Cuando faltaba un mes y medio para las elecciones, muchos pensaban (o querían creer, o nos querían hacer pensar) que la suerte estaba echada. Ahora faltan sólo tres semanas y parece claro que aún existe un margen de incertidumbre. Los resultados dependerán de lo más obvio: no de lo que pronostiquen los encuestadores o prevean los comentaristas, ni de los indicadores económicos, las estadísticas sobre criminalidad o las pruebas PISA, sino de cómo reaccionen, ante el desempeño de los partidos y sus candidatos en la campaña, quienes aún no han decidido su voto.
Además, el caso cercano brasileño muestra otra obviedad: el relativo aumento de la “volatilidad” de las preferencias ciudadanas puede afectar a cualquier candidatura. A comienzos de setiembre los sondeos de opinión pública ubicaban a la opositora Marina Silva en un sostenido curso ascendente que aumentaba su chance de ganar la presidencia, pero luego hubo un cambio de tendencia que proyecta a la actual mandataria, Dilma Rousseff, como probable triunfadora.
Aquí como en Brasil, a los políticos que cometen errores en el último y crucial tramo de la campaña les quedan cada vez menos días para intentar corregirlos. En este sentido, es interesante considerar algunos movimientos recientes.
Ante los indicios de que el Frente Amplio (FA) recuperaba terreno, mientras el discurso “por la positiva” del candidato del Partido Nacional (PN) no alcanzaba para sostener una tendencia creciente en las intenciones de voto, los blancos buscaron golpear sobre flancos del oficialismo que consideran débiles y reflotaron la cuestión de la seguridad ciudadana, apoyándose en que Tabaré Vázquez anunció su intención de mantener a Eduardo Bonomi en el Ministerio del Interior.
Sin embargo, Vázquez logró empatar ese partido de contragolpe cuando demandó que sus adversarios dijeran también a quiénes pensaban encomendar esa secretaría de Estado. Por razones que nadie conoce con certeza, blancos y colorados no quisieron revelar sus planes en la materia, y no hay que ser muy astuto para darse cuenta de que instalar una incertidumbre en ese asunto contribuye poco a ganar la confianza de personas que se sienten inseguras.
La siguiente jugada del PN es difícil de comprender: por más empeño que pongan algunos medios de comunicación, no da la impresión de que la eventual llegada a Uruguay de seis (¡seis!) personas, hoy recluidas de modo ilegal en la cárcel de Guantánamo, pueda ser percibida por mucha gente como un elemento clave para decidir su voto. Sobre todo si se tiene en cuenta que esos cautivos han pasado más de una década en condiciones capaces de ablandar al más fiero.
Quizás algunos votantes se asusten al oír que “si gana el FA vienen los terroristas”, pero bien pueden ser más, incluso entre los indecisos, quienes sientan que se los quiere arrear con un recurso poco serio. El burdo intento de explotar el “caso Feldman” en la elección anterior parece haber sido una oportunidad de aprendizaje desaprovechada.