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Escribir es un boleto

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Sergio Carrasco, vendedor ambulante de sus propios textos.

Desde hace diez años, Sergio Carrasco vende sus cuentos en los ómnibus. Su serie Historias de amor y aventura va por el número 86. Conversamos sobre las historias, opiniones y concepciones literarias de un creador que comenzó a escribir para ganarse el pan y resolvió una de las grandes interrogantes del quehacer literario: cómo hacerse de un público lector.

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-¿Cómo empezaste? ¿Cómo fue que decidiste vender cuentos en los ómnibus?

-En 2002 volví de Brasil. En 1974 me casé acá con la hija del político brasileño Leonel Brizola, que estaba exiliado en Uruguay. Después, cuando ellos se fueron para allá, no me dejaron ir por la dictadura. Con la apertura democrática empecé a ir a Brasil. En 2002 ya estaba soltero en Bahía y con problemas de separación amorosa. No tenía compromisos y mi madre estaba por fallecer, me enteré y vine. Justo en 2002: fue difícil, pero igual me vine. Lo primero que solucioné fue el techo. Finalmente encontré a un amigo dentro de los Hare Krishna y allí me dijeron que podía vender inciensos en los ómnibus. Cuando uno viaja se te olvidan mucho prejuicios y muchos complejos. El ómnibus, al revés: ningún problema, porque yo venía de una situación de años de peligro y precisaba la adrenalina y la preciso todavía. El toque de adrenalina que da el ómnibus es algo fundamental. A su vez, otro amigo me dice que tiene una PC, fotocopiadora, impresora, papel, si quiero hacer algo y se me ocurre lo del cuentito. Cómo se me ocurrió... no sé. Siempre me gustó escribir. En Brasil hay una cosa parecida, se llama literatura de cordel, es del nordeste. Se llama “de cordel” porque para venderla se cuelga de una cuerda. Son siempre literatura y cuentos brasileños; de la mujer con dos cabezas, el diablo, cosas rarísimas. A mis cuentos los doblo, para que no le vean el final. Cuando empecé, lo presentaba así nomás. ¿Y qué hacía la gente? El primer día me di cuenta: los agarraban y miraban el final. Desde esa vez les doblo el final. ¿Cómo me fue? Yo vivía en Mercedes y Convención, tomaba el 121, hacía San José, 18 de Julio, Bulevar, Rivera hasta el Zoológico. Mataba al león en el zoológico y me venía. Eso con los inciensos. Con los cuentitos, el primer día que salí llegué al Obelisco y tenía la misma plata.

-¿Has hecho talleres literarios?

-He participado en algún taller literario. Por ejemplo, en el Cabildo había un francés que se murió, muy estimado. Era más bien vinculado a lo que se llama “la segunda intención”, es decir, el sentido escondido. Es una manera hermética de escribir. En realidad, todo lo que escribimos tiene varias lecturas. Pero de los talleres literarios he entrado y salido, nunca los dirigí. Yo he tenido situaciones difíciles, he vivido en refugios. Recién ahora estoy en una situación mejor, porque recibo una pensión con la que pago mi alojamiento [en una pensión]. Y con los cuentitos me banco las otras cuestiones.

-¿Tenés alguna clase de contacto con el ámbito literario?

-No, yo estoy fuera de la academia. No sigo patrón ninguno. Tengo amigos, tengo una historia, tengo amigos que todavía veo de mis tiempos, pero no tengo ninguna persona que pueda decir allegado desde el punto de vista literario. Me gusta Felisberto Hernández, Onetti me parece medio pesado, no me gusta mucho. Escribe bien pero es igual que Borges, los temas no son de mi agrado. Hay gente a la que le encanta Borges, a mí, la verdad...

-¿No vas mucho a tertulias?

-No me interesa, son colegas. Esto [el ómnibus] es más interesante. A veces los lectores me preguntan por qué no edito un libro y les respondo que lo estoy editando, capítulo por capítulo. Yo edito un libro y no se vende, porque es difícil. Conozco gente que ha hecho los libros y los tiene en la casa: se los devolvió la librería. La gente compra otras cosas.

-¿Cómo es el tema de la gente que te lee? ¿Qué tipo de devolución has tenido?

-Tuve un tiempo en el que no tenía contacto con mis lectores. Hasta que me di cuenta de que yo subía al ómnibus, veía a la gente y ya estaban buscando el dinero. Estos días, un muchacho me compró y me dijo: “Porque los lee mi vieja”. Hay gente que me pregunta cuántos tengo y si tengo cuatro o cinco distintos me los compran todos. No es todo el mundo. Tengo diferentes clases de clientes, incluso hasta guardas. Me gusta porque después los veo y les pregunto, porque ellos me dan una idea del sentido común, yo no quiero perder eso. Tengo gente que me escribe y yo les digo que les llevo toda la colección adonde quieran a tal precio. Ahora creo que tendría que hacer un descuento, sino serían 860 pesos.

-Todo un libro.

-Sí. He tenido como una siembra, he sembrado en ciertos lugares. En este momento estoy trabajando por cierta área, 18 de Julio. ¿Qué es lo que busco? Yo me caí una vez vendiendo dentro del ómnibus, me quebré dos costillas y estuve 15 días sin salir. Entonces me di cuenta de que tenía que buscar lugares por donde fueran los ómnibus más tranquilos.

-¿Y con los otros vendedores de los ómnibus?

-Es una historia medio larga. En realidad, a los ómnibus se sube a vender y a manguear dependiendo del guarda y el conductor. Cualquiera que ande en ómnibus sabe que sube tanto el que pide cualquier moneda como el que vende. Yo lo que trato es de sacar de la línea a los mangueros. Si llego y hay un manguero lo dejo primero, porque nosotros tenemos ese código y lo respeto. Pero le hago el bocho de que dejen la manga, de que es mucho más digno trabajar. Hay algunos que no, que la tienen como profesión.

-¿Por qué crees que sos el único escritor que sale a vender cuentos en un país donde abundan los escritores?

-Me contaron de alguien que vendía versos, pero fue hace tiempo, en los Copsa. Hay una cantidad de escritores, que se reúnen, hacen un taller, editan un libro, se quedan con ejemplares en la casa y se los dan a los parientes. Si los llevan a las librerías es difícil venderlos. De esos escritores, no sé si serían capaces de lo más difícil, que es tener una idea diferente durante diez años y llegar a hacer 86 cuentos.

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