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Rodolfo Fogwill.

Foto: Nicolás Celaya

Políticamente incorrecto

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El escritor argentino Rodolfo Fogwill repasa cómo narró la guerra de las Malvinas y, de paso, provoca a diestra y siniestra.

Entre las bondades del Festival Eñe está haber logrado convocar a dos escritores tan destacados como antitéticos. Si Ricardo Piglia (ver la diaria del 5/8/2010) representa la corrección académica y la expresión calculada, su coetáneo Rodolfo Fogwill (Buenos Aires, 1941) es casi lo opuesto: impulsivo, locuaz, caprichoso y contradictorio. Algo de ese carácter -o de ese personaje- afloró en la entrevista que mantuvimos la semana pasada, entrecortada por consejos para asmáticos, lecciones sobre relojes carísimos, muecas para el fotógrafo y apreciaciones sobre las “artes medioidióticas”. Evidentemente, Fogwill había superado el malestar causado horas antes por su desembarco en Montevideo, pero más allá de los buenos o malos humores, se trataba y se trata de un autor que renovó la literatura argentina y anticipó la tendencia a cronicar excesos que dominó la producción juvenil en los 90. Y, sobre todo, es el escritor que se animó, casi en tiempo real, a tomar la guerra de Malvinas como tema narrativo, en la novela Los pichiciegos.

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-No es común que estés en este tipo de festivales multitudinarios.

-Esta vez no sé por qué. Me gusta mucho Uruguay, es cerca, no tengo avión. Son muchos factores. Yo voy a muchas cosas que no tienen tanta prensa, me gusta encontrarme con algunos colegas. De acá me interesaba sólo uno: Yuri Herrera. Quería verlo y lo conocí por fin. Y hoy voy a conocer a Paz Soldán, a quien leí muy mal.

-Has hablado de algunos escritores uruguayos que te parecen importantes. ¿Qué línea te parece que abrieron Levrero y Felisberto en la literatura rioplatense?

-Sin Felisberto no hubiera existido este invento Cortázar. Hacemos un cóctel de Felisberto más Juan Filloy y tenemos a Cortázar. Si tenés que filtrarlo un poquito, pasalo no por Borges sino por el grupo Sur, que tiene una especie de exigencia borgiana de limpieza en el lenguaje. No puedo leer Rayuela, por supuesto, nunca pude, pero puedo leer buenos cuentos de Cortázar -son legibles, no me preocupan-, como también puedo leer a Mujica Láinez. No me revelan nada que no me hubieran revelado antes Felisberto o Filloy. Y andá a saber de dónde vienen las raíces, porque vos nunca podés saber de dónde viene esa iluminación que tienen, qué modelo están emulando. Por ejemplo, ¿te acordás adónde fue Felisberto de campamento cuando era boy scout? A los Scouts Chilenos. En Chile había un escritor, Juan Emar, que no trascendió ni tiene obra, pero tiene un libro, Umbral (el que lo lea se lleva un premio y el que tenga plata se lo puede comprar: vale como dos mil dólares). Era un Raymond Roussel del español, pasado por el surrealismo. Eso llenó mucho el mundo de Felisberto, pero pasa que Fesliberto sabía contenerse. Y Levrero me parece importantísimo, como caso humano incluso. Yo me escribía mucho con Levrero. El señor Microsoft se llevó toda la correspondencia. Pero en algún lado debe de estar, porque hay un tipo que atesoró todos los discos de Levrero. La novela luminosa se recuperó así.

-Así que fuiste amigo de él.

-No, por e-mail. Yo lo había leído todo y un día por la calle venían caminando dos amigos míos con un señor que a mí me pareció el gerente del banco. Mirá cómo lo sitúo: un pelado, grandote, que me pareció mucho mayor que yo (no lo era, tenía mi edad). Me lo presentan y le digo: “¿Vos escribiste La ciudad y El lugar?”. Le empecé a recitar títulos suyos y personajes. No lo podía creer. Fue la única vez que lo vi en vivo. Después conocí mucho a Alicia [Hoppe], la viuda, la ayudé a vender el libro, porque el libro es raro. Lo moví yo. Es una jactancia. ¿No puedo hacerlo? El huevo que me costó. Tengo dos solamente. Uno lo entregué para que le dieran pelota a Levrero. Conseguí que un imbécil que dirigía una editorial publicara uno de sus mejores libros, que es El discurso vacío. Fue una cosa infernal. Al final lo puenteé: hablé con Alicia, con el hijo, con los dueños reales de la editorial, que eran unos abogados de mucha plata, y les dije que había un tercero que estaba frenando todo esto. Además, inicié en la lectura de Levrero a Ignacio Echevarría [crítico y editor español] y se lo presenté a Alicia. Por Alicia conocí al chico [Juan Ignacio Fernández], el personaje del pendejo molesto de El discurso vacío, que ya no es un chico y estudia cine.

