Se murió Steve Jobs. Esto es percibido como una tragedia para toda una comunidad que vio en él un gurú, no sólo de la informática y el diseño, sino también de una secta geek que, con trabajo y genialidad, pudo sacar lo último que le quedaba de jugo a la era posindustrial. Se murió Steve Jobs y esto podría no tener nada que ver con Michel Houellebecq, pero últimamente toda nuestra era tiene que ver con Houellebecq y, casualmente, Steve Jobs es uno de los personajes representados en un cuadro del pintor que protagoniza El mapa y el territorio.
Houellebecq, además, parece obsesionado en toda su obra, y más que nada en esta última novela, por las costumbres acuñadas en el capitalismo tardío y la resaca de un sistema que se está cayendo a pedazos. Aunque no es una novela futurista, su tema sí es el futuro: El mapa y el territorio es un relato que viaja en el tiempo, donde el pasado es 2010 y el presente está instalado unas décadas arriba nomás.
La muerte de este autor
Jed Martin es algo. No se sabe qué. Vive de ser artista, es un gran artista, y esta novela parece ser la historia de su vida. Aunque de vida no tuvo mucho; sí creó una obra y por ésta se hizo millonario. Empezó sacándole fotos a objetos anodinos, a manufacturas modernas, fascinado por la no vitalidad, por lo repetido y a la vez único de estos productos de la cadena de producción. Después paró y se fascinó con los mapas de las guías Michelin y también los comenzó a fotografiar. Por esto se hizo famoso, firmó un contrato con la empresa francesa y tuvo su primer momento de gloria. Se cansó. Dejó el arte por un tiempo y luego pasó a la pintura, porque para retratar personas tuvo que pasar al lienzo, a las texturas que da el pincel. Retrató a personas con oficios y profesiones que van desde una escort girl hasta una pintura donde Bill Gates y Steve Jobs conversan en Palo Alto sobre el futuro de la informática. Su último retrato (la última obra de este período de Martin), es del escritor Michel Houellebecq.
Y éste, además de ser un cuadro, es un personaje más. Porque esta novela es, entre otras cosas, una historia que se vuelve a especular, que se funde en un juego de espejos y de dobles, donde las reflexiones sobre el arte moderno (muchas veces socarronas) sirven también para hablar de literatura. Porque Houellebecq se retrata a sí mismo, se autorrepresenta, en parte para desmitificarse, en parte para jugar, en parte para matarse.
Muerte del autor, muerte de la novela, muerte de la representación. Estas fueron las premisas de toda una corriente literaria que tuvo su auge en los sesenta en Francia y de la que Houellebecq no es un heredero directo pero que sin embargo las recuerda –quizás a modo de parodia, quizás a modo de homenaje- en el Mapa y el territorio. La obra que lo termina matando, ¿será su última novela. ¿Le habrán dado el Goncourt por esto? No, no sólo por esto, porque es una gran novela. Pero da para sospechar.
Retrato de una sociedad en ruinas
Lo que suele decirse de Houellebecq (nacido en la isla de Reunión, en 1956 o 1958) es que es uno de los autores que mejor ha pintado a la sociedad francesa de las últimas décadas. Y esto es verdad. Y lo de la renovación de la literatura en Francia también es verdad. Houellebecq le removió el avispero a una escritura que parecía aletargada, volvió a poner en el mapa -de manera masiva- a las letras francesas, aunque muchas veces su nombre resonó más por lo escandaloso de sus declaraciones que por su obra literaria en sí.
El autor que además de novelista es poeta, ensayista, y ha hecho incursiones en el cine, se hizo mundialmente conocido a partir de sus dos primeras novelas: Ampliación del campo de batalla (1994) y Las partículas elementales (1998), ambas objeto de adaptaciones cinematográficas. La primera novela ya pinta lo que va a ser su tema fetiche: la soledad, patetismo y desarraigo del francés promedio metido en una sociedad que encuadró, que estructuró, que delimitó las vidas en un país envuelto entre las premisas (para el autor falsamente libertarias, falsamente libertinas) de mayo del 68 y la política de consumo del liberalismo. De alguna forma, Houellebecq se aferró a lo que es la gran contradicción francesa y le sacó partido. En Ampliación del campo de batalla cuenta la vida de un informático (el autor antes de ser escritor fue informático) que tiene un salario correcto, un trabajo que podrá conservar el resto de su vida, que es soltero y está deprimido. La pasividad y la alienación aparecen en todos los personajes de Houellebecq, así como la dificultad de relacionamiento con el sexo opuesto, o directamente la imposibilidad de una sexualidad satisfactoria que no involucre prostitutas.
