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Lágrimas que se amortiguan

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Es difícil, para uruguayos y uruguayas con un mínimo de sensibilidad, no sentirse profundamente conmovidos con la recepción de los ex secuestrados en Guantánamo. La decisión del gobierno uruguayo, la solidaridad del PIT-CNT, que desinteresadamente se puso a disposición para resocializar a los seis refugiados, buena parte de la sociedad uruguaya honestamente sensibilizada. Sin dudas, Uruguay tiene motivos para estar orgulloso.

Se suma a ese orgullo la recepción de los refugiados sirios. De vuelta, las decisiones del gobierno uruguayo y la solidaridad de la gente para recibirlos y acogerlos. Es verdad que estamos cumpliendo una larga tradición, abrazando a inmigrantes perseguidos e incluyéndolos en nuestra sociedad. Pero también hay otra tradición a la que pareciera que estamos empecinados en hacerle honor. La tan usada expresión del historiador Carlos Real de Azúa, aquella que describe a la sociedad uruguaya como una “sociedad amortiguadora”; ¿querrá decir sociedad contradictoria? ¿Lo que amortigua es la ambigüedad? Los Derechos Humanos en Uruguay, las garantías para ejercerlos, también están amortiguados.

Porque así como la sociedad uruguaya es tan sensible y solidaria con los refugiados provenientes de Guantánamo y de Siria, es igual de cruel e indiferente con derechos humanos violados en el pasado, que siguen sin ser reparados, y que por lo tanto, se siguen violando. Y, como en los otros casos, esta historia empieza con decisiones del gobierno, de los tres poderes del Estado, y se extiende a toda la sociedad.

Las resoluciones, difíciles de explicar, de la Suprema Corte de Justicia y del Fiscal de Corte, trasladando a jueces y fiscales que entienden en causas vinculadas al terrorismo de Estado de nuestra última dictadura cívico-militar, son un ejemplo de cachetazo a las víctimas, de cachetazo a los derechos humanos. El maltrato a las víctimas que, después de años de esfuerzo y de haber recuperado un mínimo de confianza en las instituciones del Estado, se aprestan a denunciar y declarar en juicios contra torturadores, violadores y asesinos, es imperdonable. Que una mujer, víctima de abuso sexual en el marco de un conjunto de mecanismos de tortura, tenga que contarle con detalles, varias veces, al sistema judicial lo que sufrió, es aberrante. ¿Nos imaginamos los días, meses, años que debe vivir esa mujer para poder declarar? ¿Nos imaginamos sus días posteriores? ¿Y nos imaginamos lo que siente cuando se entera que la fiscal que entendía en el caso ha sido trasladada a un juzgado civil?

El Uruguay, tan sensible y solidario en algunos casos, y tan indiferente y egoísta en otros, ¿se imagina lo que siente una víctima del terrorismo de Estado cuando no llegamos a los votos necesarios para anular la ley de caducidad? Porque no son sólo los tres poderes del Estado los que dan cachetazos a las víctimas. La sociedad toda, también, golpea y fuerte.

¿Sabemos los uruguayos y uruguayas que las víctimas del terrorismo de Estado que cobran una pensión reparatoria tienen que preocuparse todos los meses de no pasar determinado tope de ingresos (muy bajo, nada comparado con lo que cobran los genocidas con “buena conducta”) porque en ese caso pierden la pensión? Y si la pierden, pierden el único ingreso posible para cuando, por vejez, no puedan seguir trabajando. En 2014, pareciera que el Estado les dice a las víctimas, de vuelta, “jódanse, algo habrán hecho”.

Y no sólo Uruguay (su gobierno y su sociedad) le da la espalda a las víctimas de la dictadura. Convivimos con la aberración de las violaciones a los derechos humanos a adolescentes en conflicto con la ley. ¿Qué medida profunda ha habido para reformar al Sirpa? ¿Cuánto se está haciendo cargo el Estado de esas violaciones a los Derechos Humanos? Porque en Uruguay, tal vez no ahora, pero hasta hace muy poco y seguramente dentro de muy poco, algunas prácticas de la cárcel de Guantánamo también se dan en el Sirpa.

Tan solidarios y generosos somos los y las uruguayas en algunos casos (¡por suerte!). Y tan desagradecidos, irrespetuosos y egoístas en otros. La lágrima de alegría por ver cómo recibimos a los refugiados indefectiblemente se mezcla con la de rabia e impotencia por ver cómo tratamos a los nuestros. Lágrimas que se amortiguan.

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