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Un Uruguay irreal

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Para muchísimos uruguayos, el domingo 26 de octubre se acabó una ilusión. Esos uruguayos vivían (vivíamos) en una especie de burbuja, en una realidad imaginaria. Hay un cierto consenso entre los analistas en que los resultados de las elecciones de ese domingo mostraron que el Uruguay real es un país mucho más corrido a la izquierda de lo que la mayoría de los uruguayos creía hasta entonces. Para muchos fue una grata sorpresa; para otros, una constatación terrible. Para casi todos fue algo así como el desmoronamiento de un mundo ficticio. Porque hasta entonces creían (creíamos) estar viviendo en un país que en realidad no existe.

¿Qué nos había llevado a pensar que las cosas eran tan distintas de lo que realmente son? Evidentemente, algo habrán tenido que ver los sondeos de opinión pública. No exclusivamente las encuestas preelectorales, sino en general los sondeos de opinión que fueron contribuyendo durante todos estos años a que los uruguayos nos forjáramos una idea bastante equivocada acerca de lo que pensábamos, colectivamente, sobre un puñado de asuntos de interés público y de la mayor importancia.

Durante muchos años se nos dijo, por ejemplo, que la mitad -o más- de los uruguayos estaban en contra de la despenalización del aborto. Cuando una ley de esas características finalmente fue votada (la ley 18.987, del 22 de octubre de 2012), algunos sectores políticos creyeron que, habida cuenta de lo que los sondeos de opinión habían indicado durante años sobre el asunto, existía una razonable probabilidad de que esa ley fuera rechazada en las urnas. Fue así que promovieron una convocatoria a adhesiones para interponer un recurso de referéndum. Una semana antes de que tal convocatoria se realizara, las mismas empresas encuestadoras que durante años nos dijeron que la mitad de los uruguayos estaban en contra de la legalización del aborto previeron que 40% de la ciudadanía seguramente concurriría a las urnas a manifestar su adhesión a ese referéndum, y que 11% más probablemente lo haría también. Como es bien sabido, sólo 8,92% concurrió efectivamente a poner la boleta en la urna.

El acto de adhesión era un trámite muy simple, similar al voto, excepto por el hecho de no ser obligatorio. A nadie se le pedía que hiciera un esfuerzo desmedido o algún tipo de sacrificio para manifestar su adhesión. Bastaba con resignar unos pocos minutos del descanso dominical, dirigirse hasta una comisión receptora de adhesiones (usualmente ubicada muy cerca del domicilio de la persona), hacer (en el peor de los casos) una breve cola y depositar una boleta en una urna. Un acto extremadamente sencillo.

No se trataba de un asunto menor o intrascendente. Tampoco de una cuestión abstrusa, sofisticada, excesivamente técnica o que requiriera de información muy detallada o muy difícil de conseguir. Todo el mundo sabía que la ley en cuestión despenalizaba el aborto hasta las 12 semanas de gestación. Todo el mundo sabe lo que es un aborto. Muchos de los adversarios de esta práctica pensaban que la ley multiplicaría los abortos, es decir, que promovería un acto que consideran inmoral, un crimen monstruoso. Un mínimo esfuerzo, entonces, una molestia insignificante, podía ayudar a derogar una ley que esos adversarios del aborto consideraban inaceptable.

Es obvio, entonces, que el restante 91,08% de la ciudadanía, los que se quedaron comiendo un asado, o durmiendo la siesta, o mirando un partido, o haciendo cualquier otra cosa en vez de manifestar su adhesión al referéndum, no creen que el aborto sea un acto abominable, o no creen que esa ley lo promueva (están contra el aborto, pero no creen que la ley sea mala), o ambas cosas. No importa, es estrictamente irrelevante lo que hayan dicho cuando los encuestadores de las empresas de opinión pública los consultaron acerca de lo que pensaban: sólo importa el hecho de que no dejaron de comer su asado o de dormir su siesta para ir a poner una simple boleta en una urna. 91,08% de los habilitados para votar no creen, por lo tanto, que el aborto sea un crimen o que la ley vigente promueva el aborto, o ambas cosas. Si lo creyeran, habrían dejado por unos minutos su asado, su siesta, su partido de fútbol o lo que fuera, para ir a depositar una simple boleta en una urna. El problema es que, durante muchos años, habíamos estado convencidos de que las cosas eran de otra manera.

Del mismo modo, se nos dijo también que 65 o 70% de la población se oponía a la ley que legalizó el mercado de la marihuana. Se nos dijo, y muchos se convencieron de ello, que el gobierno iba a pagar un alto precio en las urnas por haber impulsado esa ley tan extraordinariamente impopular. El resultado del oficialismo en las urnas, ya lo sabemos, fue realmente espectacular. O bien, entonces, esa ley no es tan impopular como se decía, o bien que haya sido aprobada no le preocupa a la gente tanto como para castigar por ello al gobierno.

