Es una cárcel, pero si mira un ojo desprevenido, parece una empresa. Está en la ruta 11, en el kilómetro 41,500. Ahí hay un camino de tierra de unos diez metros que une el asfalto con un muro de alambre y hierro con púas en la cima. El tejido rodea un cantero con flores, tres tanques de agua, la bandera uruguaya, la de Artigas y la de los Treinta y Tres Orientales, cabinas telefónicas, y los celdarios. Hay pasto alrededor, y en el fondo, una huerta, un camión y un tractor. Rodeados de esos alambres y entre todas esas cosas, hay hombres haciendo bloques y carpiendo, con delantales blancos y harina en las manos, con lentes de seguridad trabajando con hierro, cortando la madera con una sierra, la carne con una cuchilla. Todos son custodiados por policías, pero el trato es con los operadores penitenciarios. También hay mujeres, funcionarias que visten remeras celestes con el logo del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR).
Son casi las diez de la mañana de un viernes primaveral en la cárcel de Juan Soler y en la sala de entrada se ve esto: un espejo grande, plantas, sillas, puertas y mostradores con ventanillas para la atención al público. Un cartel del INR que defiende los derechos sexuales de los presos. Tres pasillos: a la derecha, la secretaría, una sala que tiene máscaras blancas de yeso hechas por los internos, un baño pequeño y limpio, como el de mamá; a la izquierda, el despacho del director, Diego Grau; al centro, un pasillo largo con rejas que ofician de puertas, cada tres metros. Una mesa de ping-pong plegada en el medio. También hay un sector de admisión, donde llevan al preso en su primer día en la cárcel y donde se intenta que no esté más de 24 horas. Es así: una celda con una cama de concreto y un pozo al lado para defecar y orinar. El colchón y la frazada llegan después. Nada más. La luz está incrustada a la pared, no hay tomas de corriente ni vidrio en la ventana. No hay agua. Ahí también van a parar los que se portan mal o tienen crisis nerviosas.
Los módulos son tres: el A-B, de máxima confianza; y los C-D y E-F, con celdas de cuatro por cinco metros, que albergan en total a 117 presos. Después está la cocina, los patios internos con cuerdas para colgar la ropa y con teléfonos monederos -se están haciendo gestiones para que los presos puedan tener celular-, la sala de visitas y las salas conyugales. Y las rejas.
70% de los que viven ahí tienen entre 18 y 29 años, y 83% son presos primarios: nunca antes habían sido procesados. Todos ellos trabajan o estudian, o ambas cosas, a excepción de los que por edad o certificado médico no pueden hacerlo.
Grau, que dirige la cárcel desde mayo de 2013, asegura que justamente porque hay pocos internos reincidentes y la lógica reinante es la de cumplir horarios, es que las rejas están cerradas por un pasador y no tienen candados ni trancas: los códigos carcelarios no están arraigados en la institución. Esas puertas y ese camino de tierra de diez metros que los separa de la ruta podrían ser el boleto de salida de cualquiera de ellos, pero la libertad en Juan Soler no es una ganga.
Es una cuestión de “confianza”, sostuvo Grau. “Los mismos presos levantaron el tejido perimetral [que rodea la cárcel] y que ‘tranca’ al resto”, y eso sería irreproducible en casi cualquier otra cárcel del país. Ningún preso trabajaría para impedir el escape de un compañero. Pero como no prima ese código, si hay que hacer un cercado o si se rompe el existente, los presos van y lo hacen, van y lo arreglan. Así redimen pena.
En Juan Soler hay diversos emprendimientos laborales para que los presos se habitúen a las rutinas. Surgieron a raíz de un convenio firmado en 2009 entre el Patronato Nacional de Encarcelados y Liberados (PNEL) y la Unión Europea. Dentro de la cárcel pueden trabajar carpiendo, cortando leña, limpiando, cocinando, haciendo bloques, en la panadería, en la herrería, en la carpintería o en la chacra, plantando. Si marchan bien las cosas, se convierten en candidatos para trabajar extramuros. Hoy hay 25; 18 consiguieron las pasantías laborales por intermedio del PNEL y los otros siete las consiguieron por su cuenta.
