El Festival Internacional de Danza Contemporánea de Uruguay (FIDCU) es una congregación de tribus contemporáneas disfrazada de festival de danza. Las tribus no vienen completas, pero hay representantes de varias. Se juntan a escondidas en los túneles de Montevideo y elaboran planes secretos no para conquistar el mundo, sino para darle una sacudida de ésas que lo sacan de eje. En todo festival hay una tensión entre lo que se ofrece al público (y a la prensa) y lo que se da entre los participantes. Algo difícil de explicar e imposible de prever pero que sucede en un “entre”, no cerrado pero íntimo. Las zonas de encuentro siempre tienen el desafío de resistir la cooptación sin volverse herméticas. Quizás de esto se trate al fin y al cabo un festival…
Dirigido por Paula Giuria y Santiago Turenne y con la dirección técnica de Leticia Skrycky, la segunda edición del FIDCU terminó el domingo. En un medio con escasa tradición en festivales de artes escénicas, programó 14 obras de artistas de Alemania, Argentina, Portugal, Brasil, Chile, México, Portugal y Uruguay. ¿Qué proponía el FIDCU en esta segunda vuelta? Salieron a la pista diez obras extranjeras y cuatro nacionales, pero el festival fue mucho más que lo que contó la taquilla: creció con respecto al año pasado y también en relación a su propio objetivo: promover encuentros.
El FIDCU empezó con Piranha, de Wagner Schwartz (Brasil). Palabras eléctricas anteceden la llegada de un cuerpo. Comienza el ritual sísmico de una vibración incesante. Poco a poco, la exhaustiva repetición va surtiendo efecto. Mientras más observo ese cuerpo, menos lo puedo asir. Esa monotonía estridente logra, lentamente, separar al sujeto de la carne. Desaparece de la escena todo rasgo de personalidad, de cultura, de referencia social, para dejar sólo la carne viva, palpitante, agitándose. Agitándonos. El último (o quizá el primer) resquicio de humanidad, el cuerpo como entidad biológica, surge ante nosotros. Es algo poco común, atemorizante por momentos.
Amorfo, de Florencia Martinelli (Uruguay), presentó un mundo de objetos envueltos en diario. Alternando acciones funcionales e inoperantes, dos cuerpos deambulan o corren, producen y registran cuerpos sonoros que en el final regresan como fantasmas. A lo playmobil, la escena se ha armado, rearmado y desarmado ante nosotros, dejando envoltorios y memoria fresca.
Al igual que en Amorfo, un piano participa en Todo junto, de Juan Onofri (Argentina). La obra comienza en la calle y sigue en el Solís. Signos de clase y de hábito son citados para luego desordenarlos. El bailarín juega con las identidades que invoca, pero complica nuestra manía de etiquetarlo todo. Con su estética de plancha (para nada una impostura), el bailarín se agarra al piano como si fuera un mástil y se mueve cada vez más frenéticamente, mientras el público está cada vez más estático. Un experimento tan virtuoso como delicado se presenta ante espectadores semiparalizados por el desentendimiento.
Rebel, del uruguayo Fabián Santarciel, puede leerse como un recorrido por diferentes estereotipos: desde la inocencia a la rebeldía y desde ésta a la demencia. “¡Vamo’ arriba! ¡Vamo’ arriba!”, grita enardecido el personaje que recién veíamos estremecerse, vulnerable, en el suelo. Nos propone asociaciones y metáforas: a la infantilización, a la ensoñación delirante, al rebelde político, a espíritus conturbados, a la rabia, a la impotencia y a la locura. Todo parece ordenado para simbolizar y por ende los objetos y este cuerpo cobran espesor para enseguida ser aplanados por la simbología.
Persona pieza, del mexicano Juan Francisco Maldonado, busca poner en evidencia los mecanismos de construcción de identidad más utilizados; entre otros, la autolegitimación. Producirla en escena con la premisa de que “el diagnóstico es la cura” parece ser la estrategia. Pero pese a su intencionalidad política, la estética triunfa. La campera de flecos se impone sobre el discurso de la pieza. En términos estéticos la propuesta funciona muy bien, y justo por eso, en términos políticos es un fracaso.
Fole es un trabajo en proceso de Michelle Moura, presentado en el marco de la residencia Programa Artistas en Residencia. Después de tantos hombres, su delicadeza y suavidad femeninas son un contrapunto bienvenido. Una chica pequeñita y sin pretensiones, de pronto se para en el escenario y, respiración tras respiración, nos mete en un submundo de ambigüedades sensoriales. La obra despliega en la sala una afectividad que inevitablemente involucra al espectador.
Desde, de Vera Garat, Tamara Gómez y Lucía Valeta, se inserta en la tendencia vibrátil que atraviesa el festival. El movimiento se organiza en una vertical inestable, no permanente. También en esta obra los cuerpos se clavan en la gravedad y empujan un suelo que no cede. La oscilación del movimiento y de la luz crea un juego de ausencia y presencia, visibilidad e invisibilidad. Amarillo y brillante, hacia el final el espacio también comienza a vibrar.
New, de Cía Lupito Pulpo, recorre la memoria de tres creadores en busca de una nueva idea para una obra. El hallazgo de lo nuevo siempre implica revisitar lo que no lo es, y para eso las experiencias como espectadores aparecen en escena mediante acciones y la palabra. Usando el humor como recurso, New propone una reflexión sobre lo novedoso, lo ingenioso, lo original. Lo nuevo es un archivo trabajando, sudando para producir algo que no estaba en su acervo. De esta forma sudan y trabajan los tres performers en New, dando todo con el cuerpo, con el recuerdo y también con el olvido.