-¿Es verdad que decidiste dedicarte a la escritura a partir de “Muchacha punk”?

-Bueno, pasaron otras cosas ese año [1978]. Yo presenté el cuento en un certamen que me dio un premio. Eso me ayudó a decidirme. A decidirme también por una vida de mierda en la que claudicaba todo lo que yo tenía. Tenía mucha guita en aquel momento. También estaba en una carrera de destrucción en la que me iba a prender fuego en cualquier momento.

-¿Como profesor de sociología?

-No, no. En esa época era empresario de publicidad y tenía una consultora de marketing.

-¿No seguís haciendo eso?

-Sí. Lo que pasa es que yo soy Buster Keaton en este momento. Él al final vivió gracias a pequeños papeles en Hollywood que le daban los que recordaban su buena época. Yo formé mucha gente en empresas, que eran pinches y llegaron a presidentes. Entonces esos tipos siempre me tiran algo, con recelo porque saben que yo hago muchas cagadas.

-Volviendo a “Muchacha punk”, ¿qué se arma ahí?

-Bueno, yo por ahí había escrito antes algo mejor, creo...

-¿En poesía?

-No, en narrativa. En poesía era muy malo por esa época. Creo que había escrito “Memoria de paso” simultáneamente. Pero “Muchacha punk” tenía una contundencia que nunca más conseguí en un cuento. Que no me parece bueno, por otra parte: tengo cosas mucho mejores literariamente, quizás para vos también pueden ser mejores, pero no se las podés regalar a una novia que acabás de conocer ni recomendar a un alumno tuyo que quiera leer a un cuentista argentino. “Muchacha punk” sí, porque es polivalente. Está todo. Además decían: “Uy, cuando lleguen los punks a la Argentina se va a acabar la gracia de este cuento”. Yo decía que se iba a seguir leyendo en el 2000. “Ja, ja, ja”. Bueno, se sigue leyendo. Es eterno. Porque la muchacha punk no es muchacha, no es punk, ¿no? La muchacha punk c’est moi, dijo Flaubert citando a Proust anticipadamente.

-Pero sí sos sociólogo.

-Soy sociólogo y trabajé en la UBA hasta que me echaron, en una etapa anterior al gobierno de Videla. Me echaron por comunista, que era lo peor que me podía pasar a mí.

-¿Porque eras trotskista?

-Imaginate. Si me hubieran echado por nazi, puto, lo que quieras... Pero echarme por comunista...

-En una entrevista dijiste algo que me pareció que hacía un buen puente entre esa carrera profesional y tu escritura: “Lo antiestético de la formación social me molesta, como lo antiestético de una frase. La sociedad es un texto mal redactado”.

-Qué bien. Debe de ser muy vieja la entrevista. Cuando dije “estético” aquella vez no lo tenía tan bien evaluado como ahora. “Estético”, en el fondo, quiere decir “verdadero”. Un discurso verdadero es un discurso del que el emisor puso a prueba no la verosimilitud del texto ni la posibilidad de la -como dicen los epistemólogos- falsabilidad (se dice que es científica toda aquella proposición que sea falsable). No, porque hay conclusiones que son perfectamente falsables y a mí no me importan en el discurso social: “El ser humano tiene cuatro miembros”. ¡Puta! Hay miles de proposiciones que pueden ser falsables. Ahora, el concepto de lucha de clases... Marx hace una proposición brillante porque está usando la noción de historia de una manera distinta a lo que la gente pensaba que era antes y está utilizando “clases” en una significación distinta. Entender las clases como entidades en lucha no fue el criterio de los que clasificaron la sociedad ni es el de los boludos que quieren “ascender de clase”, que creen que “ascender” es ascender. No, ascender es combatir primero, si no subís. ¿Se entiende?

-Sí, pero me queda afuera la primera parte, en qué sentido un discurso estético pasa por más pruebas que un discurso científico.

-Porque el discurso estético no se plantea solamente la prueba estúpida del discurso científico, sino que además se plantea la prueba de su armonía interna. A El capital todo el mundo lo elogia, y está bien. Es un ladrillo para nosotros, pero no para los tipos que habían leído economía política de la época, las grandes plumas. Adam Smith era un gran escritor, no sé si [David] Riccardo leía mucho; en la Argentina [Juan Bautista] Alberdi fue un gran escritor. Marx era un gran escritor. El Manifiesto comunista dice “un fantasma recorre Europa”. Pensemos en qué año estamos situados. Empezar denigrando al comunismo, porque el fantasma representaba -y representa- lo que da miedo, lo feo: ningún escritor joven que publique en Anagrama se animaría a denigrar su oficio. Ni nada. “Una mierda flota en el mundo: el posestructuralismo”: ninguno se animaría, porque no saben qué día le van a ofrecer una beca para trabajar con un profesor posestructuralista. “Si hay algo que no soporto es el lesbianismo”: cagaste, no vendés más un libro, se te viene encima el lobby de las tortilleras.

