.

Leticia D’Ambrosio, Victoria Lembo, Blas Amato y Diego Thompson, del Equipo de Antropología Marítima de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE, Udelar), realizaron una investigación etnográfica, apoyada por los Fondos Concursables del Ministerio de Educación y Cultura 2008-2009, sobre el trabajo y la vida de los buzos mejilloneros y sus familias. El resultado, El mundo sumergido. Una investigación antropológica de la pesquería del mejillón en Piriápolis y Punta del Este, ha sido publicado recientemente como libro y documental.

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Momentos de dispersión

“-En una misma roca grande vos podés trabajar del lado de la roca y puede haber uno o dos trabajando del otro lado. Igual se trata de no interferirnos entre nosotros, porque cuando vos lo trabajás el mejillón empieza a largar barro, arena, entonces hacés mucha mugre, así que buscás dónde ubicarte. -¿Así que has estado compartiendo rocas? -Sí, y hay bromas en ese sentido, de estar un compañero trabajando concentrado al lado tuyo y vas y te le tirás arriba [risas] y le robás una pata de rana… hacés un break y te divertís un poco” (Tatita). También se pueden vivir malos momentos en el mar, tal como describe el siguiente testimonio en la publicación: “Saber que el mar te da, pero que en cualquier momento te quita y te quita lo más sagrado, que es la vida. Entonces, no me importa tanto que pesquen, sino que salgan y vuelvan. Bueno, después vamos a la parte de que sí, que tenemos que ser buenos pescadores, porque en la medida en que vos seas un buen pescador, mejora tu vida. Pero primero son determinados elementos de seguridad, frente a un viento… Si yo arranco el motor y salgo navegando a la mura, sin decirle a él y al hermano [les habla a los dos jóvenes que salen con él embarcados], estoy quitando una clase de navegación, que de repente él la sabe, pero yo tengo que tener la responsabilidad de decirles: ‘Bolita, mirá, hoy hay que navegar a la mura, porque hoy es un viento…’ Que él lo vaya asimilando o no, bueno, eso ya pasa a ser responsabilidad de él” (Noel Matta, buzo de Piriápolis). “Hay gente que sí, que se persigna, que reza un rato… Yo no recé nunca y estoy vivo. Me parece que no hago nada como para precisar el cielo” (Rutilo).

Ser buzo mejillonero consiste en extraer mejillones para su comercialización, mediante técnicas de buceo. Hoy en día la explotación del mejillón requiere un permiso de la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara) para la extracción, la disponibilidad de cupos y la obtención de una libreta de buzo (para conseguirla se debe realizar un examen médico y técnico, y debe ser renovada cada dos años) y otra de embarque, destaca Leticia D’Ambrosio.

En la época en que el mejillón no presenta las mejores condiciones y está en su etapa de reproducción, además de ser la de menor consumo del producto, hay un período de veda que establece el Estado. Según D’Ambrosio, las vedas y su monitoreo, junto con otras variables, modificaron la actividad y el consumo en épocas recientes, pues se redujeron los meses de trabajo y venta del mejillón. La conservación de los recursos preocupa a los mejilloneros, por lo que su percepción de las vedas no es negativa.

Producción del mejillón

El antropólogo Blas Amato explica que los buzos se sumergen en las aguas poco profundas respirando a través de una manguera y van buscando las mejores piedras donde se aferra el mejillón. Con un cucharín rascan la roca donde está aferrado y lo depositan en el salabardo (bolsa tejida, de cuerda de fibra o plástica, donde se cargan los mejillones). Luego de llenarlo (en promedio, se tarda unos 30 minutos) tiran de la manguera y los ayudantes de cubierta los suben a la superficie. Para realizar esta tarea se necesitan entre dos y tres personas, pues el salabardo pesa unos 70 kilogamos, a los que se suma el peso del agua. Al llegar a la embarcación dejan el salabardo lleno, llevan otro vacío y se sumergen nuevamente para repetir la operación.

En cubierta se vuelca el mejillón en la zaranda (red metálica que sirve para limpiarlo) y se cuela la suciedad con la que sube y a la cual está aferrado. Luego se llenan grandes bolsas con el mejillón limpio, se cierran y depositan en una bodega que hay en la embarcación. Estas bolsas se trasladan en un camión a temperaturas bajas desde el puerto hasta la planta de procesamiento. Desde allí el mejillón es distribuido en las pescaderías y restaurantes de Uruguay. Todo este proceso ocurre en enero y febrero.