Trabajar es una ecuación que al preso siempre le da positivo: mantiene la cabeza ocupada, si trabaja fuera de la cárcel no pasa “trancado” dentro, redime pena -cada dos días trabajados se descuenta uno-, y en algunos casos cobra un peculio. No sale perdiendo.
Mediante el convenio mencionado también se construyeron dos aulas, una biblioteca, una sala de informática y otro módulo para albergar a 15 presos, que no se ha estrenado por falta de funcionarios. Se compró un tractor y un camión. Todo fue construido por presos, y son ellos los que mantienen las unidades. Por ejemplo, cuando alguien raya un banco de la escuela se averigua “quién fue y se hace un informe. Eso va a la Junta de Disciplina y ahí se aplica una sanción. Generalmente son sanciones leves, una grave sería si le encuentran un corte, cosa que generalmente acá no pasa”, aseguró Grau.
A partir del año que viene cosecharán lo suficiente para autoabastecerse y cortarán leña para repartir en todo el sistema penitenciario. Juan Soler tiene el proyecto de instalar una carpintería de aluminio.
La diaria
La rutina es así: a las 7.30 suena un timbre para que los presos se levanten, a las 7.45 se forman para salir a sus comisiones laborales o a estudiar, y los operadores penitenciarios pasan a buscar por la celda a aquellos que trabajan afuera, para que a las 8.00 emprendan viaje. Desde las 9.00 hasta las 23.30 pueden tener la puerta de la celda abierta. A partir de las 16.00 hay actividades recreativas y procesos terapéuticos: taller de máscaras, campeonatos de fútbol, ajedrez, ping pong. También hay rehabilitación de drogas, aunque Grau aseguró: “El tema del consumo está bastante controlado, podemos tener marihuana algunas veces, pero todo indica que no tenemos pasta base ni cocaína. Se hacen requisas para tratar de incautar”. Señaló que por “eso es baja la conflictividad de la unidad”. Grau piensa agregar “un programa de pensamiento pro social para trabajar las diferentes habilidades sociales”.
Las visitas son los fines de semana, de 9.00 a 17.00. “[Los presos] no tienen el poder de decidir si hacen o no hacen. Si no hacen una actividad se los traslada a otro establecimiento; nosotros no podemos obligarlos a trabajar pero sí podemos ampararnos en el interés de que tenga de progresar. Vemos si tiene o no tiene el perfil” de Juan Soler, dijo Grau. La idea es que los presos se capaciten: si no terminaron la escuela, que lo hagan y empiecen el liceo; también se les enseñan oficios, como carpintería, galletería, panadería e informática, por intermedio del Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional y la Universidad del Trabajo del Uruguay.
Los hábitos se incorporan mediante la repetición. “Tienen que levantarse y ordenar la celda, lavar la ropa, mantener la higiene personal”, enumeró Grau. El director dijo que por eso “no dejamos que se hagan tatuajes en las celdas o se corten el pelo y se hagan cualquier corte. Hay un peluquero; ellos tienen un día para eso. Tampoco dejamos que tengan piercings ni alhajas”, y explicó que es porque “se presta para el tráfico”, entre otras cosas, y que hay que “dar el ejemplo” para que sea más coherente el cumplimiento de ciertas normas. “Acá no vas a ver ningún funcionario que ande con brillantes colgando”, afirmó.
Irreproducible
Cuando Grau llegó en 2013, Juan Soler estaba superpoblada: tiene capacidad para 120 presos y había 163, 18 de los cuales dormían en el piso. Ahora sobran tres lugares y la mayoría son primarios, y se respetan horarios y normas. “Acá no se les permite que golpeen las puertas”, señaló. En esas cosas Grau ve la razón por la que es casi imposible la reproducción del sistema que él implementó: “Si esta unidad tuviera 500 presos sería otra cosa, porque habría mayor conflictividad. Cuando el número es más chico uno conoce el nombre y apellido del interno, la carátula, si tiene visita, quién lo recibe, si está estudiando, en qué trabaja. Y así uno puede estar arriba de él para que haga las cosas. Eso sólo se puede hacer en una unidad chica. Acá se los individualiza, no son una masa. Si no funciona, se lo traslada”, agregó. En esos casos, generalmente van a parar al Comcar y después al penal de Libertad, el agujero negro del sistema penitenciario.