-Siguiendo con opiniones polémicas, una de la que más se recuerda es tu posición en derechos humanos.

-Es una posición literaria. “Derechos humanos” es absurdo. Es un pleonasmo, como decir “un ojo de la cara”, “un día de la semana”. No hay derechos que no sean de humanos, porque el derecho es una propiedad de lo humano. El derecho de la aeronáutica no legisla la tecnología de los aviones, legisla el uso humano del avión.

-Pero, concretamente, vos decís que es equivocado reclamar por los desaparecidos o sus cuerpos y que hay que reclamar por las causas por las que ellos dejaron la vida.

-No, ahora no podemos decir nada. Ya está todo hecho. Yo eso lo dije cuando el tema de los desaparecidos sirvió como cortina de humo para tapar la posibilidad y la disponibilidad de volver atrás con la legislación que hizo la dictadura cívico-militar (y no militar). Por otra parte, me resultó odioso el invento de Hebe de Bonafini de 30.000 desaparecidos, porque fueron siete, ocho, nueve mil. Yo calculé siempre más que la verdad, porque conocí muchos militantes del ERP: había sirios, había peruanos, había muchos franceses (uno de ellos usó una casa mía como aguantadero) que venían a hacer training -y turismo-, así como muchos hicieron el servicio militar en Bella Unión, con Sendic. Ahí se aprendía mucho sobre guerrilla urbana. Así que con eso se puede conseguir un presidente. Jua, jua, qué buen chiste.

-Pero sobre reclamar por las causas antiguas...

-Bueno, tampoco exagerar. Los montoneros no entendían qué era la dictadura del proletariado, pero la soñaban. Es muy complejo, pero lo que me jodió es el número 30.000, porque es una alícuota de la población argentina. Como aquellos seis millones, que es una alícuota de la capacidad demográfica que tenía la tierra reclamada por el sionismo.

-¿Cómo?

-Seis millones es un número semejante a la capacidad demográfica de la región donde fundaron el estado de Israel. Nadie va a saber nunca cuántos fueron. En mi opinión, no habrán pasado de un millón. Igual es muchísimo, loco. Porque además no son un millón de masacrados, como la gran mayoría de los desaparecidos, que fueron a un campo, los interrogaron, los maltrataron y los mataron; estos tipos estuvieron trabajando durante años, muchos fueron llevados en 1939, 1940, 1941. Los judíos, más tarde, fueron la última ola. Los gitanos fueron mucho antes. Los comunistas, muchísimo antes.

-Dijiste que escribir novelas te impedía escribir cuentos.

-Fue una correlación. En una novela hay una tesis y se apaga la voz mental que te dicta cuentos. No sé la causa. Estoy estudiando el tema y no tengo sparring, porque en la Argentina no hay psicólogos que estudien más o menos científicamente los temas de la creación, de la invención.

-¿También se corta la poesía?

-Puede funcionar. Estoy escribiendo muy pocas poesías. Tengo la voz medio tomada, de repente.

-En el prólogo de Urbana [2003] decís: “Quizás haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y su lector”.

-Eso es un invento. Esa frase es para sostener una figura retórica que configura la frase. Si vos me das tiempo y un día de paz, y conexión a internet, yo me siento a pensar, termino de ver las porno, leo el correo, busco “Fogwill” en Google de hoy para ver cómo andan mis acciones, busco “Piglia”...

-Ayer estuvo aquí. También dio una conferencia.

-¿Cómo estuvo? ¿De qué habló?

-De Gombrowicz.

-Es tan encantador...

-¿Por qué buscás “Piglia”?

-Porque odio a Piglia. No, porque de los que compiten conmigo es al que puedo buscar. A Aira no lo puedo buscar porque es ridículo, él no quiere propaganda mediática. No sé si entró a internet alguna vez en su vida, creo que no. No le importa.

-¿Te ves como parte de un trío con ellos?

-El lector hizo el trío. Él se creía que estaba solo. En el 81 estaba solo, cuando salió Respiración artificial. En su misma dinámica apareció Saer. Eran él y Saer, que tiene una obra mucho más consistente. Saer era un poeta y tenía una obra interesante. Y en el camino apareció Aira. Y en el camino aparecí yo. Fue una cruz. Y está pelando la punta Alan Pauls.

-Que es más joven.

-Uh, era un niño cuando yo escribí “Muchacha punk”. ¿Qué tenía, 19 años? Y era alumno de Piglia. Un pequeño Judas. Pero no va a llegar nunca, está en una carrera de fracasado.

-Vos en el 83 publicás Los pichiciegos. ¿Eso te pone a competir en ese terreno?