Se nos dijo también que un porcentaje similar, 65 o 70% de la población, estaba a favor de bajar la edad de imputabilidad adulta a los 16 años para ciertos delitos graves o muy graves. Se nos dijo, y muchos se convencieron de ello, que era un gran negocio electoral promover la iniciativa de reforma que dejaba establecido ese mecanismo en la Constitución. Pero el candidato que hizo de esa propuesta el eje de su campaña llevó a su partido a la segunda mayor derrota de su historia. O sea que no era una jugada electoralmente tan brillante. Por no mencionar el hecho de que el presunto 70% de adhesión a la iniciativa resultó no ser tal, aunque en esto puede y sin dudas debe de haber influido el excelente trabajo de la comisión que se opuso a la propuesta. En todo caso, habría que decir que ese 70%, si es que alguna vez fue tal, no estaba muy firme en su posición y que podía ser convencido de la opción contraria.

En suma, los sondeos de opinión pública han pintado durante todos estos años un panorama de la opinión de los uruguayos que sistemáticamente estuvo sesgado a favor de las posiciones más conservadoras o más de derecha del espectro político. Las empresas de opinión pública, pero también los analistas, politólogos, periodistas y demás formadores de opinión, nos habían convencido de que vivíamos en un país que a la postre se demostró inexistente.

Me gustaría descartar de plano cualquier hipótesis conspirativa. No sé por qué se generó la burbuja que estalló el domingo 26, pero es obvio que su crecimiento y posterior estallido afectaron sobre todo a los partidos de derecha, cuyos dirigentes y militantes todavía no se recuperan del golpe, todavía no entienden bien qué fue lo que les pasó. Resulta ridículo pensar que hubo una especie de acuerdo para inflar la adhesión de los uruguayos a ideas conservadoras o de derecha. Es simplemente algo que pasó y que tendrá sus explicaciones. Quizá a los uruguayos les guste declarar que piensan cosas que en realidad no piensan. O quizá las empresas encuestadoras estén haciendo mal su trabajo. Pero la pregunta más interesante, ahora que sabemos que vivimos en un país más de izquierda de lo que pensábamos, es: ¿qué vamos a hacer?

Lo primero que deberíamos hacer es no tenerle miedo a discutir propuestas de izquierda. Nadie tiene el monopolio de las ideas de izquierda, desde luego. Pero hay asuntos que no se discuten porque se supone (o se suponía) que podían asustar a los votantes. Fuimos inducidos a pensar que iba a ser alto el precio electoral de haber promovido la legalización del mercado de la marihuana y la despenalización del aborto. Pero esos fantasmas perdieron sus respectivas sábanas. ¿Vamos a animarnos a discutir entonces ideas de izquierda también en otros temas? ¿Vamos a discutir, por ejemplo, ideas de izquierda en materia de seguridad? Los mismos generadores de opinión pública que contribuyeron a convencernos de que vivíamos en un Uruguay que no existe están diciendo ahora que el plebiscito perdió pero que la mayoría de la gente igual apoya la medida. Lo cierto es que la mayoría dijo que no. ¿Por qué no discutir entonces ideas de izquierda en materia de seguridad? ¿Por qué no discutir ideas que sean efectivas, desde luego, pero que además sean de izquierda? ¿Por qué no discutir libremente sus ventajas y sus desventajas, sus virtudes y sus defectos, sin prestar demasiada atención a los falsos oráculos que se comunican torpemente con el soberano y nos dicen que la gente quiere otra cosa? Es el momento de dejar de contar votos y de empezar a discutir en serio. ¿Por qué no discutir en serio si la inflación punitiva mejora la seguridad? ¿Por qué no discutir en serio ésas y otras cuestiones, sin miedo a que nos digan que somos amigos de los delincuentes o que queremos llenar las calles de violadores y de asesinos?

El candidato que dijo que el aumento de la tasa de homicidios en los últimos tres años era consecuencia de la liberación de presos de 2005 no pasó de 12,89% de los votos. El candidato que hizo de la inflación punitiva el eje de su campaña electoral vio cómo su principal iniciativa política del período era derrotada en las urnas. Algunos sectores del Frente Amplio parecen tener hoy todas las ganas de levantar las banderas del que sacó 12,89% de los votos y promover sus mismas iniciativas legislativas u otras muy similares. ¿Vamos a hacer eso o vamos a permitirnos, por una vez, discutir estos asuntos sin mirar de reojo los porcentajes de las encuestas?

Razones y personas

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