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Jugadores de la selección de Uruguay, ayer, en la llegada al Aeropuerto Internacional de Carrasco./Foto: Nicolás Celaya

Sin remordimientos

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Miles de personas recibieron anoche a la Selección en el Aeropuerto de Carrasco.

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El sábado Colombia derrotó de manera inobjetable a Uruguay 2–0 con anotaciones de James Rodíguez, una en cada tiempo. Así como se clasificó a cuartos de final, dejó, como al parecer muchos querían, a Uruguay fuera del campeonato. Ahora los colombianos de juego ágil y grácil dirigidos por el argentino José Pekerman deberán enfrentar a los brasileños, que apenas en la serie de penales pudieron doblegar a Chile.

Al finalizar el partido, cuando Maracaná ya había quedado vacío de los miles y miles de colombeños y brasilembianos, que muy anticipadamente se mofaban de los rodeados hinchas uruguayos, empecé a tirar mis primeras líneas, pensando en la construcción de la gloria, de la transmisión casi genética, aunque no, de esa idea hecha acción en fuerza y esfuerzo de poder atravesar el umbral de lo esperado. También en esa posición frente a la vida, aunque con menos adeptos, pero creciente, de poder apreciar victorias o símbolos de triunfos, donde según los marcadores de los partidos, o hasta el mucho más subjetivo nivel de juego, ha sido inferior en la competencia al rival.

En ese escritorio moderno de Maracaná, desde el que nunca se pudieron escribir las hazañas de Julio Pérez o la cruz de Barboza, quedé rumiando los valores, sueños y miserias que una sociedad puede construir desde una manifestación deportiva.

La victoria colombiana fue inapelable. Los de Pekerman nos ganaron bien, a puro fútbol, limpiamente, pero aún faltando 15, diez, cinco minutos, yo relojeaba mi reloj-pulsera con la vana, pero no ilusa, idea de que “el león herido iba a sacudir su melena”, metáfora que inmortalizó a Carlos Solé en el Mundial jugado en Suiza en 1954, cuando Uruguay empató de atrás a Hungría para forzar un alargue en el que después sería derrotado.

Cuando terminó el partido, los muchos miles de uruguayos que había en las gradas, donde apenas una veintena de muchachos de la edad de sus abuelos y bisabuelos 64 años atrás habían dado vida a la más fenomenal gesta de la historia del fútbol mundial, cantaban y gritaban como si hubiesen ganado. En parte lo habían hecho, ya no en el partido de octavos de final, pero sí en otras tantas cosas que no se cuantifican en partidos, y son inapreciables para muchos. Ahí me di cuenta de que, como dijera Fontanarrosa en el Tercer Congreso Internacional de la Lengua Española,“hay palabras, palabras de las denominadas malas palabras que son irreemplazables, por sonoridad, por fuerza, algunos incluso por contextura física de la palabra” y que lo que yo quería escribir iba mucho más allá de un apunte que hice cuando nos gritaban “¡ole, ole!” en que les sugería dónde se podían meter la referida expresión. Era necesario expresara que en dignidad y en sueños le hacemos partido a cualquiera y cagamos a pelotazos a otros tantos.

Del fútbol heroico

La victoria inapreciable se mide esta vez en la capacidad de jugar un partido difícil en un ámbito más difícil aun, frente a un rival que supo desatarse en el momento preciso y mostrarse como una expresión futbolística muy fuerte, pero que aun así no pudo respirar hasta el pitazo final.

Anotaba que el elenco oriental dio una lección de heroicidad en la segunda parte, intentando sobreponerse a un resultado muy adverso y a un juego muy superior. No habría ni que recordarlo, pero la baja de Luis Suárez, su ausencia y seguramente todos los acontecimientos supervinientes a su sanción tuvieron mucha incidencia en la competencia.

