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La pereza de pensar

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Es curiosa la manera que tenemos de razonar ante un conflicto que trastoca los roles habituales. En este caso, una cárcel en la que se tortura, durante un gobierno de izquierda, en un país en que la tortura se asocia a la extrema derecha. Me estoy refiriendo a algunas dependencias del INAU que vienen siendo noticia últimamente, pero podría estar hablando de la situación de casi cualquier preso.

Entendámonos: los lugares donde están encerrados los menores que cometieron delitos son, lisa y llanamente, cárceles, por más que utilicemos la expresión “centros de rehabilitación” u otros eufemismos. Y cuando se menciona la tortura, no hay por qué estar hablando de submarinos, picanas eléctricas o métodos más sofisticados importados por algún enviado de la CIA. Dejar a alguien semidesnudo en invierno, encerrado en una habitación helada, o darle una paliza porque se atrevió a decir algo por televisión, ya son claras formas de tortura. Nada de “a un funcionario se le fue la mano, y vamos a hacer la denuncia”. ¿Se le fue la mano en qué, digo yo? ¿Le fue a llevar la comida y sin querer terminó matándolo a golpes?

Pero la parte más maravillosa es cuando se dice “sí, hay cosas que están mal, pero no hay que ver sólo el lado negativo”, y te entran a enumerar detalles para demostrar que están mejor que antes; el primero de los cuales, curiosamente, suele ser que hoy hay menos fugas, como si eso mejorara la situación de las víctimas. ¿Y a mí qué me importa? Estamos hablando de tortura, repito, no de una ventana que no cierra bien, o de una gotera en uno de los salones. Tortura sistemática utilizada como método de control. Demencia de funcionarios cuya ideología y filiación sindical deberían importarnos un pito, volcada sobre personas indefensas en reiteración llamativamente real. Intento de destrucción de la personalidad que lo único que puede generar es odio, y con él, conductas que justifiquen, a posteriori, la severidad de los tormentos aplicados. Y eso es inadmisible desde todo punto de vista, independientemente de lo que esas personas hayan hecho antes en su vida y de las explicaciones que elijamos dar a ese proceder.

Y aquí es cuando la cosa se pone grave: “Se preocupan más por esos atorrantes asesinos que por la gente que trabaja”. Es increíble la capacidad de negación que tienen algunas personas. Porque si a uno lo ponen frente al peor asesino serial y el tipo está en calzoncillos en una noche polar, y tenemos una frazada, no sé quién tendría el estómago para negársela. Pero claro, eso queda lejos; el cerebro es capaz de bloquear esa información y sustituirla por razonamientos abstrusos. Se podría agregar que los que están ahí detenidos no necesariamente asesinaron a alguien (algunos simplemente robaron una moto), pero eso es intrascendente: los derechos humanos no son para los “humanos derechos”, sea lo que sea que esto signifique, sino para todos. Hoy en día hay quienes parecen cuestionar esta verdad universal, aceptémoslo. Discutámoslo si quieren, pero mientras no se modifique ese aspecto de la Constitución (lo cual pondría al país en una comprometidísima situación), seguirá vigente. Por lo tanto, si lo violamos, estamos delinquiendo, y pasamos automáticamente a merecer -siguiendo el razonamiento- el mismo trato que pretendemos para los demás delincuentes.

La situación sin salida a la que conduce esta paradoja es bastante clara. La ley pasa a ser algo que se aplica a los otros, pero no a mí. El problema es que ese “mí” cambia, por definición, según quién sea el sujeto, lo cual conduce a que la ley pase a ser la ley del más fuerte, o, siendo precisos, de quien está más cerca del poder. Y el poder, en situaciones particulares, puede detentarlo alguien que nos está apuntando con un arma. En ese caso clamaremos por nuestros derechos constitucionales; eso se llama hipocresía, y lo peor es que parece ser una hipocresía bastante generalizada.

Hay que tener en cuenta que ése es el mismo criterio que parece aplicarse cuando un tribunal de apelaciones deja libre a alguien que, de no estar tan cerca del poder, sería considerado simplemente un pedófilo, un viejo bufarraco, un violador de menores, etcétera, e iría a parar a una cárcel común donde sus colegas habitacionales le harían experimentar algo parecido a lo que probablemente habrán sentido sus víctimas.

Podrá ser duro, pero es así: no sólo la sociedad, sino el mismo pensamiento, deben regirse por ciertas reglas, ciertos principios generales que no cambien según la propia conveniencia en cada caso. Da pereza, pero ¿cómo podríamos acusar a alguien de atorrante que no quiere trabajar, si no somos capaces de realizar ese mínimo esfuerzo mental? En medio de esta hipocresía vivimos, y parece que seguiremos viviendo por muchos años más. Tal vez sea un rasgo inherente a nuestra condición humana; sería buenísimo poder creer que no.

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