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La Justicia corroboró negligencia del Ministerio del Interior en la muerte de un recluso en 2006; el Estado apeló.

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Nilda Pelayo se enteró por la prensa de que su hijo había muerto. Diego Santana Pelayo tenía 26 años, tres hijas, un pasado de panadero y un procesamiento con prisión por hurto y rapiña especialmente agravados que lo llevó a vivir desde 1998 en el Comcar, La Tablada y el Penal de Libertad, en San José, donde pasaría su último año de vida. Sucedió el 22 de agosto de 2006 a las 14.00 en el patio del sector B de la cárcel. El agente Fleitas, encargado de llaves del portón, vio a Santana persiguiendo con un corte de 40 centímetros a otro recluso, el Gallego, que sangraba por una herida en la cabeza. El oficial dejó pasar al herido y cerró. Mientras trasladaban al herido al Hospital de San José a recibir suturas, Santana, atrapado en el patio, se acercó a una pileta para lavarse la sangre. Ahí lo esperaba Raúl Alonso, vestido con lo que los informes posteriores describieron como un “chaleco protector casero”. En la pelea, Alonso le sacó el corte y se lo clavó en la espalda, el cuello y el pecho. “Anemia aguda” y “hemoneumotórax bilateral”, escribió el forense Freddy Borges. En lenguaje menos médico, se desangró en el piso.

El sector B del Penal de Libertad no tiene cámaras de video; los únicos testigos son humanos, y sus declaraciones no coinciden. Uno de los reclusos cuenta que lo vio morirse contra una columna de alumbrado; “ayudalo”, le pidió a un policía, apodado El Facha. “No, se tiene que morir”, fue la respuesta, según declararía más tarde el testigo. Otros reclusos que vieron la escena desde atrás de las rejas o desde el patio cuentan que el médico del establecimiento, el doctor Raúl Rodríguez, llegó 40 minutos después. Ya era tarde.

“Lo que pasó fue que hubo una emboscada para que Santana dejara de hablar”, dijo a la diaria la abogada de la familia Pelayo, Lidia Ramírez, que presentó una demanda civil contra el Estado y la ganó. Santana llevaba unos cuantos años denunciando malos tratos, denuncias que fueron fundamentales para que la Justicia procesara con prisión al inspector José Felipe Sande Lima, director del Penal en ese entonces. Y se la cobraron.

El Ministerio del Interior (MI) apeló la sentencia, por lo que ahora Ramírez tiene que sacar artillería y volver a atacar.

El último círculo

Malos tratos, hostigamiento y torturas físicas y psicológicas fueron las consecuencias de que Santana hablara de cosas que pasaban en el penal. Sande Lima fue procesado por llevarse materiales de la cárcel y venderlas: ollas, calderas, cocinas, rejas, puertas de celdas y hasta un inodoro, que terminó instalando en su casa.

En 2006, a pedido de Santana y por disposición de la Justicia de San José, fue trasladado al sector E de la cárcel, un conjunto de celdas individuales destinadas a presos de alta peligrosidad, pero también a los que corren peligro. La estadía duró pocos meses: a partir del procesamiento del director del penal, los guardias comenzaron a golpearle las rejas de la celda de noche, para que no pudiera dormir, según un informe sobre el caso que elaboró tres meses después Álvaro Garcé, entonces comisionado parlamentario para el Sistema Carcelario.

Su madre describió ese año a La República otras torturas: lo obligaban a acostarse en una cama de cal que le quemaba la piel y lo encerraban en el sótano; también disparaban hacia adentro de la celda, le impidieron salir por lapsos que sumaron un total de 365 días, y no lo dejaban llamar a su madre enferma de cáncer, declararon otros presos. Garcé contó a la diaria que en una visita a la cárcel vio cómo dos oficiales le acercaban dos perros para que le ladraran mientras usaba el teléfono.

Adriana Berezán, que fue su abogada en el proceso por hurto y rapiña, pone comillas a las medidas de “protección”, según dijo a la diaria: “En la interna los presos no tienen protección. No pueden denunciar porque se quedan en el mismo establecimiento, y ésa es su sentencia de muerte”.

Garcé, que casualmente había defendido al asesino de Santana como abogado de oficio en San José años atrás, dice que esos años fueron una época “complicada” en la relación entre el Estado y sus presos. “Se estaba perdiendo el control del sistema penitenciario. Existió un nivel de violencia inusitada y, en particular, los sectores E y F del penal eran el último círculo del infierno”.

Dedicado hoy a la actividad profesional, el ex precandidato a intendente de Montevideo por el Partido Nacional recuerda el caso con mucho detalle y está convencido de que los aparentes errores que llevaron a la muerte de Santana no fueron casuales: “Resultó determinante una citación que él tenía pendiente para declarar en contra de otros funcionarios del establecimiento unos días después de su muerte. El mensaje termina reforzando los mecanismos de impunidad: 'Si viste algo, no hables, y si oíste algo, no digas'”.

