Son tiempos apocalípticos en el barrio de Flores: una neblina se cierne cada noche sobre las calles y nadie puede estar seguro de quién se le para adelante; hay perros en llamas que corren sin rumbo, grupos que practican artes oscuras y predicen sacrificios; muertos que regresan sin más tribulaciones que los vivos y hombres cuya vida se transmuta -por medio de la alquimia, la magia o la fantasía- a través de los siglos. Como si esto fuera poco, existe un ladrón enmascarado que hace desnudar a sus víctimas, enamorados obsesivos capaces de actos criminales, un grupo de vándalos que golpea a gente de baja extracción social al grito de “¡Destrucción! ¡Destrucción!” y otra banda tan religiosamente fanática que aún ante la evidencia de que su Dios es una ficción entona cánticos como “Dios, Dios, Dios / Dios hay uno solo / Dios el de nosotros / que les rompe el culo a todos” y “Lo viste / Creíste / no importa si no existe”.
El canto de cisne de los personajes emblemáticos de la literatura de Dolina (Manuel Mandeb, el ruso Salzman, Jorge Allen, Ives Castagnino) es, según ha dicho el propio autor en reiteradas entrevistas mientras se gestaba el libro, una forma de escribir contra aquel iniciático Crónicas del ángel gris (1988), que según el autor, no lo representa y además debió ser una novela y no un conjunto de viñetas y cuentos que mostraban a un autor melancólico y demasiado atado a un pasado poético. Cartas marcadas, desde ciertos usos canallescos del lenguaje hasta la insistencia en ideas que acentúan la vitalidad del presente como único elemento de interés y pintan el pasado como una huella intercambiable, poco fiable y, sobre todo, de nulo atractivo, hace todo lo posible por desmarcarse de aquel primer encuentro con los “Hombres sensibles del barrio de Flores”.
Como podrá adivinarse, escribir contra algo es admitir la relevancia y la sustancialidad de ese algo, por lo que tal vez, al fin y al cabo, a Dolina no le haya salido tanto la novela que pretendía y sí una suerte de cierre a toda orquesta poblado por las mejores virtudes de su literatura pero también por ciertos vicios que empiezan a repetirse en forma un tanto alarmante. A modo de ejemplo, juicios sobre la percepción que acaso ya estaban presentes en toda su obra y su discurso público: “No se engañe, Mandeb: los hechos no existen antes de ser subrayados para salvarlos del merengue continuo de procesos y cosas que hierven en el caldero del universo. Son la realidad, pero una realidad que sólo puede describirse y fijarse nombrándola, recortándola, enmarcándola”.
Decir que con más de 500 páginas la novela es un poco larga es casi una apreciación generosa, teniendo en cuenta que Dolina suele utilizar un lenguaje sintético, así como construcciones elípticas en las cuales las descripciones son mínimas. Es probable que al menos un tercio del libro esté sobrando -ése en el que machaca ideas ya expuestas antes- y la extensión parece más hija de la autoindulgencia que otra cosa. Pero hay una explicación para este desborde. Mientras se cuenta en qué anda cada uno de los hombres principales de Flores (a los que se suman un misterioso alquimista, un mozo perturbado, la diosa encarnada y hasta un diablo un poco hastiado de su numerito), la rama principal del argumento pasa por una serie de tragedias que comienzan con la fuga de una monja junto con un mafioso a Europa para que luego aparezcan amantes, hijos ilegítimos, vendettas familiares, falsificadores, magos y clubes del asesinato, todo lo cual, como no podía ser de otra manera, desembarca en el barrio de Flores justo en tiempos en los que se anticipa la llegada del fin del mundo.
Lo que hace Dolina es partir la novela en cuatro: los palos de la baraja francesa. Dos mazos reunidos (las 52 cartas figurativas con su correspondiente par de comodines forman los 108 capítulos) equivalen, en este diseño, a los cuatro evangelios que componen el Nuevo Testamento. Y esta vinculación se explica desde el momento en que, como con los evangelios bíblicos, la novela también es un libro mutilado, contradictorio, anotado, que avisa de capítulos faltantes o algunos sospechados como falsificaciones, y que según qué palo de la baraja se elija creer/seguir (y dado que cada carta está duplicada, habrá que ver con cuál versión vamos hilando la historia), la novela adopta diferentes formas. Leída como se nos presenta, las cartas están mezcladas.
El orden no es azaroso, pero se presenta, hasta el final, como si pudiera serlo. Lo que se vuelve claro durante la lectura es que, si se releyera trazando un mapa según corazones, diamantes, tréboles o picas, probablemente asistiéramos a una experiencia diferente. El mismo hecho de avisar de entrada que hay figuras celestiales y redentoras (en carne y hueso o como simple experiencia efímera) y otras oscuras que presagian un apocalipsis inminente, ayuda al emparejamiento bíblico, pero es sobre todo el modo en que los elementos más místicos e inusuales se mezclan con lo común y ordinario, lo que lleva a este hipervínculo sideral. Incluso en un pasaje de la página 515 un personaje reflexiona crípticamente: “Bajo la insípida sucesión de hechos de un relato hay una conexión de almas: el que cuenta y el que oye, el que escribe y el que lee pueden encontrarse allí donde hay un juicio sobre la condición humana […] Ni siquiera estoy seguro, como ya le debo haber dicho, de que existan los hechos como tales. Tal vez sólo existe el subrayado del narrador”.
SubBorges
La novela está poblada de juegos con la forma. El más importante, en cuanto a lo estructural, es lo anteriormente mencionado respecto a los capítulos-baraja. Las tachaduras de ciertas palabras hubieran sido un segundo juego formal si no fuera porque los que cranearon el maquetado del libro decidieron decodificar el mensaje escondido citándolo directamente en la contratapa. También hay anotaciones al margen, capítulos versionados de forma diferente, un personaje llamado Boceto que habla como apuntes de diálogo a desarrollar y otro, director de teatro, que al aparecer muta la narrativa en marcación dramática.
Hay además una constante referencia al antiquísimo y poderoso Libro de Raziel, una serie de folios que también fue saqueada y adulterada con el paso del tiempo (y que guarda una estrecha relación con lo que ocurre con la novela, por supuesto). En cierto modo Cartas marcadas se plantea a sí mismo como la versión aquí y ahora de la adulteración literaria que ya sufrió previamente el libro del arcángel Raziel (y que según el misticismo hebreo, es en un capítulo secreto de aquel libro que están anotadas las 1.500 claves que no fueron reveladas ni siquiera a los ángeles, además de contener toda la sabiduría terrestre y celestial).
Finalmente, los trucos estructurales y los juegos de espejos infinitos no pueden dejar de disimular que, aunque maneja momentos de excelente factura Cartas marcadas finalmente es una novela encallada. Dolina sigue siendo Dolina, y nada se aleja demasiado en lo que se cuenta o en las temáticas referidas a lo que ya habíamos conocido en el puente imaginario que cruza Crónicas del ángel gris y Bar del Infierno (2006), aun si es por oposición al primero y reafirmación del segundo. El final, poético y ameno, deja el gusto agridulce de aquellos buenos libros que tal vez llegaron demasiado tarde a su propia escritura.