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Amanda Berenguer. (archivo, agosto de 2008)

Foto: Javier Calvelo

Cinta infinita

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Ayer falleció la poeta Amanda Berenguer.

La poesía de Amanda Berenguer (Montevideo, 1921) ha concitado admiración y misterio. Persiguió la sospecha del desdoblamiento, por momentos apocalíptico, de un espacio plagado de misterios en la comodidad del hogar. Quizá sea por eso que es difícil emparentar su obra con la generación del 45, a la cual, según la crítica, perteneció.

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Reverberaciones

Amanda Berenguer fue la esposa de José Pedro Díaz, crítico, docente y profesor (fallecido en 2006). A fines de los años 40, mucho antes del auge de las editoriales independientes, la pareja llevó adelante la imprenta-editorial La Galatea, que posibilitó la publicación de jóvenes escritores, como Ida Vitale (homenajeada la semana pasada con un Doctorado Honoris Causa de la Udelar), quien, junto a Idea Vilariño y Berenguer, configuró un trío uruguayo de poetas cerebrales. La pulsión vanguardista de Berenguer -patente, por ejemplo, en el poemario-disco Dicciones (1971) o el audiovisual Circuito reverberante (1976)- le fue reconocida en el Encuentro de Poesía Experimental Amanda Berenguer, celebrado en Montevideo en 2008. La poeta será velada hoy en la Biblioteca Nacional a partir de las 8.00.

En su temprano libro El río (1952) Amanda señalaba: “Yo quisiera dejar los nombres vivos, escribirlos, decirlos, levantarlos, porque sé que nos vamos, nos hundimos”. Con cercanía en el tiempo, Suficiente maravilla (1953-54) proseguía este mismo rumor: “En medio de este mundo enseñoreada / voy entre los domésticos poderes de mis fieles sentidos naturales”. No le bastaba la voluntad de confesar que pensaba robarle espantos a la muerte: a esto se le agregaba que los poemas eran endecasílabos desarmados. Las acciones volvían a empezar constantemente; la mujer expulsaba a la belleza del paraíso y después se iba tras ella.

Invitada a la enajenación atravesó la poesía visual en “Composición de lugar” (1976), suerte de bitácora gráfica sobre los atardeceres. Allí las palabras conforman ecuaciones que no se detienen ante la naturaleza lúdica de cualquier interpretación. A esto seguiría Identidad de ciertas frutas (1983), inventario poético en el que partículas de significación se alojan en pequeñas estructuras. En la botella de Klein (una de las obsesiones lógicas de la poeta) su única cara ilustra la bifurcación del tiempo representada, en este caso, por la perpetuidad de un acto entendido como “topos” o lugar. De hecho, la lectura que hizo en 1995 de “La botella de Klein” era equivalente a la de la cinta de Moebius, resaltando la cualidad de plano (señala que “tiene una sola cara”, y que, siendo una superficie cerrada no tiene interior, “como lo tienen la esfera y el toro”). En ambos ocurre la persecución trascendental de una lengua, de un cromosoma, cuya verdad reside en el misterio.

En La dama de Elche (1987), “el vocablo es el viaje”. Allí la poeta construyó los ojos posibles de otra Amanda cuyos versos continuaban el designio de los colonos. Ganaría en 1990 el premio Bartolomé Hidalgo para retornar a la poesía objetual en 1995 con La botella verde.

Casi la totalidad de su obra fue compilada en el libro Constelación de navío (2002), en el que, en su inicio, Amanda confesaba estar dispuesta a “Poner la mesa del tercer milenio”. El libro era, según ella misma, un arca pensada en perdurar para, dentro de quinientos años, ser hallado por “los futuros arqueólogos o poetas -si aún existen- para reconocer cómo éramos de antiguos y remotos”.

La cuidadora del fuego

En el presente año, La Flauta Mágica (editorial al cuidado de Roberto Echavarren) lanzó La cuidadora del fuego, último libro que Amanda publicaría. La obra existía en el interior de una pila de cuadernos, entre poemas hermanos y condiscípulos, y otros infrecuentes, extraños, de un discurso diferente, tal vez cotidiano, que no miraban al libro.

El libro no es una recopilación de textos que bautiza el compilador, sino una compilación que da forma a un libro ya concebido en la obra de Amanda pero que Echavarren tuvo que recordar: “Hace un par de años, Amanda me dijo que tenía listo un libro que se llamaría La cuidadora del fuego. Me pidió que escribiera el prólogo. ‘Muy bien -respondí-, ¿dónde está el libro?’. Señaló una pila de cuadernos, siete en total, hinchados de papeles sueltos, desde un recibo telefónico hasta un cheque sobre el cual había garrapateado unos versos (el poema “Final”) [...]. Hube de extricar poemas de apuntes de diversa índole, listas de compras, números telefónicos, fragmentos de diario personal. Tales cuadernos convivían con ella, eran sus vademécums”.

El libro revisa diversas zonas del habla sobre la memoria, la autorreflexión vital. Paraísos artificiales que construyo sobre los sueños de Zenón de Elea, La cinta de Moebius y La botella de Klein. Sin embargo, puede percibirse una intensidad pulsional distinta a la de sus otros trabajos, quizá debido a la calidad de apuntes de los poemas que suelen convertirlos en descargas reflexivas, oscuras y contundentes. La poeta parece ya enteramente sola, en esa situación no dejará de preguntarse otra vez esas cosas ya dichas, que, no obstante, son innegociables para su poesía: “¿Y dónde el alma - la vida - la acción - el amor - / la locura - la rosa y el jazmín - apenas engañosas criaturas - / virtuales imágenes de un espejo mágico? / Como en el desierto ¿todo es espejismo? / ”. El libro también incluye una de las últimas entrevistas que la poeta concediera a su par Silvia Guerra.

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