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Apocalípticos y tinellizados

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Columna de opinión.

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Volvió a la televisión Marcelo Tinelli con su programa Showmatch, suceso que no pasó inadvertido, no sólo por el altísimo rating que consiguió en su primera emisión, sino también por el espacio que le han dado sus críticos más acérrimos; todo lo cual corre casi con la misma validez para Argentina y Uruguay, nos guste o no a los uruguayos asumirlo.

Naturalmente, es tal el poder comunicacional del programa producido por Ideas del Sur que no está mal reparar en los valores y estereotipos que ensalza. Pero la cosificación de la mujer, la hipersexopatía, el chusmerío decadente y la lógica del escándalo no son exclusividad de Tinelli, como así tampoco las operaciones políticas groseras disfrazadas de humor o la falta de límites éticos (cuando, en 2005, el conductor se burló de un joven con evidentes problemas mentales, demostró que estaba dispuesto a todo). Sin ir más lejos, durante 2013 Showmatch no estuvo al aire y la televisión distó mucho de parecerse a una biblioteca.

Todas las miserias que se le achacan a Tinelli en verdad conforman el paradigma dominante en los medios de comunicación actuales. Sucede que su éxito es tan colosal que se ha vuelto el ícono de esta televisión globalizada, pero ni en los medios ni en la sociedad el estilo Tinelli es excepcional: la política suele asumir la misma lógica del show televisivo, el escándalo lo impregna todo, el humor y la denigración se confunden y, fundamentalmente, el fin (una carcajada, un punto más de rating) justifica cualquier medio. Ahora bien, ¿Tinelli es el culpable de esta sociedad o triunfa porque sabe interpretarla?

Sin duda, los medios inciden sobre el pensamiento y la conducta de la ciudadanía, pero tal incidencia nunca es exclusiva ni lineal. La clave está en que Tinelli es un hábil intérprete de esa cosa llamada sentido común: Showmatch no es responsable de nuestros medios y sociedades rioplatenses, aunque muchas veces fomente y robustezca sus peores rasgos, sino que es más bien su producto. A ello debemos sumarle que el empresario y conductor comprende a la perfección la esencia de ese medio de comunicación formidable que es la televisión: se trata, básicamente, de un entretenimiento.

Desde una sensibilidad o ideología alternativas debería surgir la pregunta sobre por qué se dificulta tanto la elaboración de propuestas culturales atractivas y medianamente masivas en las que tenga lugar otra visión del mundo capaz de penetrar en la sociedad; en definitiva, por qué el mayor poder comunicacional, el “éxito”, siempre queda en manos de Hollywood o de Tinelli.

Es válido el argumento de que son la voz de cierto poder económico dominante, pero ello no lo explica todo.

Entre las gentes de las “artes superiores”, la academia y la intelectualidad, y por qué no, de la izquierda ilustrada, está muy extendida la idea de que lo masivo es necesariamente malo, de baja calidad e indigno. De tal idea se desprende otra: todo aquello que no es masivo es virtuoso. Así, el conocimiento, las formas más complejas del arte y las ideas alternativas circulan en circuitos cerrados y exclusivos, bajo formas que, sin demasiado rigor, podríamos considerar “aburridas” (intencionalmente aburridas, incluso); de este modo, el gran entretenimiento mediático queda monopolizado por las maneras más elementales, rústicas y hasta vergonzosas de la comunicación, por lo general dirigidas por intereses políticos y económicos no del todo nobles.

Showmatch es una excusa coyuntural. El problema de fondo es que Tinelli (ejemplo del entretenimiento menos elaborado y más corrosivo) ocupa un lugar de referencia en el que sería deseable que estuvieran, al menos, valores algo más loables y apuestas culturales un poco más trascendentes y responsables. Pero difícilmente se consiga generar contenidos alternativos y atrayentes partiendo de que lo masivo es siempre condenable, de que el arte y la cultura deben ser aburridos y selectivos, o de que la cultura es sinónimo de documentales y el arte, de ballet del SODRE.

La contrahegemonía cultural debería ser capaz de ofrecer algo más que productos tediosos o inútilmente complejos, o, como mínimo, no quedarse sólo con el grito indignado: así, es entendible que la gente prefiera ver el programa de Tinelli antes que oír o leer a sus detractores, muchos de los cuales consideran que escandalizarse por el baile del caño los convierte automáticamente en representantes de la intelectualidad y el buen gusto, señal de nuestra derrota cultural.

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