Este primer esbozo aparece más desarrollado -y mejor- en Las partículas elementales, una de las mejores novelas del autor. Si el lector sobrevive a las ganas de suicidarse, es una gran obra. Aquí aparece diseccionada aún en mayor medida la historia de las últimas décadas en Francia a partir de la relación entre dos hermanos y se burla – en general las obras de Houellebcq tienen ese humor rancio, como de olor a cigarro encerrado- de todo un sistema que pudo combinar el socialismo con el fascismo de una forma bastante rebuscada, así, bien a la francesa. En esta segunda novela ya empieza a meterse con la ciencia y con ciertos delirios creacionistas que continuarán en Lanzarote (2000) y más que nada en La posibilidad de una isla (2005), donde aparecen la clonación y la creación artificial de una nueva especie. Houellebecq quiere ser un visionario. Quizás no lo sea del todo, pero se convirtió en un gran espejo del presente y de un presente con una proyección asombrosa, como lo demuestra en su última novela.
La gran carcajada
El mapa y el territorio es una novela sobre un artista contemporáneo. Por lo tanto, es una novela sobre la representación, o sobre la imposibilidad de la representación. Por lo tanto, es una novela sobre literatura. Por lo tanto, podría ser una novela sobre el pastiche y la parodia, y quizás sobre el collage. Pero no. Es un relato sobre un artista contemporáneo que conoce a un escritor y que luego se transformará -en su tercera parte- en una novela policial. Además de ser esto, también es una novela sobre la sociedad actual, sobre la caída del capitalismo, sobre algunas celebridades francesas, sobre la moda pastoril de escapar de la ciudad al campo y la certeza de que eso no resuelve nada.
Houellebecq aprovecha aquí, como si fuera su última obra, para sacarse las ganas y decir un par de cosas. Se pone en personaje y se plagia a sí mismo: “Verá, han sido los periodistas los que me han adjudicado la fama de borracho, lo curioso es que ninguno de ellos se haya dado cuenta de que si yo bebía mucho era para poder aguantarlos”. El autor no sólo escribe palabras de Houllebecq, sino que plagia a muchos de sus conocidos y amigos que mete en la novela. También plagia a Georges Perec, uno de los autores franceses más importantes de la segunda mitad del siglo XX, porque Perec a su vez plagió a Balzac, a Borges y a Flaubert en su gran novela La vida, instrucciones de uso.
Allí, Perec no sólo plagió a estos autores (de hecho mezcla pasajes textuales de sus obras, sin comillas, sin nada, con pasajes de su novela) sino que se dio el lujo de poner al final de su gran obra, que le valió el premio Médicis y el reconocomiento mundial, que había “tomado prestados” algunos pasajes de los autores. Pero eran los 70 y nadie dijo nada. Le celebraron -con razón- su erudición, su espíritu lúdico e intertextual. Eso, en aquella época, era literatura. Cuando Cortázar mezclaba pasajes de su Rayuela con artículos de enciclopedias o periódicos, era literatura. Cuando John dos Passos (mucho antes) ponía carteles o anuncios a modo de collage en sus novelas, era literatura.
En cambio, cuando Houellebecq, en la segunda década del siglo XXI, inserta fragmentos de Wikipedia (para hablar de la fisionomía de una mosca, o detallar el funcionamiento de una máquina de fotos Samsung) es plagio, es ignominia, es traición. Tan así que se le armó un gran lío que casi termina en proceso judicial.
Proceso que, obviamente se desestimó pero hubo venganza. La venganza consistió en que autores anónimos de blogs comenzaron a publicar su novela en línea. La cosa quedó en nada, claro. Puro ruido, el ruido que suele acompañar a Michel Houellebecq. Y un premio, de esos que se ganan los que ríen último, los que ríen mejor.