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Miguel Soler.

Foto: Nicolás Celaya

Miguel Soler Roca recuerda al maestro Julio Castro

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Colega y amigo de Julio Castro, Soler relata sus experiencias junto al maestro proyectando la escuela rural en Uruguay y alfabetizando en distintos países latinoamericanos. Describe al funcionario de UNESCO que la gente adoraba, al hombre lleno de convicciones y comprometido con los más pobres del campo. Reflexiona, con dolor y firmeza, sobre la desaparición, la búsqueda y el reciente hallazgo.

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-¿Cuándo lo conoció?

-Julio es de 1908 y yo de 1922, por consiguiente nos separaban 14 años. Cuando me gradué de maestro, en diciembre de 1939, al mes siguiente ya fui alumno de Julio porque en aquel tiempo había cursos de perfeccionamiento para maestros en el verano. Julio estaba a cargo de unas clases sobre José Pedro Varela y era un expositor muy claro, brillante, documentado, que aparte sabía transmitir y contagiar interés por la materia que estuviera tratando.

-¿Qué aprendió de Varela con él?

-Julio me dejó la noción de Varela como educador del pueblo, un hombre que hacía de la educación no una actividad social conducente a la formación de la elite directriz del país sino todo lo contrario, un Varela inclinado a la lucha por la educación igualitaria de todos los ciudadanos para componer y robustecer la ciudadanía nacional. Ése era el aspecto fundamental que a Julio le preocupaba de Varela.

-¿Cómo continuó en contacto con él?

-Seguimos en los años siguientes en diversas actividades, como debates sobre cómo debía ser la educación en Uruguay y, en particular, qué debíamos hacer en los medios rurales. En 1944 hubo un congreso de maestros rurales y en el 45 otro al que asistí. Yo acababa de ser maestro rural en Tacuarembó, en una zona muy pobre del campo, y tuve trato con Julio en tanto compañeros que estábamos trabajando en los mismos temas con un enfoque parecido. Debatíamos sobre el grado en que la enseñanza en el medio rural tenía que tener en cuenta la ruralidad de la que provenían los alumnos y porque había ciertos sectores de la pedagogía nacional que sostenían que la educación en un país como Uruguay debía ser una sola, con programas uniformes, una finalidad mucho más hacia los elementos comunes de la uruguayidad que hacia los elementos diferenciales de la condición campesina de algunos alumnos. En aquel tiempo los sindicatos trabajaban los problemas técnicos, profesionales, pedagógicos del sistema y se pronunciaban sobre ellos.

La Federación Uruguaya de Magisterio, en cuya fundación participó Julio, se fundó en 1945 y en su primer congreso el tema fundamental fue la reforma agraria. Teníamos una perspectiva que iba más allá de la educación, para abordar los problemas sociales, y en aquel tiempo había una inmensa pobreza rural y algo que sigue habiendo, que es la injusta distribución del recurso tierra. En 1949 todo eso cuajó en el Congreso de Piriápolis, que reunió a 400 maestros convocados por el Consejo de Enseñanza Primaria que presidía el maestro Luis San Pedro. Julio fue un animador fundamental del congreso porque era muy amigo de San Pedro y él lo nombró secretario de la comisión preparatoria. Ese congreso permitió un acuerdo básico, que duró 50 años en este país, alrededor de un concepto de escuela rural que nosotros llamamos activa y productiva. Una educación que hacía de la actividad, de la producción, del trabajo manual de los niños en las condiciones de nuestras diferentes ruralidades un elemento altamente formativo. No porque tuviéramos la oculta intención de explotar la capacidad productiva de los niños y hacerlos trabajar, proletarizándolos, sino para hacer que determinadas actividades conducidas desde la escuela les permitieran al niño una interpretación de la realidad para modificarla y dar herramientas elementales a la altura de la comprensión del niño, para actuar como un agente que no se resigna y que tiene la capacidad y la curiosidad de introducir el cambio. Esto llevaba a que toda escuela tuviera su huerta, algunos animales, que se trabajara con ex alumnos, con las muchachas del medio.

-¿En qué consistían las misiones sociopedagógicas?