Después del hostigamiento en el sector E, Santana pidió para volver al B, pero reclamó medidas de protección, que le fueron concedidas por el juez. En sus investigaciones, Garcé encontró más irregularidades: las celdas de los presos “aliados” de la víctima no se abrieron aquel 22 de agosto, y el cuñado no pudo salir porque estaba sancionado. El comisionado había pedido que lo trasladaran a otra cárcel, pero no obtuvo respuesta. “Santana murió solo”, remata.

Pérdida de chance

La madre de Santana y sus dos hermanas -Leticia y Natalia- lograron algo de resarcimiento: que la jueza letrada de primera instancia de Tercer Turno, María del Carmen Stombellini, reconociera el 27 de agosto de este año que el Estado incumplió con sus responsabilidades, y concediera a las Pelayo el “daño moral” por la muerte de Santana -que refiere al sufrimiento per se de la familia- e identificara lo que jurídicamente se llama “pérdida de chance”, que hace alusión a la posibilidad que hubiera tenido de vivir si hubiera recibido la atención médica en tiempo y forma. Sin embargo, la jueza no encontró pruebas y, por ende, desestimó una de las peticiones defendidas por Ramírez, que fue la existencia de “daño pre muerte” de Santana, que alude al sufrimiento que le pudieron haber generado las heridas hasta que falleció.

Según explicó la abogada, para lograr una resolución favorable fue clave el informe de Garcé, pero también influyeron los insumos que surgieron a partir del proceso penal de Santana que llevó a cabo Berezán. Ella calificó su situación como “difícil de describir”, porque “supera todo lo imaginable en cuanto a la violación de sus derechos fundamentales”. Asegura que no se brindó “un mínimo de garantías” para sobrevivir, cuestión que consideró “insostenible”.

El MI apeló la sentencia: la institución asegura que el nexo causal entre el hecho de muerte de Santana y la negligencia policial no está probado, y que considera un agravio la resolución favorable, porque determina una responsabilidad que no tiene. Ayer la familia contestó con las pruebas ratificadas por Stombellini, que determinan la responsabilidad del MI en el asesinato.

Desde el punto de vista jurídico “objetivo”, está claro que Santana murió dentro del penal; por otro lado, el Estado debe salvaguardar la vida de todos los presos. Pero también hay causantes “subjetivas” que evidencian que se actuó con culpa e imprudencia. Para empezar, Ramírez señala que “no existe el personal suficiente para poder realizar en debida forma las requisas, a fin de que los reclusos no tuvieran cortes carcelarios”, afirmación que se desprende incluso del testimonio de uno de los oficiales que fueron testigos del asesinato, de apellido Malaquin. Añade que “en el patio no se hacen requisas”, que podrían haber evitado la presencia del corte que utilizaron para matar a Santana. El preso Luis Javier Quinteros confirma la versión de los hechos que sostienen la familia de la víctima, Garcé y ambas abogadas. A esto se suma que los policías desconocían que el juez letrado en lo penal del Primer Turno de San José había pedido medidas de protección para Santana. Fallaron por negligencia.

¿Ajuste de cuentas?

La versión oficial del Ministerio del Interior es que la lucha de Santana con el Gallego y Alonso, su asesino, venía de antes, motivada por su pertenencia a “dos bandas criminales opuestas”. Sin embargo, Garcé informó a la Asamblea General que la víctima, si bien coincidió con ambos en su estadía en el Comcar, no compartió módulo, por lo que esa hipótesis fue descartada.

La familia Pelayo está segura de que a Santana lo terminaron de matar los guardiacárceles: “Cuando llegamos al penal, se escuchaba cumbia a todo volumen, y noté a varios policías contentos por la muerte de mi hermano. Uno de sus compañeros de celda me contó que un guardiacárcel, al momento de que comunicaron su deceso, dijo: 'Ahora sí que está muerta esta rata alcahueta. Hay un pichi menos en el penal'”, dijo una de las hermanas en 2007.

“Luego de que lo dejaron en la guardia para que fuera asistido por un médico del establecimiento, minutos más tarde salió un funcionario y les comunicó a los demás reclusos que había muerto y que nada habían podido hacer para salvarle la vida. Uno de los internos me dijo que cuando vio a Diego, además del corte en la espalda que había recibido en el patio, tenía dos heridas profundas en el pecho y un tajo en la zona del cuello, y tenía hematomas por todo el cuerpo. Es por eso que digo que a mi hermano lo terminaron de matar los propios guardiacárceles en la guardia del penal”. “Diez meses antes de su muerte, había sido enviado al Penal de Libertad, con el argumento de que tenía mala conducta. A él lo procesaron por un delito de rapiña, pero en realidad no rapiñó a nadie. Lo acusaron de haber asaltado un supermercado, pero en realidad el robo fue en una finca del Cerro, porque necesitaba plata para comprarle un remedio a una de sus hijas. Le tipificaron rapiña para condenarlo por más años”, dijo la madre del recluso en 2007 a La República.

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