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Mi vecina María Esther

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Tenía dos años cuando mi familia se mudó a Cavia y Berro. Corría el año 86 y Pocitos aún conservaba muchas de las características de barrio que ya perdió. Los fines de semana, a la hora de la siesta, los gurises tomábamos la calle y jugábamos al fútbol, al “cordoncito” y al ring raje; juegos que eran sólo interrumpidos por el esporádico pasaje de un auto.

Alrededor del 90 habré conocido a Nacho, un pibe un año menor que yo que cumplía todas las condiciones para convertirse en mi mejor amigo. Vivía casa por medio con la mía, en un pequeño edificio de tres plantas. En la planta baja vivía un viejo loco que siempre nos amenazaba con pincharnos la pelota; en el segundo mi amigo, su hermano, su madre y la pareja de ella; y en el tercero una periodista veterana, que en realidad se había recibido de abogada, y que era muy amiga de mi mamá (Alba, psicoanalista) y de mis tíos de Buenos Aires (Juan Pablo y Ana, también periodistas).

Mucho antes de que Leonardo Haberkorn nos mandara leer en la facultad varias entrevistas de María Esther Gilio y nos repitiera el incalculable valor de aquellos textos, antes de que mis viejos -que vieron que yo iba a enfilar para el periodismo- me contaran anécdotas de notas como las que les hiciera a Onetti o a Troilo, tuve junto a ella una relación que pesar de ser intermitente se parecía a la de una abuela con su nieto.

Ayer llamé a mi hermano Joaquín para que me refrescara algunas de estas vivencias. Él me dijo que su primer trabajo se lo dio María Esther. A ella se le ocurrió que le vendrían bien unos pesitos para financiar sus salidas de adolescente, entonces le encomendaba transcripciones de algunas entrevistas. “María Esther no era muy amiga de la tecnología. Tenía una transcriptora, pero a veces me pasaba algunos escritos hechos a mano o algunas grabaciones para que pasara a computadora. Fue mi primer laburo, ella me decía que iba a ser periodista”. Finalmente él estudió economía y cada vez que le digo que el periodismo es el cuarto poder retruca que la economía es el motor de la historia.

Viví en el barrio hasta principios de 2000. En esos años María Esther publicó entrevistas a Alfredo Zitarrosa, Augusto Roa Bastos, Vittorio Gassman, Liber Seregni y Daniel Viglietti, por mencionar algunas. Lo que pocos saben es que escribió gran parte de su mejor producción con una ensordecedora música noventera de bandas como Ace of Base, Roxette o Machito Ponce. Cris, la madre de Nacho, tenía en el piso de abajo de lo de María Esther un gimnasio aeróbico. Por la escalerita del edificio desfilaban infartantes adolescentes dispuestas a “perder quilitos” y estaban meta bailar al ritmo de esa… música. Esto, creo, hace acaso más meritorio el meticuloso trabajo de María Esther.

Vivía sola, pero en su casa siempre había gente. Mi madre me recordó algunos detalles: casi no se veían las paredes por la cantidad de bibliotecas repletas de revistas y libros prolijamente clasificados; en su mesa de trabajo tenía biromes, papelitos blancos en los que anotaba las frases y conceptos más significativos de las respuestas que les robaba a sus entrevistados; tenía un fondo techado con cañas de bambú para hacer sombra y un montón de plantas y flores multicolores que plantaba o, algunas de ellas, robaba de la calle.

Era “chúcara”, a veces tímida, a veces distante. Era coqueta, le gustaba pintarse los labios y estar arregladita.

Quería mucho a los jóvenes. A mi hermano, dice mi madre, lo ayudó a crear el hábito del estudio; a mí y a Nacho nos regalaba figuritas, y dentro de su menú infantil siempre había un tecito para combatir el frío. Le gustaba reír y hacer reír, y acomodaba su relato a las capacidades de su interlocutor.

Mi madre iba con ella al cine, a cenar afuera, o a su casa, donde hacía “casi siempre pasta, acompañada de un pesto exquisito”. Su menú también incluía -aunque más esporádicamente- pescado a la naranja, y siempre un buen vinito. En ocasiones, mi madre recibía llamadas de María Esther, cuando no encontraba la palabra que estaba buscando.

Vivía sola, pero no le gustaba la soledad. Siempre estaba buscando un motivo para reunirse. Cuando en el número especial con las entrevistas de María Esther que sacó Brecha le preguntaron qué podía llegar a enamorarle de un entrevistado, puso el ejemplo de Maria, la nordestina del libro Terra de felicidade: “Yo siempre digo que el día que me muera, en mi memoria o algo estaré con mis nietos, con mis hijas, mis amigos, pero también con alguien que no tiene nada que ver con mi mundo y que es ella. Maria, la campesina nacida en el nordeste de Brasil y con la que siempre entablamos una relación tan natural, tan íntima de reírnos tanto”.

Hasta aquí este difuso homenaje de un chiquilín afortunado. La recuerdo de esa manera: natural, y con una sonrisa.

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