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El último dictador y la primera dama.

Foto: Gonzalo Linares, difusión

La habitación de Leo

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“El último dictador y la primera dama”. Dirección y texto de Leo Maslíah. Con Hugo Piccinini y Marita Escobar. En el Teatro Circular, sala 1, viernes y sábado a las 23.45.

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El jurado de los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura, por la categoría “teatro”, declaró desierto el rubro “comedia” en 2008, pero aseguró para El último dictador y la primera dama (2006), de Leo Maslíah, una mención honorífica, ennobleciendo y abatiendo a un tiempo el texto de nuestro músico ilustre.

Tras haber sido estrenada en 2006, en Vaca Profana (Buenos Aires), bajo su dirección, recién el viernes pasado, pasó a la escena para el público montevideano en el Teatro Circular. Maslíah vuelve, anuncia el comunicado, después de 12 años, al teatro en Uruguay (su última puesta había sido Bulimia con, entre otros, Daniel Hendler, Leonor Svarcas y Andrés Gallo).

Pero la ausencia, durante esa docena, no fue absoluta. Se lo vio en Leo Maslíah para niños, en la sala Zitarrosa, en julio de 2011, y estuvo presente en los escenarios teatrales con puestas más o menos atractivas de sus piezas: en 2008 se vio una disonante Democracia en el bar, dirigida por Marcela Aravena y Jimena Márquez, y en 2009 una armónica (y divertidísima) versión de Tres idiotas en busca de una imbécil, a cargo de Elena Zuasti, interpretada por Laura Moratorio, Carlos Scuro, Álvaro Lamas y Javier França.

Tornó el director de actores y eligió, con tino, para el papel del dictador a Hugo Piccinini (participó en el mediometraje Nunchaku, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro) y para la primera dama a Marita Escobar, dos intérpretes que siguen divertidos, pero serios, las conclusiones (i)lógicas que les imponen los parlamentos maslíahnos y los desatinos lingüísticos. Sobre ellos dijo, en un jugoso autorreportaje, llamando la atención sobre las variaciones de la retórica: “Todo el mundo juega con las palabras: los escritores, los abogados, los filósofos, los gobernantes, las telefonistas, los relatores de fútbol... Lo único que cambia de una persona a otra son las reglas, o el nombre del juego... Hay algunos juegos que son tan viejos y están tan difundidos que muchos se olvidan de que es un juego, o creen de buena fe que ese juego se llama hablar en serio, sin jugar” (http://www.leomasliah.com/autorreportaje.htm) .

Fiel a las tramas tímidas que encubren, indefectiblemente, gatos y perros encerrados, aquí el punto de partida es la cotidianidad de un déspota y de su esposa. Alejado de narrativas que señalan con un dedo cómico la materialización de la maldad fuera de fronteras (el recorrido podría trazarse desde el inmejorable El gran dictador, de 1940, de Chaplin, al reciente El dictador, de 2012, de Larry Charles), El último dictador y la primera dama regala un tirano autóctono y humilde, hecho a la medida de su pueblo, de ideas “moderadas” (sigue a pies juntillas el mandamiento de no robar; los demás le preocupan menos).

Nada de juegos, entonces, con globos terráqueos u otras metáforas grandilocuentes de conquista; inclusive, los eventuales enganches con la pasada dictadura del país son legibles sólo por reflejo. La conversación entre los cónyuges se vierte sobre la economía doméstica: ella insiste en que utilice su poder para enriquecerse, él delinea su férrea ética bizarra. En el estudio de la casa de gobierno, que el escenario del Teatro Circular emula, conversan desaliñados entre objetos sin brillo: un escritorio con papeles, un teléfono interno, una reproducción triste de la Venus de Milo con sombrero, dos cuadros. En una rara economía escénica, cada objeto es indispensable para el gag rápido, el comentario delirante o las recurrencias jocosas: el teléfono celular con sonidos infantiles del dictador, los cambios de pelucas de la primera dama, la ruptura de platos, los cuadros “visibles” como programas de televisión La trama reclama al objeto y le da sus 15 minutos de “fama”. Cada cosa obtiene, en síntesis, su estatus puro de signo.

Manteniendo lo que podríamos llamar el Maslíah touch, Hugo Piccinini y Marita Escobar apuestan en sus actuaciones al movimiento blandamente torpe (los bailes y el canto recuerdan, por momentos, versiones desajustadas de los tiempos dorados de la comedia musical), al exabrupto moderado (son templados y amables sus desafíos al público, las rabietas de ella no se pasan de la raya), a la parca ruptura de la ilusión (él pide la música, antes de empezar sus números, a la cabina de sonido). A pesar de las buenas interpretaciones y ciertas salidas antológicas, no hubo en la función del sábado 4, la risa alocada que suele generar la imaginación de Maslíah y su plasmación en escena. Quién sabe este fin de semana.

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