Era viernes, pero el ruido era igual al de cualquier otro día: palos contra metal, metal contra metal, cuerpos contra metal. Gritos cargados de furia y desesperación. No los vi, pero me contaron que unos 1.000 hombres ven el sol tres horas por semana, que duermen de a ocho en piezas pensadas para cuatro y que no hacen más que esperar en un encierro que enloquece. Y se cortan los brazos para sentir algo. Más allá del tiempo. Más allá del castigo. Cuando la angustia los agobia, cuando se pelean, cuando necesitan pedir algo, aúllan y golpean los barrotes de sus celdas. Después los guardias, después el silencio. Eso el viernes, eso siempre.
Dentro del galpón de ladrillos tupido de alambres de púas y rejas: la prisión. Adentro, el olor a encierro, a sudor, a la putrefacción de la ropa que no se seca bien. Afuera, la luz y la tierra, pan, bloques, lombrices, bolsas con plástico y cartón reciclado, plantaciones de tomates, zapallos, girasoles, lechugas, flores. Hombres que una vez vivieron en el galpón, con chalecos amarillos que tienen estampado el logo del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR). Ese puñado son los privilegiados del Centro de Reclusión Nº 1 de Canelones, los que tienen la oportunidad de trabajar para redimir pena. Ocho de ellos son los encargados del único predio verde de la cárcel, la quinta. Afuera, el olor que emana el galpón, el tufo omnipresente.
Vigilar y castigar
El director del INR, Luis Mendoza, tiene claro lo que tiene que hacer: recorrer todas las cárceles, porque sabe que “el ojo del amo engorda el ganado”, dice. Ayer fue la cárcel de Canelones, que es así: tiene tres sectores, el Módulo 2, que es el de máxima seguridad y es donde están los que por primera vez cometieron un delito, y los otros, los que ya tienen un historial. Luego está el Módulo 1, donde está la gente que trabaja o estudia, y el sector de barracas, donde están las personas próximas a egresar. En los tres sectores hay gente que trabaja o estudia, 664 en total. 176 presos trabajan dentro de la cárcel, seis fuera; 250 realizan algún tipo de actividad sociocultural o deportiva y 189 están recibiendo educación formal o informal. A través del trabajo y el estudio redimen pena; cada dos días se les descuenta uno.
Trancados bajo el sol
Cuestión de rutinas. 7.30 arranca su día, a las 9.00 empiezan a trabajar. Reciclan plástico y cartón, tejen alfombras, hacen bloques, pan y bizcochos, adornos para el jardín. Otros trabajan la tierra y semanalmente llevan una carretilla de alimento orgánico a la cocina de la cárcel. Rastrillan, hacen surcos y canteros, siembran, ven crecer las plantas, cosechan y comen.
“Entendemos perfectamente de qué se trata la rehabilitación y tratamos de dar el ejemplo de trabajo y multiplicarlo. Sembramos valores de solidaridad, compañerismo y respeto junto con las hortalizas”, explicó Adrián, que está preso desde hace tres años. Dos años atrás se le ocurrió ir con un puñado de lombrices en las manos a golpear la puerta de Carlos Bermúdez, el subdirector de la cárcel, encargado del Área Laboral. Le quería contar que estaba utilizando los desechos orgánicos de la cocina de la cárcel, donde hacía un año que trabajaba, para producir humus en una conservadora de espuma plast. La basura -la basura de 1.000 presos- que se enterraba en “el predio de atrás” era un problema: el olor era -es-, insoportable. A los dos días recibió una noticia que le cambiaría la rutina y la cabeza: Bermúdez le pidió que juntara diez personas para armar una quinta. Los juntó, de esos diez quedaron cinco, y esos cinco transformaron el “predio de atrás”, el terreno baldío al fondo a la izquierda de la cárcel destinado a ser quinta, un basural donde, además de la porquería, se enterró la materia fecal de los presos durante un tiempo, o por lo menos eso dijeron.
La tierra se abonó, reprodujo lombrices y yuyos, y trajo “tranquilidad” a los participantes. “Pusimos tanta voluntad que en una semana ya teníamos canteros hechos, y cuando vino el ingeniero agrónomo Hugo de Melo a enseñarnos a plantar, se sorprendió. Él se entusiasmó y trajo de su casa una mata de tomate, otra de orégano, de tomillo, y cada vez nos traía una planta diferente. Vio que estábamos motivados”, afirmó Adrián. “Hicimos como los aztecas, construimos nuestras propias herramientas y pensamos constantemente en cómo mejorar; por ejemplo, el sistema de riego era de tracción a sangre, llenamos un tanque de agua y hacíamos cadenas humanas”. Ahora tienen manguera, un regalo de Huertas Comunitarias Montevideo (HCM).
“Como líder les dije que no me sentía más que nadie, acá seguimos al que tiene la mejor idea, lo escuchamos y hacemos. De esa forma fuimos aprendiendo de nuestros errores y cada año fuimos perfeccionándonos”, dijo Adrián, y Sebastián, uno de los que trabaja en la quinta, asintió y acotó: “Es dar un paso adelante”. Dieron tantos pasos adelante que ahora producen más de lo que les permite el espacio de la quinta; “tiramos semillas de tomates y salieron demasiados”, contó Adrián. Por eso se les ocurrió que podían dar los plantines a escuelas y comedores. Entonces decidieron contactar a HCM.