La investigadora Victoria Lembo destaca: “Las características que tenga el recurso al comienzo de la temporada no sólo definirán la estrategia de trabajo, sino que afectarán de forma directa las ventas y, por lo tanto, los ingresos de los buzos mejilloneros. Esta incertidumbre y los riesgos que conlleva son elementos desestabilizadores que caracterizan la actividad pesquera en general y emergen constantemente en los relatos de los entrevistados. La posibilidad de que ocurra un accidente, las cambiantes condiciones meteorológicas, la imprevisibilidad del recurso, la fluctuación de las ventas, entre otros, son elementos que trascienden la actividad productiva y afectan otros tantos aspectos de la vida cotidiana de los pescadores”.

Según D’Ambrosio y Lembo, por lo general el hombre es el que se encarga de la extracción y la mujer de las actividades poscaptura, es decir, del procesamiento del producto y su comercialización.

El oficio

La elección de ser buzo mejillonero puede estar motivada tanto por la necesidad de ingresos como por la tradición familiar del trabajo en el mar, lo que incide notoriamente a pesar de que muchos buzos expresan que no quieren enseñar el oficio a sus hijos, por los esfuerzos y riesgos físicos que implica.

Durante 2008 y 2009, investigadores del Equipo de Antropología Marítima recabaron testimonios de buzos mejilloneros. Rutilo, uno de los entrevistados, relató la historia de los primeros que incursionaron en la extracción del mejillón, en Piriápolis: “El primero para mí fue un italiano… Del italiano ése tengo toda la historia. Le daba a la señora un inflador de mano y la señora le daba aire. Sacaba mejillones con un inflador de aire y después estuvo un hombre que le decíamos ‘judío Grimberg’”.

En el libro también se menciona el relato de otro buzo consultado, Gestido, quien contó que empezó a bucear en 1958: “Y arranqué tirándome a zambullidas, por el mejillón, acá en Punta del Este. Sacaba una bolsa o dos bolsas de mejillones y empecé a hacer inventos. No tenía ninguna noción de lo que era el buceo (tenía 17 años). Y un día viene acá un señor, que era de Piriápolis, Eduardo Grimberg, que fue de los primeros buzos. Y buceaba con un compresor que daba aire. Le dije si me dejaba probar y me dejó probar y resistía abajo del agua, porque me gustaba, aparte de doler un poco la cabeza. A la semana consigo un barco para bucear, me compré un equipo, un compresor. Se compraba en Montevideo, un motor a nafta, un compresor, y empecé a sacar”. Juan Larrosa también aportó información con su relato: “Habíamos poquitos. Primero éramos acá en Piriápolis tres: Berruti, un hombre que empezó muy ya de edad, pero muy guapo y terminó como a los 70 años; después estaba Eduardo Grimberg y después empezó a aparecer todo el mundo. Yo le enseñé a un montón de muchachos. Íbamos a Punta del Este, Brasil… El que quería aprender y quería trabajar, yo nunca fui egoísta en ese sentido, les presté los equipos que era lo principal, en aquel tiempo no se podía comprar de un día para el otro”.

Mario Fernández contó sus inicios en el buceo: “Cuando empezamos, que estábamos con Juan Larrosa, no había nadie. Si te digo te vas a reír un poco, no teníamos trajes, lo único que teníamos era un casco, para el frío buzos de lana y calzoncillos largos, y la gente miraba, ahora dirían: ‘¡Éstos son locos!: Primero, empecé a bucearle a él por bolsa o por kilo, después hicimos sociedad. Y estuvimos buceando un tiempo en Portezuelo”.

Daniel Gandaria, otro buzo entrevistado, recordó los primeros equipos utilizados: “Según me contaba papá… ahora vos tenés un equipo de buceo profesional. Pero antes dicen que se ponían peso de plomo en los pies. Antes era muy difícil conseguir trajes de neopreno que te dieran una garantía. Entonces se daba el caso de que los buzos se hacían las medias de neopreno ellos mismos, las capuchas también porque no se conseguían… Pero mil cuentos de los buzos de antes de papá y gente conocida que se tiraban con cinco remeras, por ejemplo, o un buzo [de lana] arriba del otro”. Este buzo describió detalladamente en qué consiste actualmente el equipo y el proceso anterior a tirarse al agua: “En buceo siempre hay un orden para todo. Es algo que cuanto más sistematizado está, más garantías te ofrece. Entonces, estás con el traje de neopreno, estás a bordo de una embarcación que tiene mucho movimiento, son chalanas de pesca, entonces, vos no te ponés el lastre primero, porque si te caés al agua, con el lastre solo sin las aletas y sin nada, hasta el fondo no parás, entonces tenés que soltar el lastre y lo perderías. Entonces te ponés primero las patas de rana, después el lastre, después la manguera de aire. Porque es como ir defendiéndote, después te ponés la manguera, que te administra el aire, después los guantes que tenés que usar, porque si no el mejillón te corta. Los guantes de neopreno clásicos, de buceo, no se usan, por un tema de que son caros, para lo prácticos que resultarían, porque se rompen. Por último, te ponés la máscara de buceo. Después, el cuidador, el ‘tender’[quien acompaña al buzo y lo asiste desde cubierta] te alcanza el salabardo, la cuchara y una vez que hacés un chequeo o repaso mental de lo que vos necesitás, ahí sí te persignás y te tirás al agua”.