-La primera, en 1945, fue orientada por Julio Castro en Caraguatá, departamento de Tacuarembó, y las otras se fueron sucediendo por decenas en todo el país y dieron oportunidades de formación a los futuros maestros y a otros profesionales, entre ellos médicos, dentistas, asistentes sociales, agrónomos, etcétera. Al integrar estas misiones se trasladaban al campo, estaban ahí un par de semanas y ese contacto era enriquecedor para la gente del medio que recibía un mensaje de la ciudad y para los estudiantes que participaban, que conocían el Uruguay que desde Montevideo no podían apreciar. Todos creíamos en lo que estábamos haciendo, había una convicción de que, si bien la educación, y sobre todo la primaria, no podía introducir el cambio en la sociedad rural, podía sí introducir herramientas que contribuyeran a que el habitante rural deseara el cambio y confiara en que era posible. Este movimiento debe llevar la firma de Julio Castro porque fue guía, orientador, inspirador y también un divulgador en la medida en que como periodista podía dar difusión a lo que se venía realizando.

-Las misiones sociopedagógicas toman tal dimensión que el Estado las institucionaliza y hasta las incluye en el presupuesto nacional…

-Nosotros pedimos que las autoridades crearan un departamento que atendiera de manera específica la educación rural y que estuviera todo sistematizado en un organismo público dependiente de Primaria. El 15 de mayo de 1958 se creó, con el nombre Sección Educación Rural, para velar por la marcha del sistema. En esta institucionalidad, gran parte de los recursos eran oficiales y las misiones sociopedagógicas se llevaban a cabo con recursos organizados voluntariamente en los distintos departamentos para dar oportunidad de formación a los distintos educadores. La propuesta fue que una parte de la Sección Educación Rural atendiera las misiones para que el conjunto estuviera más integrado y para darle recursos que le hacían falta, pero la oficialización no fue compulsiva. Hubo departamentos donde hubo misiones que dijeron “no, muchas gracias, preferimos seguir siendo un grupo autónomo, independiente” y se van a conectar con los demás en lo que convenga. Entonces no fue un acto autoritario sino el resultado del propio crecimiento de aquello y de la propia voluntad de dar medios al trabajo que se estaba realizando en el campo. La confluencia de una autoridad con visión, con oficio -porque entre los miembros del Consejo en algunas de las legislaturas había gente muy calificada- y los trabajadores con preocupaciones no solamente centradas en el salario o en las condiciones de trabajo fue enormemente benéfica para el sistema educativo.

-¿Durante ese proceso es que Julio Castro comienza a desarrollar tareas en el exterior?

-Sí, yo escribí un artículo titulado "Julio Castro, educador latinoamericano", en el que señalaba esa vocación de Julio por América Latina, que es política y profesional. Es política porque comenzó recorriendo países y como periodista enviaba crónicas que denunciaban las condiciones de vida de la gente, el tipo de regímenes políticos, y encontraba las injusticias repartidas en el continente. Eso le dio un conocimiento y una convicción política de la necesidad de que hubiera verdaderas transformaciones. El libro que publicó la Asociación de Bancarios del Uruguay, con dos conferencias que dio con el título "Cómo viven los de abajo en América Latina", está prologado por varios de nosotros y describe esa vocación latinoamericanista de Julio, que también es una vocación profundamente antiimperialista, con lo que acompaña a Arturo Ardao y a Carlos Quijano, otros luchadores de la misma causa en esa época.

-El término "los de abajo" lo toma de México, ¿no?

