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Foto: Iván Franco

Amplio paseo mental por la breve tierra del Uruguay

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I. Uruguay es “la cara de la desgracia”. Así me lo enseñó Juan Carlos Onetti aquella noche en que leía El pozo a la luz de una vela, echado sobre la cama, solitario y fumando bajo uno de esos apagones interminables de La Habana de los 90. Mientras unos duermen tranquilos a bordo del avión, a otros les da por revolverse en los territorios de la memoria. Uruguay es la melodía del amante roto: desgarro y melancolía, soberbia y encono, todo en uno. Es tango empecinado que no regala el canto prístino de su zorzal, la voz de hogar que reclama como hijo a Carlos Gardel por delante de la Francia altanera. Cuando estoy a minutos de desembarcar en Montevideo por primera vez en la vida, me da por pensar en lo que se ha vuelto el mundo de chiquitico, de accesible y conocido. Uruguay es orgullo de campeón antiguo, como de boxeador veterano que no se concibe sobre la lona: Godín empuja el balón con la cabeza en alto por encima del resto; Forlán chuta a puerta por sentido del deber; Luis Suárez muerde al contrario o mete la mano en la línea de gol con la misma altivez del futbolista que alzó la copa de 1930 en la grama del estadio Centenario. La nave está a punto de aterrizar y me pongo filosófico. Terras incognitas ya no hay, y no sólo en su significado arcaico; la cuestión, ahora que el hombre ha hollado la Tierra toda, el mundo entero en su realidad concreta, es que tampoco nos van quedando terrenos abiertos para la imaginación, los espacios ignotos para el asalto de la sorpresa. Cae el pájaro de hierro sobre la pista de asfalto, y me preparo, resignado, para atravesar un interminable déjà vu. Ibarbourou, Agustini, Vilariño, Felisberto, Quiroga, Levrero, Galeano: son los hitos literarios que espero encontrar rellenando los anaqueles de una Feria Internacional del Libro a la que asistiré como encargado del stand de Cuba. Sigo cavilando: hoy, la experiencia del viajero no queda otra que vivirla como un choque mental de contraste entre los recuerdos inventados por la cultura y la percepción directa de una realidad. Pongo un primer pie en el suelo de Montevideo. La ciudad de La tregua y los Poemas de la oficina, escrupulosa y burocrática, en el sentir de Benedetti…

II. Habrá que volar hasta la Patagonia o la Antártida, Siberia o Corea del Norte. O hasta la Cochinchina. Que los lugares exóticos, por suerte, todavía existen… Quizá de este modo piensen los cronistas de viaje al día de hoy. Pero no es tan así, voy diciendo para mis adentros sobre el avión, 17 días después, cuando hago el trayecto de vuelta a Cuba. De tanto internet y películas, el mundo, es cierto, nos ha rendido su rostro múltiple, se ha vuelto familiar, cual villorrio vecino. Mas siempre quedan pliegues a la sombra, resquicios donde anida la posibilidad de un descubrimiento. Muchos pasajeros duermen mientras yo voy pensando, querido Onetti, en “la cara de la desgracia” y su reverso: “la cara de la felicidad”, y en la probable imposibilidad de ambas en un sentido absoluto. Pienso en la noche de la llegada a Montevideo y mi perplejidad ante el tumulto callejero: “son los partidarios del Peñarol”, explicó el conductor del auto; pero hasta el día siguiente no supe que lo anticipado como parranda o jolgorio fue en realidad la cara de la derrota, ira de frustración. Pienso en mi alegría ante la maravilla de la wifi por todas partes y en la sarta de aplicaciones en el móvil, perezosas e inútiles cuando estaba en La Habana, a las que dio por despertar y darme frutos; aunque, a la larga, llegara a hacérseme tedioso el demasiado ruidito. Mas pienso, como resultado terminal de esta cita con los avances tecnológicos, en cuán interesante y provechoso fue ponerse en la piel del uruguayo inmerso en la era de la información. Pienso en la ciudad acabada de conocer como a columpio entre la plaza Independencia y el World Trade Center Montevideo; de ladrillos y esteticismo como el Palacio Salvo, a la vez que de cristales y pragmatismo al estilo de la Torre Ejecutiva. Una ciudad de equilibrios, todavía, entre el pasado y la modernidad. Sin las desmesuras de Brasilia o San Pablo, Montevideo es, aún, urbe encajada a la hechura de los poetas. De “dimensiones humanas”, todavía. Vuelo sobre las nubes, encima del gélido techo del mundo, y he dejado atrás, también, frías temperaturas, las de esa rara primavera de Uruguay, ¿acaso “primavera con una esquina rota”? Ahora que voy al encuentro de mi ciudad del Caribe, una capital caliente como pocas, por su clima y por su gente, pienso, mientras, en que los nativos de la Banda Oriental no son lo glaciales que cabría suponer por su casta europea, sino que tienen las trazas del tambor y el candombe, las huellas de la estirpe indígena y latina. Montevideo va quedando, en mis vivencias, como villa cordial, de criaturas afables, y donde respiré el afecto de aquellos que agradecen a los míos, a los cubanos, el que les hayamos tendido una mano solidaria en los tiempos oscuros de la dictadura. Nada que temer, pienso, de “la garra charrúa”, que no es instinto agresivo o voracidad de fiera, tampoco obcecación, sino ardor y voluntad, y el orgullo noble (no el de la vanidad y la jactancia) de una identidad nacional, ese amor propio que su selección de fútbol despliega sobre la cancha. Para mostrarnos, quizá, que no es el de salir vencido, siquiera, el peor sufrimiento, sino el de haber dejado caer los brazos antes del pitazo final… Y es el final lo que se acerca, justamente, porque mis pensamientos son interrumpidos por la voz que se filtra, omnipresente, que despabila a los dormidos y se expande, como celestial, por cada centímetro del avión. La palabra del piloto, que pide “ajústense los cinturones, estamos a punto de aterrizar en La Habana”. Le hago caso, al tiempo que me ilusiono con el instante de abrir las maletas y extraer los volúmenes ganados con mi presencia en la Feria del Libro de Montevideo, un trepidante aluvión de firmas nuevas: Hugo Burel, Milton Fornaro, Rafael Courtoisie, Mario Delgado Aparaín, Marcia Collazo, Rodolfo Santullo, René Peña, el recambio actual de una tradición literaria inmensa para ese Uruguay, terruño tan breve…

El autor

Rafael Grillo (La Habana, 1970). Jefe de Redacción de la revista cultural El Caimán Barbudo y fundador de Isliada, web de literatura cubana contemporánea. Profesor en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana. Ha publicado libros de ficción: Historias del abecedario y Asesinos ilustrados; de ensayo: Ecos en el laberinto y La revancha de Sísifo; y de periodismo: Las armas y el oficio. Visitó Montevideo en ocasión de la Feria del Libro de 2015 y presentó allí su antología de cuentos policiales cubanos Isla en negro.

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