Mi última foto desdobla la presencia escénica de la mexicana Esthel Vogrig entre la foto y el cuerpo. La fotografía se vuelve huella evanescente y compone un espacio en el que confluyen la materialidad del cuerpo, su peso, su sonido y su imagen. El tiempo pasado que toda fotografía contiene es subrayado al inicio de la obra y se yuxtapone y confunde con el presente. Entre lo autobiográfico y lo abstracto, su última foto es siempre actualizada por una nueva mediante un dispositivo audiovisual que sorprende pero no atraviesa la superficie.
En Dobles (Chile) aparecen dos mujeres con un vestuario exagerado y coronado por dos enormes gorros inflables y fantásticos. Si hace referencia a algo, ese algo no es tan importante. Poco a poco van desenvolviendo una cadena de acontecimientos que fluye sin pausa entre varios estados, tipos, estilos. Una tras otra, sus acciones rozan peligrosamente una serie de representaciones problemáticas y salen ilesas cada vez. Se trata de una ambigüedad que no es neutral: Dobles es un desafío queer a la construcción de sentido en términos de la producción de identidad y de subjetividad (y por ende de relaciones políticas) llevadas al territorio de la escena.
En Dramaturgia, el portugués Dinis Machado juega con el suicidio en un montaje de complejas representaciones. El personaje finge su muerte, hace de ella su obra, hace de la muerte su vida. Es un suicida que no se tira ni se deja caer. Un suicida que manipula su muerte y a sus testigos. Se nos muestra el gesto, pero ya desprovisto de cualquier tensión o interés. En el collage de suicidios típicos, la que muere realmente es la obra, que se vuelve una secuencia predecible y obsesiva.
In a Lightscape (Alemania) fue presentada en un lugar tan frío que hasta se colocaron unos cuantos calentadores a los lados del escenario. La obra trabaja la idea de un paisaje lumínico y sonoro. Una tela gigante cubre un escenario igualmente gigante. Sus pliegues forman largos cañones, profundos valles, altas montañas. Cuenta una historia maravillosa: La narración fantástica y mitológica del principio, auge y decadencia de esa tierra-tela. Dos únicos habitantes de este relieve toman las riendas y modifican su geografía como titanes preolímpicos. Nunca deja de ser una tela arrugada y, a la vez, nunca es sólo una tela arrugada. Los intérpretes vacilan entre una actitud cotidiana y movimientos más abstractos. Mediante el procedimiento de ocultarse, insinúan su existencia, pero sobre todo visibilizan sus dominios. Todo sucede con control y con la levedad de los sueños. In a Lightscape -que exigió un gran esfuerzo del equipo técnico del FIDCU- se apoya en lo escenográfico y lo lumínico para construir su dramaturgia y coreografía. La obra logra construir una atmósfera de ensueño, colgándose de la moda europea actual, que apuesta a lo sensible más que a lo racional, pero desde un lugar muy naïf o quizá demasiado abstracto.
Llegando al fin del festival, Luciana Achugar presentó una obra en proceso (¿qué mejor, para concluir, que un trabajo que promete continuidad?). Otro teatro comienza en la oscuridad. Una voz grave e intensa corta el espacio: “Un día voy a ser otra distinta”. Escuchamos la voz emitida desde diferentes lugares. La frase se repite incansablemente, como afirmación, augurio, promesa, mantra, rezo, plegaria, súplica. Muta con cada repetición. Uno o dos cuerpos aparecen bajo la luz tenue, dejando ver sólo los pies, percutiendo un ritmo ritualístico. Cantando mientras se mueven, van abduciendo o seduciendo a personas del público que se integran en canto y danza, en una coreografía similar a la de una iglesia pentecostal o a una ceremonia de candomblé. Ritual de posesión y de empatía, Otro teatro desacraliza el escenario y mistifica la danza, jugando entre la empatía y la conexión espiritual.
La última pieza fue la chilena Nosotres: 50 minutos de un dance à trois salvaje y erótico, que resignifica el sexo desde diferentes pieles y desexualiza los cuerpos hacia un morbo extenuante. Tres seres enganchados en una composición visceral y frenética que no discierne entre amor, odio y excitación sexual. La coreografía es detallista y compacta. Al rato, los cuerpos se revelan desnudos, aunque la acción es casi la misma, y es tan impactante que es como un reinicio del rito. La relación va cambiando de modo casi imperceptible. El festival se cerró con esta sacudida de pelvis y de ánimos que nos deja en estados diferentes pero igualmente afectados. Enojados, rabiosos, calientes, asqueados o tímidos.
La edición 2013 del FIDCU fue un encuentro de artistas y amantes de la danza en el que la colaboración fue palabra clave. En efecto, a la oferta de obras se sumó una serie de proyectos asociados que incluyeron, entre otras cosas, convocatorias a fotógrafos, espacios libres para la presentación de trabajos en proceso, cientos de cafés, redes que se mezclaron en el rollo del festival y mucha charla sobre danza. Muchas semillas se plantaron, y pese a que la cantidad de actividades agotaron por momentos nuestras reservas energéticas, podríamos decir que el FIDCU es como un alfajor: primero te empalaga y luego te genera adicción.
- En colaboración con el equipo del fanzine Amor en Uruguay.