-En la revolución mexicana, Pancho Villa tenía en su tropa un médico, don Mariano Azuela, que escribió una novela que se tituló Los de abajo, la clase humilde. Julio denominó así sus dos charlas que luego fueron publicadas como libro. Todo esto estaba en la órbita del trabajo de Julio en su condición de maestro y periodista, pero luego entró a trabajar como funcionario internacional. La UNESCO lo invitó a desempeñarse como subdirector de un centro que se creó en México, en la ciudad de Patzcuaro, en el estado de Michoacán. Es un centro sostenido conjuntamente por el gobierno mexicano y la UNESCO, que comenzó a funcionar en 1951. Julio fue el subdirector de ese centro cuya finalidad es la formación de profesionales con posgrados vinculados a lo que se fue llamando “desarrollo rural”, “desarrollo de la comunidad”, “educación fundamental”, según las distintas denominaciones cuyas diferencias no importan tanto como el objetivo que era ofrecer un tipo de formación que ayudara a las comunidades pobres latinoamericanas a organizarse y capacitarse. Eso se hizo en Patzcuaro porque el ex presidente Lázaro Cárdenas fue un hombre que expropió el petróleo a las compañías extranjeras y lo nacionalizó, realizó una reforma agraria y ofreció una propiedad que él tenía para asiento de ese centro rodeado de comunidades pobres indígenas. Julio Castro pudo demostrar ahí todo lo que conocía de América Latina, lo que conocía de educación y de un enfoque político de los problemas. Estuvo allí durante tres años y después tuvo otras oportunidades en la UNESCO para la que hizo varios informes. El más importante para mí, en sustancia, fue el que hizo para el gobierno de Perú, que estaba interesado en promover un gran trabajo de alfabetización. Julio visitó una vez más Perú y escribió un informe en el que mostró la relativa influencia que puede tener la alfabetización en la vida de determinadas comunidades cuando todas las otras condiciones -económicas, culturales, sociales, sanitarias- están gravemente afectadas por niveles de pobreza insoportables. La alfabetización puede aparecer como un lujo postizo que se agrega a algo que tiene que ser removido antes para que el poblador tenga la convicción de la necesidad del instrumento de la lectura y la escritura para vivir mejor. Pero eso no se puede ofrecer a un ser que lo ignora si no se le ofrece al mismo tiempo todo lo otro, empezando probablemente por la comida y la salud. De manera que ese enfoque integrado de la educación como parte de una transformación más ambiciosa que el simple crecimiento de la estadística escolar era una preocupación de Julio muy marcada. Años después volvió a trabajar con la UNESCO en Ecuador. Había un programa de alfabetización de adultos, un proyecto piloto llevado adelante por el gobierno con asistencia y colaboración técnica de la UNESCO, y Julio era el responsable y coordinador del equipo internacional. Eso se hizo entre 1966 y 1970 y fue un ensayo piloto a fondo en tres comunidades, en un área de reforma agraria en zona altiplánica fría, otra en un área del sur semitropical productora de cultivos con promesa económica floreciente pero donde había analfabetismo y había que combatirlo, y la otra, una ciudad de la región andina donde la mayor parte de la población estaba compuesta por trabajadores artesanos y hacía falta que la artesanía tuviera avances en su organización.

-No me imagino a Julio Castro como un funcionario de escritorio.

-No lo era, en absoluto. Era un caminador y realmente la actitud militante de su magisterio provenía del contacto con el pueblo; no provenía sólo del estudio de documentos, estadísticas e indicadores, sino de la comprobación de esos elementos informativos sobre el terreno. Era un hombre de camioneta, de jeep y de volante, que salía continuamente a tomar contacto con la realidad en las funciones que le correspondía. Atravesé con él una buena parte del Ecuador visitando trabajos y en todos los lugares él encontraba a la gente con la cual se comunicaba permanentemente. No iba de visitante, ni de técnico, ni mucho menos de diplomático, como se sienten muchos de los trabajadores de los organismos técnicos. Iba como un profesional tan campechano como había sido toda la vida en su trabajo en Uruguay. Por eso lo llamábamos Canario Castro, un hombre de Florida, llano, un hombre con el discurso calzado de alpargatas, es decir, de lo popular, de lo auténtico, y de esa forma era muy querido en esos países. Una cantidad de gente lo adoraba en México porque era un gran conquistador de vínculos directos, amistosos, con mucha rapidez. Era un hombre extraordinariamente pródigo en sentimientos que lo llevaban a una cercanía con la gente más modesta o con las autoridades que le correspondiera. De manera que en el trabajo se apoyaba mucho en la realidad; cuando era maestro, director de escuela, inspector y demás, siempre partía del planteamiento del problema diciendo: en tal lugar las cifras son éstas, en tal otro he visto esto y en tal me han explicado aquello. Por eso las misiones sociopedagógicas eran para darle un poco de capacidad de comprender los fenómenos económicos y sociales a los estudiantes de magisterio, llevándolos a un lugar donde esos hechos ocurrían con una tremenda gravedad.

-¿Y él, siempre manejando?

