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El derecho a la ciudad

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Columna de opinión.

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Hace 50 años se usó por primera vez el término gentrification para referirse a ciertos procesos urbanos. Este anglicismo, cada vez más usado en la literatura urbanística contemporánea, trata de describir situaciones en las que un grupo de personas de cierto poder adquisitivo (turistas, artistas, profesionales jóvenes, etcétera) “descubre” un lugar o un barrio, presiona para sustituir a los pobladores anteriores de éste mediante ciertos mecanismos directos e indirectos, y lo logra.

La renta del suelo urbano suele comandar procesos de segregación/expulsión de poblaciones de los lugares en que residían, cuando las lógicas del mercado del suelo tienden a valorizar ciertos ámbitos de nuestras ciudades.

En 1968 Henri Lefebvre, en su faceta de geógrafo crítico, ya postulaba y desarrollaba el concepto de “derecho a la ciudad”, realizando una contribución fundamental al urbanismo del siglo XX al entender el espacio urbano como una construcción social, compleja y contradictoria, interpretable desde una perspectiva marxista, y al señalar que el derecho de todo ciudadano a la construcción de su espacio es parte de un sistema de conflictos y contradicciones.

En América Latina, décadas de luchas y de esfuerzos desde la sociedad civil, y en particular desde los movimientos sociales que luchan por la vivienda popular y postulan la “reforma urbana”, no han logrado avances significativos. La emergencia a partir de los años 90 de gobiernos progresistas, primero a escala local en las grandes capitales y centros metropolitanos y luego, al alborear el nuevo siglo, a escala nacional, abrió importantes expectativas y mostró una perspectiva de lograr resultados diferentes.

En nuestro país, la Ley 18.308, de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible, consagra el concepto de “función social” de la propiedad territorial y contiene algunas disposiciones que ayudarían a efectivizarlo.

Muchos planes, proyectos e iniciativas diversas, tanto desde ámbitos de gobierno como desde la sociedad y los medios profesionales y académicos, contienen propuestas, ideas y aspiraciones para defender el derecho a la ciudad y colocar a la propiedad del suelo en un lugar subsidiario del interés general. Algunas experiencias concretas -programas piloto de viviendas, cooperativas de reciclaje, créditos para la rehabilitación y otros tipos de intervenciones (como la mejora de servicios y de espacios públicos)- mostraron un camino posible para contemplar la situación vulnerable de ciertos grupos sociales en las áreas centrales.

En un trabajo académico en el que estudiamos los efectos de las políticas públicas realmente aplicadas, calificamos esas acciones como “adecuadas” pero “insuficientes”.

El área central de la ciudad de Montevideo registra desde hace más de tres décadas algunos procesos persistentes: pérdida neta de población, expulsión de algunos grupos vulnerables (residentes en pensiones, casas de inquilinatos, conventillos y propiedades ocupadas), y un aumento del número de viviendas desocupadas. Al mismo tiempo, y más recientemente, se registran otros cambios que también impactan en la composición de este cuadro: se incrementa el número de viviendas (entre otros factores, como resultado de la inversión privada, fruto de nuestra actual “prosperidad frágil”, y de las políticas públicas de construcción y/o reciclaje de viviendas) y también el número de hogares, pero se reduce drásticamente el tamaño de éstos. Consecuencias de los cambios sociales y culturales, de su impacto en los arreglos familiares y en particular del avance de la “segunda transición demográfica”. Al centro urbano lo habita menos gente, una población que cada día es menos diversa, que compone hogares de tamaño reducido o en gran proporción unipersonales, posiblemente de mayor edad, posiblemente con niveles de ingreso y ciertas costumbres, comportamientos y preferencias de consumo más homogéneas.

Pero el área central también experimenta otras tensiones. Tradicionalmente, el centro de Montevideo y en especial 18 de Julio, “nuestra principal avenida”, fueron lugares de prestigio y de referencia colectiva a escala de nación. Ámbito de localización de actividades significativas: administrativas y de gobierno, empresariales, comerciales, culturales, y también de viviendas de cierto estándar. La competencia de las “nuevas centralidades”, y en especial, desde 1984, de los centros comerciales cerrados, vigilados y ambientalmente controlados, así como la expansión metropolitana, debilitaron pero no terminaron de matar al centro. Esa pugna continúa.

En las últimas semanas ha tomado estado público el conflicto que plantea el desalojo de un número importante de familias que viven, desde hace ya algún tiempo y en forma precaria, en el edificio Royal, en la esquina de 18 de Julio y Andes, frente al Salvo, casi enfrente del edificio que fuera del Jockey Club. Miles de personas pasan cotidianamente por esa acera, por esa esquina, o por la aceras de enfrente. Quizá muy pocas conozcan qué sucede puertas adentro o pisos arriba de una construcción que hacia el espacio urbano se muestra más bien anodina o no llama la atención. Hace algún tiempo la “crónica roja”, esa parte del establishment informativo que construye nuestra agenda de cada día, mostró, en forma fugaz, algún episodio llamativo. Familias y personas solas, inmigrantes, trabajadores con empleo formal y otros que no lo tienen, niños, adultos. Para la mayoría, estar allí no fue opción. Algunos seguramente pagaron -y no poco dinero- su derecho a ocupar precariamente algo que con dificultad puede llamarse “vivienda”, y que pronto ya no tendrán.

No es un problema del gobierno, es un problema de la sociedad. Las familias pobres tienen que vivir en algún lugar. No es multiplicando asentamientos y barrios para pobres, barrios cerrados para ricos y cárceles, que lograremos una verdadera convivencia y la tan ansiada “seguridad ciudadana”.

La sociedad uruguaya es propensa a soslayar los conflictos y esconder sus problemas; nos gusta barrer debajo de la alfombra. Al “nuevo uruguayo”, si lo hay, no le agrada ver gente pobre viviendo en condiciones precarias. Simpatiza con el concepto de solidaridad pero desconfía del “otro”, y si ese otro es muy diferente, con frecuencia le teme.

Si aspiramos a vivir en una sociedad más equitativa e inclusiva, debemos mantener en la agenda de nuestros temas pendientes, con carácter prioritario, el del “derecho a la ciudad”, un derecho a convivir con diversidad. Un derecho de todos.

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