-No, no creo. Pero creé mi figura. En realidad, la construí simultáneamente. Con la aparición de Los pichiciegos pude entrar a la prensa, porque yo estaba medio prohibido. Pero conseguí entrar en la revista de una universidad privada. Hice la prensa hablando de fútbol, de rock, de sexo, de historia medieval, de cualquier cosa. Mentira: estaba hablando de mí todo el tiempo.

-Eso es lo que prometés para tu conferencia de mañana.

-Pero es un chiste. ¿Recién se dan cuenta ahora de que hablo de mí? Si nunca hablé de otra cosa.

-Ahora, obviamente a Los pichiciegos la construiste “desde afuera”, porque vos no fuiste un combatiente en Malvinas. ¿Hiciste el servicio militar?

-Sí, pero no con el Ejército. Con la competencia.

-¿La Policía?

-No, la verdadera competencia. Nosotros queríamos desarmar el Ejército y establecer un socialismo mediante técnicas militares. Estábamos locos, pero le creíamos al Che Guevara, en el fondo. A pesar de que nada había menos tolerable para un trotskista que lo que se llamó “putschismo”. Pero igual con un póster del Che Guevara alcanzó para convencernos.

-Entonces tenías experiencia con lo militar.

-Ojo, no tenía una formación seria. No se trata de ir un mes o dos meses, hay que tener un cuerpo preparado para eso y yo no lo tenía ni por joda. Mi cuerpo estaba preparado para cojer y drogarse. Pero tenía una imagen muy fuerte del mar, porque yo navegaba. A lo que más llegué fue a correr una regata Necochea-Bahía Blanca. No sabés lo que es salir del agua tan fría. ¿Viste que en Punta del Este te cagás de frío de noche en verano, navegando? Pero abrigado, con ropa impermeable, la bancás. El ser humano tiene que estar en agua de 28, 25 grados. Hasta ahí. Acordate que 25 grados no son 25, son 25 de un tope que tenés de 36, o sea, no descendés un grado en una escala de 1 a 100, descendés uno en una escala de 1 a 37. Entrar de golpe en agua de 16 grados en verano... yo ya no aguanto. En Chile hay gente que nada un poquitito, pero no podés nadar cien metros en la costa de Valparaíso. Todos van al mar por esnobismo puro. Nada, van a la arena, se salpican. El agua está a 13 grados. El agua a 16 grados es intolerable, y más allá del paralelo 40 está a 13 grados. No la aguantás. Cómo hacían los marineros de Magallanes, que no tenían ropa impermeable, no lo sé. No hay una historia de la vida naval, pero eso no es un chiste. Cuando empieza a mojar y salpicar la ola, y llueve, no hay manera de pararla. Te entra, te barre con algún chorrito, y ese chorrito sigue... Yo ya tenía una idea porque mi abuelo paterno llegó a Sudamérica directamente desde Inglaterra, viniendo de Staten Island. Vino a trabajar para los bóers.

-¿El apellido es galés, no?

-No, inglés, probablemente de la Isla de Wight. Lo cierto es que mi abuelo vino a criar caballos para la guerra, para el enemigo de los ingleses. Justo cuando tenía un buen plantel terminó la guerra. De ahí vino la memoria familiar. Mi viejo estuvo mucho en la Patagonia, porque mi abuelo administraba campos en la Pampa, en el Chaco, en Buenos Aires. Mi viejo se crió con él y recorrieron todo el país. Entonces yo tenía “experiencia patagónica”. Yo los veo en Chile a estos personajes como mi viejo y supongo que pasa lo mismo con los coyas, que viven a 3.500 metros de altura, que tienen como un dispositivo físico y mental que anula, que los vuelve tolerantes. Parecen torpes, pero es natural, yo también soy torpe a esa temperatura y a esa altura: no llega sangre. Entonces te metés en la cama, si no, no se oxigena. Bueno, conocía eso.

-La experiencia del frío.

-En Inglaterra pasó algo muy divertido con Los pichiciegos. El tarado del editor creyó que se iba a hacer rico, entonces le puso un título tremendo: Malvinas requiem. Pero pasó una cosa muy fea: ningún inglés sabe lo que quiere decir “Malvinas”. Y en Estados Unidos peor, porque los yanquis son brutos. En las reseñas norteamericanas decía eso, que el editor se había equivocado con el título. Se tenía que llamar Los pichiciegos, o como en Alemania. En Alemania hubo un quilombo, porque son demócratas. Someten a la elección del personal: los 260 tipos que leen en la editorial se reúnen y votan. Ahí ganó “Una guerra subterránea”, que está bien, porque es mía la frase.

-A los alemanes les debe de haber hecho acordar a Sin novedad en el frente, ¿no?

-Yo creo que es la única película de guerra que vi. Pero los alemanes no leen esas cosas, leen autores contemporáneos y nada más.

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