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Juan Carlos Onetti en la explanada de la Intendencia de Montevideo. / Foto: Amílcar Persichetti (archivo, 1968)

A 20 años de la muerte de Juan Carlos Onetti: todavía importa

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“Es así [...] tan sencillo y terrible como descubrir de golpe que una mujer no nos gusta y quedarse impotente y comprender que nada puede corregirse o ser aliviado por medio de explicaciones; tan sencillo y terrible como decirle a un enfermo la verdad. Todo es sencillo cuando le ocurre a los otros, cuando nos conservamos ajenos y podemos comprender y lamentar, repetir consuelos.” (“Jacob y el otro”)

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La clínica sobre la calle San Bernardo, en Madrid, tiene una sola cama. Son las primeras horas de la tarde de un 30 de mayo y Onetti se está muriendo. Los medios internacionales apresuran la noticia: “Fallece en la ciudad en que pasó los últimos 19 años de su vida, cinco de ellos sin salir de su cama”, repiten, invariables. Probablemente, con una mueca feliz, haya recordado cuando escribió la palabra muerte “deseando que no fuera más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones”. O cuando rezó, hastiado, “Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla”.

Debe ser el escritor uruguayo sobre el que más se ha escrito. Se analiza cada una de sus obras, se habla de su personalidad e incluso de su leyenda, alimentada por aquel personaje -que construyó con la complicidad de críticos y lectores- de escritor mítico tirado en una cama, fumando y consumiendo grandes cantidades de alcohol.

La infancia, el comienzo

La historia que termina en una cama comienza en un armario, también entre el encierro, la lectura y la soledad. Fue el segundo hijo de un funcionario de aduana y una brasileña, y de niño se escondía en un ropero para leer tranquilo durante horas. Sí, dirá que fue una infancia feliz aunque reconocerá que no existe otro momento en la vida tan personal y mentiroso como cuando se recuerda la niñez (“Cuando Eufrasia se llevó a Elvirita -dice el narrador de Cuando ya no importe-, me privó no sólo de la niña, sino de disfrutar de ese encanto que se llama infancia y que va desapareciendo, según yo la siento, a partir de los tres años”). Según el propio Onetti, fue un niño lector, conversador y organizador de guerrillas entre su barrio y otros. Se hacía la rabona -de la escuela o el liceo, da igual- y se iba al Museo Pedagógico a leer bajo una iluminación pésima mientras sus padres lo imaginaban en clase.

Luego de incontables mudanzas, la familia se instaló en el barrio Colón. Era 1922 y Onetti tenía 13 años. En marzo de 1928 fundó, junto con dos amigos, una revista local llamada La Tijera de Colón, que logró sobrevivir siete números. Allí publicó sus primeros relatos y dio inicio a su oficio de periodista. “No era una revista literaria y la hicimos así para adecuarla al público al que iba destinada”, recordó el escritor en una entrevista con Milton Fornaro, muchos años después.

A los pocos días de comenzar sus clases en el liceo -donde aprobó la prueba de ingreso con la nota mínima-, le robaron un impermeable que había olvidado en una ventana. El suceso le generó una impresión tan grande, cuenta Omar Prego, que la decepción lo condujo al abandono, si bien siempre achacó la deserción a la materia Dibujo, que nunca logró aprobar. “Fracasé en todos los intentos que hice. Así que por no saber dibujar no pude ser abogado, por ejemplo”.

Cuando finalizó su trabajo como encuestador en el censo de Colón, recibió la visita de dos primas que llegaban desde Buenos Aires. Casualmente se enamoró de la mayor, María Amalia, con quien se fue a vivir a la capital argentina. Con 21 años, sorteó la pobreza como pudo, trabajó en un taller mecánico, como mozo de café, pintor de paredes, en una fábrica de silos para cooperativas agrarias. En esos momentos difíciles comenzó a escribir.

Todo se debió a una veda impuesta a la venta de cigarrillos los fines de semana. Un viernes, distraído, olvidó la compra, y en la abstinencia desesperada escribió un cuento de 32 páginas que fue la primera versión de su novela fundacional, El pozo. Su matrimonio comenzaba a derrumbarse en medio de la miseria económica, y en 1934 decidió volver a Montevideo, esta vez acompañado por María Julia, hermana menor de María Amalia, que se convertiría en su segunda esposa. En ese entonces comenzó a gambetear la pobreza en una casa de pensión hasta que logró empezar a trabajar como vendedor de entradas en la boletería del estadio Centenario.