En general, el conocimiento del oficio se adquiere de manera informal, entre amigos o conocidos. “Porque todos empezamos limpiando mejillones. Siendo limpiador de un buzo, después terminás agarrando la manguera, cuando querés acordar te tiraste”, dijo Camarón, buzo de Piriápolis.

La relación con el mar y la transmisión de los conocimientos se realiza desde muy temprana edad y de forma casi espontánea: “Lo mío en el mar viene de… Ya nací frente al puerto, mi padre también trabajó en el mar, fue buzo, se dedicó a bucear durante 30 años y entonces es algo que ya lo vas mamando de chico digamos… Necesariamente algo en relación al agua terminás haciendo porque […] Claro, yo tengo el recuerdo de que, como todo niño, te acordás así como que ibas a la cancha de fútbol, yo vivía en la barca e iba con mi padre al mar a mirar cómo él trabajaba. A mirarlo o simplemente a ayudar, nomás”, contó Tatita, buzo de Piriápolis.

El Chango, de Punta del Este, relató: “Yo arranqué de pequeño en el mar como mejillonero. Mi papá era buzo mejillonero. A los siete u ocho años. De pequeñito andaba atrás de los pantalones de mi padre para todos lados. No había terminado la primaria [...] Bajaba en ‘amnea’ a cuero limpio […] No; mi padre buceaba desde la costa. Se largaba hacia adentro a arrancar mejillones con un neumático, una rueda de camión inflable, con una red prendida. Entonces la empujaba desde la costa hacia adentro. Cuando él calculaba que él estaba a 200 metros de la costa arriba de una zona de pedregal, donde estaban los mejillones ahí. Él agarraba, fondeaba una pequeña ancla, la enganchaba, bajaba en amnea, arrancaba los mejillones de la piedra, y yo arriba de la goma, como un lobito chico, y cuando quería acordar andaba al lado de él… Y ahí me fui haciendo con el correr de los años, o sea, al agua, pero no porque me lo inculcara mi padre, porque a mí ya me gustaba”.

Según el investigador Diego Thompson, la rentabilidad del mejillón ha disminuido por muchos motivos y esto ha puesto en jaque la continuidad de la actividad. Otra de las causas por las cuales este oficio se encuentra en un estado crítico de transmisión y perpetuidad es el poco respaldo que históricamente ha recibido de las instituciones educativas de la zona para el establecimiento de programas que garanticen su aprendizaje y su valoración cultural por la población local.

Riesgos de la actividad

Los peligros generan hábitos y creencias para protegerse, así lo establece la investigación: “Íbamos a lugares con mucha rompiente y muchos residuos de naufragios de metal. Entonces, vos sabés que vas a un lugar peligroso, que tiene muchas variables que te juegan en contra [...] Entonces no podés ir pensando en todo lo malo porque si lo ponés en la balanza no te tirás”, explicó Tatita en la investigación. “Y la pesca no tiene seguridad ninguna, tiene de repente tres, cuatro días buenos para pescar y tenés 10 días de temporal. Y esos 10 días de temporal te comés todo lo que podías haber ganado y después el resto de los días podés pasar un mes de bastantes problemas económicos”. “Bueno, prácticamente la pesca... yo no soy amigo de que salga mi hijo al mar. Y los pescadores es una vida de que corre riesgo la vida de ellos, porque el mingo nomás… Un muchacho una vez le agarró la mano una red, porque son redes, no sé si las has visto, que se arrojan al mar, que llevan plomo, le agarró la mano, los dedos, y si el otro no lo agarra le cortó los tres dedos. Así le cortó, porque el otro lo agarró, no lo dejó ir; si no se hubiera ahogado. Corren riesgo de vida, los temporales… El mar es simple, es un amigo de uno, hay que respetarlo, enfrentarlo y no desafiarlo, hay que respetarlo prácticamente”, sostuvo Pata de palo, buzo de Piriápolis.

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