-Atravesamos la Sierra Madre Occidental de México desde la costa del Pacífico hasta Durango en un viaje que hicimos en un Chevrolet, sin carreteras ni autopistas, en horas y horas de viaje entre las rocas, arenales, bañados, atravesando una geografía absolutamente hostil. Y él siempre estaba al volante, sin cederlo a nadie.

-¿Julio Castro residió en otros países?

-Algunas veces quedaba la familia en Uruguay. Pero, por ejemplo, en Ecuador vivió con Zaira, su segunda esposa, y luego retornó.

-Cuénteme sobre Zaira.

-No se puede hablar de Julio sin hacer referencia a su familia. Él tuvo dos matrimonios y tuvo hijos en el primero y en el segundo no. Éste fue con Zaira Gamundi, que era una prestigiosa maestra uruguaya que había trabajado mucho en los aspectos de la psicología educativa. Este país tuvo durante años el Laboratorio de Psicopedagogía Sebastián Morey Otero, en el que trabajaron prestigiosas maestras de las cuales queda viva una, Élida Tuana, y también actuaban María Carbonell de Grompone y Zaira, que contribuyeron a hacer de la educación uruguaya una actividad apoyada en la ciencias de la educación, entre ellas la psicología. Zaira se casó con Julio, se jubiló y lo acompañó en su actividad aquí, en su período ecuatoriano, en toda la actividad política previa a la creación del Frente Amplio, en la etapa dictatorial, y padeció de una manera muy sentida y dolida su desaparición. Mi esposa y yo teníamos una relación directa con ellos; Zaira en la etapa inmediata posterior a la desaparición de Julio mantuvo comunicación conmigo. Guardo como un testimonio importante las cartas que ella nos escribía sobre su desesperación de mujer que había quedado con un compañero desaparecido. Creo que hay que subrayar el inmenso esfuerzo que ella hizo por tratar de localizarlo mientras estuvo en vida.

-¿Cómo fue el proceso en que Castro se fue comprometiendo con la fundación del Frente Amplio (FA)?

-Fue percibiendo en el país una atmósfera que progresivamente iba decantando las aguas entre unos y otros y haciendo que la izquierda tomara forma con sus planteamiento y reivindicaciones, con objetivos muy claros. En un hombre que recorre Latinoamérica, que contacta con los de abajo, eso evidentemente tenía que llevarlo a una posición de izquierda e integrándose a una organización, lo cual lo llevó a trabajar para la formación del FA y a suscribir el acta fundacional dentro del sector proveniente de Marcha, con Carlos Quijano al frente. La politización concretada en una manifestación partidaria se hizo con toda naturalidad. No podía haber surgido el FA con Julio Castro prescindente de adherirse. No era adherente a los distintos partidos que integran la coalición, sino un independiente tan frenteamplista como los demás y desde esa posición trabajó contra la dictadura en una de las vías que estaban a su alcance: escribir mientras lo dejaron, hasta que se clausuró Marcha y quedó incomunicado, y el trabajo con la gente que necesitaba salir del país para poder salvar su vida, para lo cual él se valió de los contactos que tenía en todo el mundo.

-¿Cómo se enteró de su desaparición?

-Me avisó Carlos Quijano. En agosto del 77 yo llevaba tres años en París, había hecho misiones en mi trabajo en México y había visto a Quijano un par de veces; él tenía mi teléfono. Me llamó y me explicó que Julio había desaparecido y me dijo: “Haga lo que pueda”. Yo hice lo que pude. Tenía algunos medios a mi alcance para que la noticia saliera en la prensa al día siguiente, y el diario Le monde publicó una brevísima nota que yo conseguí. Luego di cuenta a la UNESCO por tratarse de un educador y de un ex funcionario, y el director general hizo lo que estimó conveniente desde su investidura en el mundo político diplomático. La gran pregunta que surgió en Europa enseguida, entre los medios informados y atentos, fue: “¿Dónde está Julio Castro?”. Esta pregunta se repetiría en México, en Venezuela, en la prensa, como leitmotiv, como visualización de la inquietud que provocó su desaparición.

-¿Por qué no se planteó salir del país si tenía tantos contactos en el exterior?

-No lo puedo explicar porque lo desconozco. Sin duda era una convicción profunda de él y de Zaira de que debían estar en el país. En algunas cartas él decía: nosotros estamos aquí atendiendo esta tarea de ayudar a todos los que podamos en lo que sea.