Si bien Onetti comenzó su actividad periodística en Buenos Aires hacia 1934, redactando una serie de críticas de cine, y a mediados de 1937 escribió su primera nota para la prensa uruguaya, su actividad profesional dio inicio en el semanario Marcha en 1939, donde se desempeñó como secretario de redacción. En diciembre de ese año publicó El pozo, en una edición de papel de estraza, en la nueva editorial de dos amigos, Juan Cunha y Casto Canel, obra con la que provocó un giro radical en las letras uruguayas, aunque de los 500 ejemplares editados sólo se hayan vendido unos pocos.

El ensueño

Varias de sus novelas ya son clásicos de la literatura hispanoamericana. Es que Onetti inauguró -a partir de 1939- una literatura autorreflexiva que se construye a medida que es leída. Los personajes deambulan por la ciudad, perdidos en su desamparo y resignados al fatal deterioro al que los somete su propia existencia. Son marginales -inmigrantes, bohemios, periodistas, prostitutas, proxenetas- que sólo aplacan su soledad en la evasión del tiempo. Así, Kirsten, la protagonista del cuento “Esbjerg, en la costa”, acudirá al muelle para observar la partida de los barcos hacia Europa y recordar, de este modo, el país lejano donde ella había nacido, donde había bailado con un hombre por primera vez, donde había visto morir a alguien que quería. “Era un lugar que ella había perdido como se pierde una cosa, y sin poder olvidarlo.” El narrador de “Bienvenido, Bob” dedicará sus noches a vengarse de la rabiosa juventud de Bob. Luego, con los años, practicará su venganza de manera definitiva cuando la decadencia y la vejez se instalen en Bob y el joven comience a ser carcomido por la sucia y tenebrosa vida adulta: “Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo”, prometiéndole mañanas distintos y jurándole que algún día podrá volver al mundo de los días de Bob.

De una manera distinta, Baldi -protagonista de “El posible Baldi”- intenta fundar otra realidad mediante variadas mentiras, historias falsas e infames originadas para impresionar a una mujer. Los personajes montados por Baldi -el asesino de esclavos, el traficante de drogas- serán cada vez más violentos y, paradójicamente, no dejarán de ser admirados por la muchacha. “Ella no sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía la triste cabeza inclinada para decir: -Pobre amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo...” De este modo Baldi deja de lado su rutinaria vida de oficinista y viaja por Sudáfrica imaginando oficios y pasados distintos, con el sabor de una existencia plagada de aventuras.

A veces la invención se teje en torno a un objeto, una persona u otro personaje. Esto es lo que sucede en “Jacob y el otro”, en el que un ex campeón de boxeo, Jacob van Oppen, y su representante, el Príncipe Orsini, viajan apostando dinero a quien resista con el campeón tres minutos sobre el ring. Con este reto llegan a Santa María, pero Van Oppen está viejo y fuera de forma, y el Príncipe, sin efectivo para la apuesta. Las luchas son arregladas con anterioridad por Orsini, que monta una magistral puesta en escena que simula un desarrollo usual de combate, y despliega un manto de ostentación -económica, familiar- sobre su miseria definitiva, mientras el tiempo se dilata en el cansino ritmo sanmariano. “Toda esta carne -pensaba Orsini, con el dedo en el gatillo del revólver-; los mismos músculos, o más, de los veinte años; un poco de grasa en el vientre, en el lomo, en la cintura. Blanco, enemigo temeroso del sol, gringo y mujer. Pero esos brazos y esas piernas tienen la misma fuerza de antes, o más. Los años no pasaron por allí; pero siempre pasan, siempre buscan y encuentran un sitio para entrar y quedarse. A todos nos prometieron, de golpe o tartamudeando, la vejez y la muerte. Este pobre diablo no creyó en promesas; por lo tanto el resultado es injusto.”

Estos personajes soñadores, pergeñadores de historias (que pueden contar mientras están acostados en una cama, o confesarse, o inventar o simplemente escribir), nunca son abandonados por Onetti. Pero son fabuladores que también encuentran, al final del sueño, la frustración de ese mundo absurdo. Lo fundamental es transformarse en otro e inventar un personaje a quien representar, como sucede en “Un cuento realizado” o en La vida breve, donde Brausen inventa a Arce, a Santa María, al mundo. Y es en esta novela, publicada en 1950, que se inaugura el universo imaginario onettiano por excelencia.

