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El último escritor politizado

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Cuando los intelectuales eran de izquierda, seguían la moda francesa que habían iniciado Hugo, Proust, Zola, France y hasta Dumas: como eran escritores, tenían derecho a decir verdades, y allá iban. No hubo desacomodo parisino que no mereciera la diatriba enfebrecida de un escritor de folletines (de paso, El cementerio de Praga, la más reciente novela de Umberto Eco, pinta bien ese mundo fraudulento de fines del siglo XIX). Pionero, Neruda se fue de Chile en los treinta para arengar a obreros franceses, al borde del Sena, y después, en los sesenta, no hubo capitoste letrado que no diera su opinión acerca de lo que convenía a los desgraciados de este continente. Había, parece, cierto convencimiento acerca de que si un individuo puede producir una frase con sus partes más o menos bien organizadas, puede producir una idea más o menos verdadera.

Así uno se comió la papa de las venas abiertas de América Latina y cantidades insufribles de metáforas acerca de dictadores malvados, y los intelectuales que producían esos bochornos con carné se refugiaban en el Caribe, o en España, o en Francia, y con frecuencia aceptaban, llorosos y sufrientes, alguna beca, ayudas para las traducciones y otros favores para compensar los horrores del exilio, mientras, al mismo tiempo, los lectores se quedaban en el terruño agorilado sufriendo las penurias de la bestialidad gubernativa, la censura y el peligro de terminar en la cárcel por posesión de un bodrio de Benedetti.

Pasado el tiempo, los escritores de antaño se reciclaron en fabricantes de haikus o comentaristas de fútbol y de abrazos, y casi no quedó ninguno que se pusiera a defender no sé qué verdades antes evidentes. Los lectores nos quedamos con una especie de nudo en la garganta, y comprobamos que la principal tarea de los sufridos intelectuales de izquierda había sido juntar la mayor cantidad posible de mangos, con agentes literarios mayormente españoles y argentinos.

De aquellos tiempos politizados apenas dos zafaron incólumes: Rulfo y Onetti, y quizá los más viejos, que no llegaron a subirse a la tabla de surf del boom; Arguedas y Asturias, por nombrar un par; o Borges o Lezama, por ilegibles en aquellos años. En fin, los pocos que no dictaban cátedra, sino que escribían (aunque Rulfo era flor de haragán, no se puede negar: no escribió más de doscientas páginas en toda su vida). Algunos otros desaparecieron más o menos velozmente, y uno solo mantiene su actitud aguerrida y extenuantemente politizada: Mario Vargas Llosa.

Ganó un premio Nobel, hecho que lo coloca en la misma categoría que la sufrida Gabriela Mistral, el victorioso Winston Churchill y el misterioso Bjørnstjerne Martinus Bjørnsonv, la lectura de cuyo nombre es ya toda una asignatura. Vargas escribió algunas buenas novelas, y no es peor ni mejor que el resto de la tropa de Carmen Balcells. Probablemente sea de los premiados que van a ser recordados más tiempo, no como la mayoría, que desaparece del paisaje en pocos años.

Lo mejor de Vargas Llosa no es lo que escribe, mayormente insulso y daguerrotípico -por los clisés, el tono sepia y la vetustez-, sino su combatividad política, y su renuncia a cambiar de actitud después de la caída del socialismo real; lo que hizo fue nada más que cambiar de bando, pero eso no es señal de traición, sino más bien al contrario: mucho peores son los falsarios, los fingidores profesionales que se hicieron pasar por revolucionarios cuando no eran más que mercachifles oportunistas, para peor millonarios que se disfrazan de proletarios. Este peruano no: a él le gusta comer en la Tour d’Argent, disfrazarse de lord, caminar por el crescent de Londres, donde tiene su mansión, dar conferencias para banqueros y tratar de brutos a los brutos.

Justamente a dar una conferencia a no sé qué ricachones vino las semanas pasadas a Punta del Este, y no se le ocurrió invitar a algunos escritores, sino más bien a algunos ex presidentes, que es lo que casi fue él, salvo que el ex vino antes que nada, porque nunca lo eligieron. Es que, ¿a qué escritores iba a invitar? En Uruguay no hay escritores. Uruguay ha desaparecido del planeta literario no sólo mundial, si alguna vez estuvo, sino regional. No existimos, gracias, entre otros, a los ex presidentes que fueron a almorzar con Vargas Llosa, pero también a este presidente tan elogiado por el Nobel, Mujica. Para ningún presidente existe otra cosa que una vaca, dos vacas, tres vacas, o gauchos, da igual. Hasta treinta y tres. ¡A ver si por lo menos armamos una logia de vacas, o de gauchos!