-En un discurso de 1986 en homenaje a Julio Castro usted decía que él era insistente en advertir sobre lo rápido que se puede caer lo que lleva tantos años construir...

-Era una convicción muy arraigada en él. Es la idea de que el cambio social da mucho trabajo y en un país pacífico como Uruguay la progresión hacia una sociedad de justicia es un lento y penoso trabajo cotidiano que tenemos que hacer entre todos. Una prueba de eso es que en el programa de escuelas rurales de 1949, en cuya comisión redactora estaba Julio, se insistía mucho en que el niño tuviera una idea actualizada de los progresos que se daban en el país, se iba señalando las leyes que contribuyen al bienestar de la familia campesina y se hablaba del estatuto del trabajador rural, la creación del Instituto Nacional de Colonización y otras medidas. A Julio le preocupaba que eso estuviera en el programa de escuela primaria para que el niño fuera adquiriendo la idea de que no era un ser desamparado, a pesar de su pobreza, sino que había un empeño del conjunto social en irle dando medios para una existencia de bienestar. Esa preocupación explica esa noción de que el progreso, el bienestar, la justicia son construcciones lentas, difíciles, progresivas y que hay que elaborarlas día a día, tenazmente, porque la marcha atrás de la humanidad es muy poderosa y en cualquier momento se presenta, y en muy poco tiempo destruye lo que costó tanto construir. Esta preocupación venía de lo que había pasado en toda América Latina, lo que había pasado con la Revolución en México, que de alguna manera fue dejando de lado algunas de las reivindicaciones fundamentales de las primeras horas, lo que había pasado en Guatemala, en Chile con Allende. Todas estas vivencias multiplicadas en todos los países con avances penosamente logrados y en muchos casos frustrados en 24 horas a bombazos. Esto lo llevaba a una especie de llamado a las conciencias para que no hubiera distracciones. Yo quiero retomar ese mensaje y situarlo hoy, porque también tenemos que tener conciencia de que estamos dando pasos hacia el cambio, hacia una sociedad más justa, y no podemos cometer ciertas distracciones que aparecen todos los días como señas de un escaso nivel de responsabilidad y de comprensión del momento histórico que vivimos.

-En octubre de este año, cuando apareció el cuerpo en el Batallón 14, ¿se imaginaba que podía ser el de Julio Castro?

-Pensé siempre en la necesidad personal de poder tener una respuesta a aquella pregunta inicial: “¿Dónde está Julio Castro?”. Y siempre dije que reivindico mi derecho a llevar una flor a su tumba y ahora lo voy a hacer. Toda novedad que hubiera en ese sentido era potencialmente, aunque fuera en un grado ínfimo, reveladora de la posibilidad de que un día apareciera Julio.

-¿Le sorprendió la forma en que fue asesinado?

-A todos nos sorprendió. La verdad que todas las veces en que me he referido a esto me referí a un hombre secuestrado y torturado, creíamos todos que había sido asesinado pero como consecuencia de la tortura. Es probable que para muchos casos que todavía son desconocidos sea la verdad, lo cual no disminuye en lo más mínimo la crueldad, la responsabilidad y la culpabilidad de quienes estaban en esas operaciones. Yo diría que me causa mucha más repugnancia un ser que impunemente tortura a un ser humano o viola a una mujer que un ser que aprieta un gatillo y termina con la vida de otro ser humano. Pero me sorprendió porque no esperábamos que teniendo un hombre enfermo, un hombre mayor y castigándolo mediante la tortura, hubiera necesidad de terminar con él pegándole un tiro. Excede mi capacidad de comprensión. En el país se usa una palabra con cierta frecuencia que yo condiciono mucho. Se habla de “reconciliación”. No cuenten conmigo mientras no ocurra un cambio que yo no veo que aparezca por ningún lado. No es una posición pesimista, estoy dispuesto a cambiarla si surgen evidencias claras de que los que han cambiado sinceramente son los enemigos del pueblo. Pero no los veo cambiar y la prueba está en la declaración de la autoridad máxima del Ejército, que no me parece una reacción positiva, salvo que se esté preparando una manifestación completamente contraria a una tradición de silencio y ocultamiento.

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