La piedra en el charco

Todos los vínculos que entablan los personajes, ya sean Brausen, Eladio Linacero o Carr, tienen como destino la incomunicación y la soledad. “Sospechó de golpe lo que todos llegan a comprender más tarde o más temprano... que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable.” Este aspecto, junto a la máxima del escritor que escribe para sí mismo -“Escribo para mí. Para mi placer. Para mi vicio”-, parecen contradecir, en primera instancia, el oficio periodístico.

Onetti desarrolló esta tarea hasta 1992, apenas dos años antes de su muerte. Como periodista utilizó varios seudónimos: Periquito el Aguador para su columna periodística “La piedra en el charco”, Groucho Marx para noticias de actualidad con tono humorístico y Pierre Regy para artículos de curiosidades literarias o relatos policiales.

A fines de 1940, en una falsa carta al director, el escritor decía: “Hacer periodismo es ofrecer al público informaciones sobre la vida y comentarla [...] Hay que escribir sobre política nacional, política internacional, problemitas femeninos, carreras, fútbol, literatura, arte...” Ésta fue la máxima periodística que Onetti siguió a lo largo de toda su vida, a la que dotó de un humor sarcástico y directo -aspecto inusitado en su ficción-, por medio de un conjunto temático misceláneo y alterno.

En su carrera periodística se pueden identificar dos claros vértices: la reflexión sobre qué es la literatura, y la ética del oficio de escribir, sin dejar de lado el análisis del espíritu y las reacciones humanas (la envidia, la burocracia, la ignorancia).

En “Una voz que no ha sonado” -su segundo artículo publicado en Marcha- dice que “no hay aún una literatura nuestra, no tenemos un libro donde podamos encontrarnos”. Más adelante, reclama “Una voz que diga simplemente quiénes y qué somos, capaz de volver la espalda a un pasado artístico irremediablemente inútil y aceptar despreocupada el título de bárbara”. De esta manera, el Onetti periodista va en contra de la tradición literaria previa y plantea la imperiosa necesidad de crear una nueva, que rompa con el modelo regionalista de los años 20 y 30. “Hay que hacer una literatura uruguaya; hay que usar un lenguaje nuestro para decir cosas nuestras”. En paralelo a esta proclama, el novelista publicaba El pozo, nouvelle instauradora de una nueva literatura urbana, próxima al hombre y sus problemas existenciales.

El artículo continúa señalando la necesidad de que “cada uno busque dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede encontrarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arte”. En El pozo ya había anticipado esta consigna que luego encarnaría su principio fundamental. “Señal” y “Una voz que no ha sonado” denuncian el estancamiento y la pobreza que regían el provincianismo literario uruguayo de esos años, denunciado por el propio Onetti, en pro de un ejercicio provocativo y satírico que concrete una crítica eficaz.

En el conjunto de estas reflexiones literarias el uruguayo incluye el reconocimiento de sus devotas admiraciones: William Faulkner y Céline, a las que se suman las de Roberto Arlt y Graham Greene, entre otros.

El periodismo para él, al contrario de lo que sucedía con su obra literaria, fue un modo de ganarse la vida. Incluso en Madrid escribió durante años artículos mensuales para la agencia de noticias Efe, ritmo que abandonó en 1985 para escribir cuando sentía el impulso.

Este humor periodístico al que tanto se han referido los críticos (por citar ejemplos: “Señor director: Ante todo para curarlo de espanto y arrancarle el hipo de raíz, voy a declararle que no tengo tema. Me será, ergo, completamente imposible llenarle hoy el espacio convenido” o “Señor director: No sé si a usted le molestará; pero quiero confesarle públicamente que no soy proteccionista [...] Me abandono a mi naturaleza y prefiero ver una película yanqui a una nacional”) se percibe, patente, en la correspondencia que mantuvo con Julio E Payró, en la que se descubre a un Onetti apasionado, dispuesto, afectuoso.

El ayer se junta allí

Como ya hemos sugerido, Onetti ha construido, paralelamente a su obra literaria, un personaje: el escritor Juan Carlos Onetti. Esta construcción se acopla sorprendentemente al tópico de la obra onettiana, en cualquiera de sus versiones.

Tal vez como un modo de distinguir entre el Onetti que escribe ficción y el Onetti que sufre la vida, Brausen, el fundador, recuerda a un personaje de La vida breve llamado Onetti, que usaba anteojos y no sonreía, pero dejaba adivinar que podía ser simpático sólo con “mujeres fantasiosas o amigos íntimos”, a la vez que lo saludaba con monosílabos, a los que “infundía una imprecisa sensación de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía el café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa”.