La ciudad comestible
Ése es el gran sueño de los fundadores de HCM, Inés Velazco y Diego Ruete: hacer de Montevideo una ciudad comestible sustentable, plantar en todos sus espacios verdes y reconectar a las personas con la tierra. Sembrar, cosechar y comer. La idea surgió hace un año porque a Velazco le preocupa qué hacer con los “desperdicios orgánicos y las semillas, la privatización de ciertas semillas, de los pesticidas en los alimentos”, y sobre todo la “producción del alimento como producto y no como alimento”, contó. En ese momento se puso las pilas, hizo un curso de huerta orgánica y le pidió a un amigo que tenía en venta una casa con un terreno baldío de unos 20 metros al fondo, en el Cordón, para trasladar los tomates de su balcón a la tierra. “Ahí me encontré con Diego, que es un hacedor y emprendedor. Vinimos un fin de semana y le encantó el lugar, y pensamos en abrirlo a la gente”, señaló. “Sabíamos que iba a ser grande, pero no tan grande”, acotó Ruete. Hicieron un llamado por Facebook para limpiar el terreno, fueron 20 personas, transformaron el lugar en un par de días y empezaron a plantar. Se fue corriendo la voz y se formó una “comunidad con gente de diferentes estratos sociales, culturales y hasta nacionalidades, con el mismo interés por volver a la tierra”. Los huerteros están convencidos de que plantar “puede llegar a transformar la sociedad y solucionar el problema de la alimentación. Si cada vecino le dedicara una hora por semana, estaría resuelto”.
Los privados de libertad se contactaron a través de sus familias con HCM porque consideraron que “su idea era la más parecida” a la que ellos tenían. “Esta gente está ayudando a otra gente”, explicó Adrián. Así nació el vínculo entre presos y huerteros; ahora intercambian semillas y experiencias. “Queríamos hacer valer nuestro trabajo, por eso decidimos plantar el terreno a la máxima expresión, producir lo máximo, y el excedente darlo en los plantines. Ahí [dijo señalando el galpón] viven 1.200 personas y muchas no tienen familia ni visitas, y el tema de la comida es vital. Nosotros, por diplomacia, decidimos no ponernos entre las personas con hambre y la comida; nuestra comisión cría las plantas, después quien se las coma nos es indiferente”, aseguró Adrián.
Un trato por el buen trato
Velazco entiende que plantar “te da un sentido de pertenencia y utilidad, es saludable y muy terapéutico. Vuelves a lo comunitario, a resolver problemas entre todos. Te conecta con la vida, con los ciclos. Los humanos somos tierra”. Así también piensan los presos: “Cambia mentalidades”, aseguró Adrián, y contó que “el grupo se siente orgulloso. Mirá a Sebastián, hace unos años tenía un problema tras otro, era como bicarbonato en el agua, no te muestra los brazos porque por algo los tiene tapados, pero se vino acá y se enfocó en dar vuelta la tierra como ejercicio físico; después vio que se podía comer lo que se plantaba, que es el segundo punto que le interesó; después vio que era tranquilo, y cuando le dije que podíamos ayudar afuera dijo ‘vamos a sacar esto adelante a como dé lugar’, y así fue, así lo ves”.
Jonathan, otro de los integrantes de la comisión que trabaja en la huerta, también asegura que la quinta le “cambió la cabeza”. “Yo cometí un error y terminé acá. Hace cinco meses que estoy acá. No tenía mucha noción de la tierra, pero siempre me gustó, siempre vi a mi abuela regar y plantar y todo, aprendí abundante, así, a plantar; siempre vas a tener trabajo y siempre vas a poder cosechar en la tierra, siempre. Y ta’, pensé que, mi deseo, lo que anhelo, es salir a la calle. Yo tengo un campo de 12 hectáreas y en mi barrio hay muchos pibitos que están en la calle, y mucha delincuencia… pensé en ponerme con los Jóvenes en Red o algo así para juntar pibitos y enseñarles a plantar. Los va a ayudar a sacar de la calle, les va a cambiar la cabeza un poco, porque errores cometemos todos, ¿o no? Planto y digo ¡cómo crece la planta! la miro así y digo ¡fah! creció y esto lo hice yo, y ahí voy madurando. Corte que me cambió todo así la tierra”. Jonathan “perdió” a los 18 por rapiña, ahora tiene 20, le faltan cinco años y dos meses para salir.
Adrián aseguró que “todos” estarían “encantados de poder hacer huertas en una escuela, en un comedor. “Lo haríamos con muchísimo gusto porque lo vamos a hacer bien”, dijo, y sus compañeros asintieron con la cabeza, sonriendo. Siguió: “Esto es el jardín botánico de la cárcel. Vienen diputados, ministros y ¿qué les muestran? La quinta, porque vienen a las dos de la tarde y estamos trabajando, vienen a las 10 de la mañana y también. El trabajo se ve”.