Michelle Suárez Bertora nació para romper moldes, o para hacerte notar que el molde es un recurso de espíritus perezosos. Abogada, trans, integrante del colectivo LGBT Ovejas Negras, aún vive en su Salinas natal con su padre, jubilado de la intendencia canaria. Se traslada a diario a Montevideo, donde atiende parte de sus tareas profesionales y militantes desde el Bar Sportman, frente a la Universidad.
Esta mujer eligió el camino difícil para desanudar las redes de prejuicios: asumiéndolos en primera persona, sin posar de víctima. Narra su vida desde la resistencia, no desde el sufrimiento. “Todos tenemos prejuicios y los reproducimos”, aclara. “¿Y qué vas a hacer con ellos? O los justificás o los enfrentás.”
Michelle Suárez paladeó muy temprano la artificialidad de la discriminación. “Jugaba con las nenas a las muñecas, y con los varones, a las escondidas, al manchado. Mis amigos no me cuestionaban, pero a los cuatro años supe, por comentarios dichos muy ‘sin querer’ que para sus padres era demasiado delicada, que no tenía ‘comportamiento de varoncito’”.
-¿Siempre fuiste grande?
-De beba, no. Después, sí, fui muy alta y gordita. A los 12 medía 1,73. Siempre fui muy femenina. En el liceo me fascinaba que vieran en mí a una mujer, incluso sin maquillaje, de pelo corto y uniforme de varón. Con la ropa, negociábamos. Si yo quería un equipo deportivo rosadito, con encajes y un bordadito, mi madre decía de comprarlo con el bordadito, con el encaje, sí, pero verde agua. Me evitaba problemas con los varones y yo tenía lo que quería.
-¿Tus padres tuvieron choques con tus amigos?
-Difícil que alguien se enfrentara con mi madre. Era una dulzura, pero si te metías conmigo te iba a ir muy mal.
Hija’e tigra
“No firmo con el segundo apellido para darme importancia, como muchos abogados. Es para que no se pierda el apellido de mi madre, que falleció días antes de que me recibiera”, se enorgullece.
Michelle Suárez Bertora asistió a consultas con una psicóloga infantil a raíz de un hecho fortuito: se le atoró un zapato de tacón jugando con sus compañeros de jardinera y no se lo pudo sacar en todo el recreo. “La maestra lo señaló con tanta alarma que mi madre creyó que pude haber sufrido una situación de abuso. Al final, la psicóloga le dijo que mi construcción era absolutamente femenina. Más o menos: ‘Señora, hágase a la idea. Preséntele juegos de varón. Si no los quiere, deje’”.
-Mi madre nunca me sancionó. Hizo mi infancia muy feliz. No era tonta: sabía lo que pasaba. Ella veía las muñecas que compraba con mis ahorritos, y me decía cómo lavarles la ropita. En las jugueterías me mostraban metralletas con luces, con colores… nada me gustaba. Una vez morí con un auto gigante de muñecas, amarillo, con ruedas verdes, el parabrisas fucsia y pegotines de Frutillitas, carísimo. Mi madre preguntó: “¿Te gusta eso? Los varones también juegan con autos”. Y lo compró.
-Descomprimía situaciones.
-Por eso nunca me sentí un monstruo, como muchas mujeres trans. Mi madre siempre estaba controlando, pero yo no lo sabía. No me mentía, no me sometía, no aplastaba mi voluntad.
Infierno absoluto
“Mi primer choque feo fue el liceo”, recuerda. “Esas cinco horas de lunes a viernes eran el Gernika, el infierno absoluto. Me veían como una mujer hipersexuada. Si saludaba a un compañero era porque quería irme al baño con él. Eso bloqueaba cualquier tipo de relación sana. Yo podía soportar los latigazos, pero ellos, no. Y la institución callaba. La peor discriminación es la invisibilidad”.
-¿Cómo aguantabas?
-Elaboraba estrategias, nunca desde el lugar de víctima. Ni suavecita, ni dulce paloma. Di la guerra. Nada me haría abandonar mis objetivos. Si dejaba el liceo sería por decisión mía, no porque me negaran el derecho a aprender. Me sumergí en lo académico: más me discriminaban, más altas eran mis notas. Salvaba todo con 12. Otra estrategia: no salía en los recreos, cuando quedaba más vulnerable. Estaba siempre certificada por enfermedades que fingía para no asistir a gimnasia. Me sentaba bien cerca del escritorio del profesor para que se conectara conmigo y me protegiera. Pero docentes, psicólogos, orientadores pedagógicos, todos fingían que nada pasaba. Es muy difícil sufrir tanto y que nadie te pregunte ni cómo te sentís. La mayoría de las trans abandonan.
Mientras, Michelle Suárez se mantenía bien lejos de la violencia adolescente que suele saltar de la costa canaria a la crónica roja. “Nunca socialicé desde un lugar masculino. Cuando se acercan a una pelea, las mujeres buscan novio, ¿entendés? A mí no me interesaban esos novios”.
En la Facultad de Derecho se mantuvo la desidia institucional. “La mayoría de los administrativos me ponía cara de ‘se equivocó’. Pensarían: ‘¿Qué está haciendo acá?’. Recién pertenecí a ese lugar cuando habían pasado cinco años”.
Montevideo, tu casa
A los 15, Michelle Suárez encontró cierto refugio en Montevideo, la capital que conocía muy bien de visitarla con sus padres para despuntar el vicio por el cine. “Ni siquiera iba a boliches gay. Iba con una amiga a discotecas hetero. Nos gustaba Le Cirque, en Punta Gorda. Era menor, pero medía 1,80, el pelo largo por la espalda, el busto prominente… Pasaba por la puerta como ‘holaaaaa…’”.
-¿Y el flirteo?
-Esa idea de baile es bien masculina. Las mujeres vamos a divertirnos y a que nos persigan [risas]. Siempre tuve quien me persiguiera. Siempre hay paladar para lo exótico. La belleza depende del ojo que la mira. En el espejo encuentro siempre a la mujer que soñé de mí misma.
-Pero muchas trans parecen pasarse pidiendo disculpas o permisos innecesarios.
-Es un mecanismo de supervivencia. Si cada vez que entrás a un lugar te echan o te maltratan, siempre vas a esperar maltrato. En los años 80, el espacio de socialización era la noche, los boliches. Ahí no te iban a golpear, ni a violar, ni a encarcelar. Pero si sólo sos considerada útil como depósito de semen, llegás a resignarte.
-¿Cómo explicar los asesinatos de chicas trans de los últimos meses?
-Ante los cambios vertiginosos, todo sistema reacciona. Estamos dejando de lado una visión fundamentalista, homogeneizadora y unidireccional. Hay fricciones. Los que manejan los medios no bajaron de un platillo volador. Viven en una sociedad según la cual el rosadito es para las damas, la heterosexualidad es obligatoria y los demás imitamos el original masculino o el original femenino. Pero venimos dándonos cuenta de que no hay una utopía única, buena y ordenadora. Que todas las utopías merecen espacio de desarrollo.