Aun así, el salteño en ausencia estaba presente, con los gritos “olé, olé, olé, Suárez, Suárez”, con las miles de caretas que los excelentes directores de cámara de las transmisiones de FIFA no pudieron captar ni una sola vez al aire y con las ganas y la rebeldía del grupo de deportistas que lo respaldaban. Persecuta y algo más: en el primer tiempo, en el del 1–0 con ese excepcional golazo de James Rodríguez que a pesar de la gran respuesta de Muslera se tranformó en el gol del campeonato, cuando la cosa estaba pareja o compleja para aquellos que de alguna manera deseaban que Uruguay no siguiese adelante, como nunca vi en mi vida, repitieron varias veces y desde todos los ángulos el gol colombiano, para azuzar a la tribuna amarilla.

Haceme un número

La celeste arrancó con un 5-3-2 en defensa para tratar de maniatar a los ágiles colombianos, casi brasileños, tanto en la cancha como en las tribunas, donde miles de ellos, que una hora antes habían sufrido hasta lo indecible para seguir adelante ante Chile, gritaban y gritaban, payaseando frente a los uruguayos “¡E...-li–minados, E...-li-minados!”, lo que naturalmente despertó el profundo desagrado de los uruguayos, y en algunos casos, bastante más que desagrado.

A Uruguay le costó muchísimo tener la pelota por eso la primera jugada en la que llegó fue tras una falta apenas cinco metros en campo rival, en la que Forlán se cruzó la cancha para ponerla en el área.

Los colombianos tocaban y tocaban. Seguramente la idea inicial era controlarlo, y se puede controlar sólo hasta que una bestia como James Rodríguez la mata de pecho y saca un impresionante zurdazo al ángulo que nunca hubiesen podido controlar ni uno ni cinco ni diez Musleras.

Después de ahí, sacando fuerzas y ganas ante la mucho mayor expresión técnica de los colombianos, la selección de Tabárez arrimó un par de veces, pechereo otras tantas, y se fue al vestuario con un mensaje codificado sólo para gente que sabe cuáles son los elementos indispensables de mate, qué es una torta frita y qué es ser un nabo: todavía quedaba un tiempo y no había nada definido. Ese equipo de celeste, el silbado, el hostigado, al que alegremente le gritaban «ole», tras dos o tres pelotas tocadas entre sí, aún tenía mucho para dar. Y lo dio, pero la cosa se puso muy cuesta arriba cuando a los cinco de la segunda parte una vez más James Rodríguez puso el segundo después de una muy buena jugada colectiva que incluyó casi todo lo que pide el fútbol.

La vuelta

Ayer por la noche el plantel de la Selección arribó al Aeropuerto Internacional de Carrasco y fue recibida por miles de simpatizantes.

A partir de ahí, mucho tiempo, Uruguay jugó 40 minutos heroicos, buscando de manera desesperada doblegar a Ospina, que estuvo en una tarde-noche inolvidable. No había respiro y por derecha o por izquierda con un esfuerzo redoblado que cansa desde la tribuna, sólo por comparación a la simplicidad con que lo logran los de enfrente la oncena de Tabárez, ya con Stuani, Ramírez y la Joya Hernández en cancha, con Cebolla yendo de la cama al living, con Egidio jugando y metiendo, esas camisas celestes sudadas e ingobernables lo único que hicieron fue enaltecer la victoria colombiana y dejar sentado que hay derrotas en el marcador que rápidamente pueden convertirse en victorias de la vida. Somos lo que somos, pero estamos mucho más cerca de que somos lo que queremos ser, de lo que realmente podemos ser. Más allá de lo que se visualizó desde el punto de vista deportivo, tal vez como un camino más corto que lo esperado, hay otros caminos que han quedado bien señalizados, como el de la dignidad, solidaridad y el esfuerzo. Ya lo dijo el viejo Mario: “Uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene derecho a no hacer lo que no quiere”.

Uruguay nomá pa todo el mundo.

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