Hace 31 años, el 27 de noviembre de 1983, un pequeño grupo de personas se abrió paso, en formación cerrada, entre la multitud congregada cerca del Obelisco, llegó a las primeras filas y desplegó una gran bandera del Frente Amplio (FA), en elocuente contrapunto con el gran cartel sobre el estrado en el que se leía: “Por un Uruguay democrático sin exclusiones”.
No se atrevieron a poca cosa: en aquel momento el FA llevaba más de una década ilegalizado y levantar su bandera equivalía, para la dictadura, al grave delito de “subversión”. Además, se arriesgaron por una causa que a muchos podía parecerles perdida, porque la continuidad del frenteamplismo estaba lejos de ser indiscutible. Un año antes, en las elecciones internas de los partidos habilitados, sólo unas 85.000 personas habían votado en blanco, y aunque ésa había sido la propuesta desde la cárcel del general Liber Seregni, no era sensato considerar que todas esas personas fueran frenteamplistas.
En 2019, cuando haya terminado el segundo mandato presidencial de Tabaré Vázquez y llegue el momento de elegir a quien lo suceda, el período previo a los tres gobiernos nacionales frenteamplistas con mayoría parlamentaria propia será algo que ocurrió antes de su nacimiento para quienes tengan 15 años o menos; y algo que ocurrió antes de que votaran por primera vez para los de 33 o menos. Se le sumarán diez años a esas referencias para situar la última vez que gobernó el Partido Nacional, algo que habrá ocurrido antes de que nacieran para las personas de 25 años o menos; y antes de que votaran por primera vez para las de 43 años o menos.
El proceso de crecimiento electoral del FA, que en su debut de 1971 tuvo algo más de 304.000 votos, marca un tremendo viraje en la historia política uruguaya. Hoy sobresalen, sin duda, los logros de Vázquez, que ya se había ganado un lugar en los libros de texto: fue el primer frenteamplista en el gobierno departamental de Montevideo y también en la presidencia de la República, y acaba de convertirse en el primero que, como los colorados José Batlle y Ordóñez y Julio María Sanguinetti, resultó electo dos veces para gobernar el país. Sin embargo, incluso ese papel individual descollante representa sólo una parte del enorme cambio construido por la confluencia y articulación, durante varias generaciones, de innumerables aportes políticos, sociales y culturales, desde la elaboración teórica hasta el esfuerzo militante, con muchos protagonistas reconocidos y muchísimos más que permanecen anónimos.
El FA no era en 1983 el mismo que en 1971; tampoco se había mantenido idéntico en 1989, cuando ganó por primera vez la intendencia montevideana; ni en 1999, cuando empezó a ser el partido más votado; ni en 2004, cuando comenzó a gobernar el país. No era el mismo después de la primera presidencia de Vázquez, ni lo será después de la de Mujica. En varias ocasiones hubo cambios muy relevantes, relacionados entre sí, de la composición social y la distribución geográfica de su electorado, de las expectativas que éste deposita en la fuerza política y de las propuestas que ella le plantea para ganar su confianza, de la relación de fuerzas en su interior, de su manera de organizarse y de adoptar decisiones. Pero al mismo tiempo hubo fuertes líneas de continuidad: no sólo las que le permiten reivindicar la continuidad de un rumbo, sino también las que han hecho posible que mantuviera su capacidad de articular lo diverso.
En esa ya larga historia con muchos hitos y transformaciones, el tercer período consecutivo de gobierno nacional que comenzará el 1º de marzo del año que viene marcará, sin duda, otros cambios. Uno de ellos, nada menor, será generacional, porque se completará el relevo de las figuras que ocuparon los lugares más destacados antes de la primera victoria en una elección nacional.
El recambio generacional implicará ventajas y desventajas tanto para el oficialismo como para la oposición, pero es un hecho que, con independencia de que la coalición de blancos y colorados, hoy montevideana, compita o no por el gobierno del país en 2019, cualquier candidatura presidencial en cualquiera de los dos actuales bloques tendrá derecho a presentarse ante la ciudadanía con la promesa de algo nuevo.
Ese hecho será parte y también consecuencia del proceso de profundos cambios que nos ha tocado vivir. Un proceso que no se detuvo en estas elecciones ni se detendrá en las próximas, y en el que aún perseguimos el horizonte de un Uruguay democrático sin exclusiones.