Así que se juntaron en torno a una mesa Julio Sanguinetti, que tiene lugar dentro de su boca para hacer rebotar nombres de antaño y darles sonoridad (a veces con cierto exceso de reverberación, pero el ditirambismo tiene eso, qué se le va a hacer); Luis Lacalle, que es un tipo leído (al parecer leyó algunos capítulos de la Biblia y las obras completas de Luis Alberto de Herrera, lo que es decir); y Jorge Batlle, que leyó a Adam Smith en varios idiomas (es recordado su sucinto resumen de las ideas del escocés, ante el requerimiento de la prensa: “¡Güi ar fantastic!”).

Antes del episodio, Vargas concurrió a una librería cheta de la Ciudad Vieja de Montevideo, donde, según aseguró uno de sus dueños, se pudo comprobar que el Nobel no se le subió a la cabeza (en general, efectivamente, los galardonados dejan el premio en su banco). El novelista compró una primera edición de la horrible traducción fingida por Borges (que en aquellos años no sabía una palabra de alemán) de La metamorfosis, de Franz Kafka, publicada por Losada, además de otros libros guau, que -dice uno de los cronistas que lo cubrió, entre maravillado y reverente- Vargas pagó (se sabe que las celebrities sienten repulsión por ese acto pedestre) con tarjeta de crédito.

En Punta del Este, el peruano elogió, en emisiones sucesivas de voz, al presidente Mujica, a los ex presidentes Sanguinetti, Lacalle y Batlle (no podía creer que no se pelearan, “¡qué maravilloso ejemplo es la democracia uruguaya!”), a la carne uruguaya y a Onetti, a quien dijo admirar, lo cual no puede menos que llenar de estupor a los lectores de ambos, ya que el libro que le dedicó al uruguayo deja bastante claro que no entendió nada.

Después de dormir la siesta o cosas peores, fue a una chacra donde -explica una de las crónicas de la visita- hay esculturas hechas de mármol y otros materiales y escultores hechos de proteína animal y formaciones internas de calcio y otros minerales, o sea, artistas. Lo acompañó Sanguinetti, a quien le da por el arte y además (dijo Vargas) trabajó en el escritorio de al lado de Onetti, así que ¡tiene de anécdotas...! Lo cual, permítaseme, demuestra un montón de cosas que no vienen al caso, pero piense el lector, ya que está, de qué sirve trabajar al lado de un genio. Se apersonaron algunos artistas y Sanguinetti explicó que ése de ahí es el autor de aquel cuadro que estaba arriba del sofá de la casa de Fulanito. O sea, Sanguinetti lo llevó hasta al escusado al tipo. “Ah, mire usté”, dijo Vargas, y le dio la mano al señalado artista. Después se interesó por los pliegues de unos mármoles, los cuales -dice la cronista- ponderó. Uno se pregunta si llevaba una balanza o qué. Más tarde se maravilló de que escolares y liceales entraran gratis a la chacra y jugaran a la escondida entre las esculturas. “Qué maravillosa idea haber venido”, aseguró el escritor, esta vez sin llorar, no como en el discurso del Nobel, cuando largó el moco al hablar de su familia.

Entonces apareció un mozo con unas copas de champán, las repartió y al final le dio una al peruano y se quedó él con una, y dijo “salú”, a lo cual el Premio Nobel respondió: “Salud, caballero”. Es que el Nobel no se le subió a la cabeza. A la periodista le dijo que está escribiendo un ensayo que se va a titular “La civilización del espectáculo”. No debe de tener nada que ver con La sociedad del espectáculo, que escribió Guy Débord hace cuarenta años, o de pronto sí, pero total no hay peligro de que un lector de Vargas haya leído a Débord. La crónica se fue poniendo melancólica y estética, y ya cuando se ponía el sol, el escritor, abrumado por la belleza del atardecer puntaesteño, exclamó: “¡Qué colores!”. Toda una declaración.

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