Onetti nunca esquivó las ambigüedades y la mistificación lo acompañó, incluso, desde su apellido (cuyo origen era, aseguraba, O’Nety). Cuando publicó La vida breve instauró la doble leyenda: por un lado, la de Santa María y, por otro, la de un escritor que es engendrado por su propia obra. “Mundo loco” son las primeras palabras de La vida breve, provenientes del otro lado de una pared. Brausen escucha la frase desde su cuarto, acostado, como una cualidad anticipatoria de lo que luego se convertiría en la trama y la definición de la novela. Él busca algo que lo exceda y le posibilite soportar lo que sucede en su habitación. De esta manera, la fundación de Santa María persigue una táctica de supervivencia: es necesario que el protagonista sea otro, y a partir de este traslado, el tedio de la existencia se olvida, al menos por un rato.

El fatalismo con el que Onetti observaba los degradantes vínculos que mantienen las personas, como las que describe en El astillero, ha dado lugar a varias interpretaciones políticas rechazadas por él mismo. En ese espacio donde todo es usado y continúa su deterioro constante, los personajes carecen de sentido, de esperanza, de pasado (“treinta o cuarenta años de pasado inexplicable, ignorado para siempre”, dice Díaz Grey en “La muerte y la niña”).

Pero, al igual que los imaginados por Arlt o Faulkner, los personajes de Onetti no modifican sus conductas debido a lo que enfrentan. Más bien se abandonan a la pasividad y a la resignación, rasgos por los que se convierten en observadores privilegiados de su realidad. “Para mi generación Onetti fue el perfecto héroe de la renuncia”, dice al respecto el mexicano Juan Villoro.

Pero su escritura no siempre tuvo una buena acogida, más bien atravesó diversos altibajos. En un prólogo a una nueva edición de El astillero, José Donoso lamenta que 30 años atrás Onetti no le hubiera ganado un certamen a Ciro Alegría. Pero también en otro concurso, organizado por Losada en Buenos Aires, se le concedió el primer premio a un argentino -Bernardo Verbitsky- y el segundo a Tierra de nadie. Más tarde, en 1967, había vuelto a perder ante otro peruano, Mario Vargas Llosa. El jurado del Rómulo Gallegos eligió a La casa verde sobre Juntacadáveres. En su momento, Onetti, con humor resignado, atribuyó el hecho a que ambas novelas trataban de burdeles, pero el de Vargas Llosa tenía orquesta.

Miles de pies inevitables

Pocos son los escritores que han mantenido su espíritu y postura creativa en sus últimos años. Si bien los ejemplos contrarios abundan, Onetti es uno de los que constituyen las escasas excepciones. Cuando ya no importe, su última novela, publicada en 1993, es un cierre condicionado por el desorden vital que sigue Carr, su protagonista, y en el que se compaginan todas las voces del pasado. Esto se percibe en ciertas resonancias de algunos textos, principalmente El astillero. Carr, al igual que Larsen, vive en las afueras de Santamaría y ambos comparten una ilusión -el astillero o Elvira- que nunca alcanzan.

Cuando ya no importe se organiza en forma de diario, aunque el narrador confiese que un día se le cayeron los apuntes y nunca supo si los recogió en el orden correcto. Tal vez se la pueda definir como una novela de despedida, de adioses, que refiere a cada aspecto por su nombre. Por ejemplo, se establece un número excepcional de referencias a Uruguay dispersas a lo largo de la novela, contrastando con las características de sus obras anteriores. Se menciona a Monte, evidente cita a Montevideo, la transcripción de los famosos grafitis contradictorios del aeropuerto de Carrasco, “que el último en irse apague la luz” y el que ruega “no te vayas, hermano”, precedidos por el “recuerdo que en aquellos tiempos la gente de Monte huía de su ciudad, cruzaba el río para llegar a la gran capital transformada entonces en cabecera del tercer mundo”; el faro del río Negro, y la característica de que el narrador sea un “che” oriental, no uno porteño.

Con esta última novela Onetti cierra su mundo ficcional, en el que fundó mucho más que una ciudad. También una tradición y una leyenda. Es probable que a esta altura esté disfrutando de un vaso de whisky junto al codo, riéndose de este intento de recuerdo. Pero el difunto sigue llamándose Juan Carlos Onetti y ése será su nombre hasta que uno, tradición o instinto, se canse de cumplir ritos de olvido “para no decir que sí y abandonarse”.

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