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Planta baja del Museo Nacional de Historia Natural, donde se encuentran las colecciones biológicas. Foto: Pablo Vignali

Identidad en frascos

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Tesoros enterrados en el Museo Nacional de Historia Natural.

Afuera está la naturaleza viva. Adentro no. Adentro está el intento de conservar eso que varía, que desaparece, que se muere. El Museo Nacional de Historia Natural (MNHN) reúne colecciones inmensas de plantas y de animales que permanecen inmutables en la oscuridad de los armarios o flotando, inmóviles, en el líquido de los frascos.

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Juan Cuello, el hombre de los pájaros, busca en sus bolsillos la llave del armario. Lo abre y aparecen decenas de pieles de aves. Elige una -una entre 5.500- y se pone los lentes de carey para leer la etiqueta y averiguar quién la recolectó, cuándo y en qué lugar.

Cuello fue director del Museo Zoológico Dámaso A Larrañaga durante 30 años, participó en expediciones por todo el continente y, si bien sólo cursó hasta tercero de escuela, se convirtió en un experto en el estudio de los pájaros.

Ahora abre cajones y las aves aparecen como bandadas de alas cerradas: hay lechuzas, albatros, gaviotas, piayas. Ahí están, por ejemplo, los churrinches, exhibiendo su lomo rojo, etiquetados, sin ojos, todos apuntando con el pico hacia el mismo lado. Son livianísimos: ya no más que el peso de sus plumas y del algodón de su interior.

Cuello tiene 82 años y desde 1957 colabora con el museo. Gran parte de las etiquetas de esos pájaros llevan escrito su nombre: el del hombre que los recolectó. Es uno de los tantos colaboradores de un museo desconocido, olvidado, fuera de los focos de atención.

Algunos huesos animales son finísimos, diminutos, leves. Otros parecen piedras blancas, gigantes, como la parte del cráneo de ballena que se ve sobre el suelo. Al lado, embolsados y numerados, hay dispuestos cientos de huesos de animales del mar.

Eduardo tiene 30 años, estudió biología y desde los 20 es colaborador del MNHN en la sección de mamíferos marinos. Eso significa que, con regularidad variada, ha ido al museo junto a otros compañeros a limpiar cadáveres de animales hasta reducirlos a sus huesos, para luego medirlos y estudiarlos. Hay rastros de esos trabajos en el patio, ese lugar sucio, lleno de bidones de alcohol y de recipientes de plástico. Allí, entre el mal olor, se adivina un pedazo de carne animal que flota, indistinguible, en el agua turbia.

Una red de colaboradores ayuda a sostener el MNHN. Gran parte de los voluntarios son estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, que además de investigar brindan otras ayudas, como cargar cajones durante las mudanzas, y que dieron apoyo cuando, en 2005, el museo sólo tenía tres funcionarios.

Eduardo opina que el MNHN tiene, más allá de su misión científica, una función educativa fundamental: “Divulga y te muestra la historia natural de tu país. Te dice: ‘tu identidad es ésta’. Vivís en este pedacito de tierra donde pasan estas cosas y hay un montón de interacciones biológicas súper interesantes que capaz que no estás viendo”.

La sección de mamíferos, iluminada por tubos de luz, tiene un piso de madera que cruje y pasillos angostos, formados por los armarios en donde se guardan los animales. En las paredes hay afiches y recortes. Junto a una foto de Jacques Cousteau de gorro rojo hay un papel pegado que tiene escrita a mano esta frase: “La felicidad de la abeja y la del delfín es existir. La del hombre es descubrir esto y maravillarse por ello”.

Algunos animales, incluso después de muertos, parecen conservar parte de su poder. En el museo hay un murciélago enorme -de la especie más grande de América- que impresiona con sus alas marrones desplegadas fuera de la estrechez del cajón.

Puede haber varias explicaciones sobre por qué el MNHN está tan desatendido. “Para mí no hay interés -opina Eduardo-. Hoy en día no vende tanto un museo de historia natural, porque en la cabeza de mucha gente es una cosa vieja y estática. Y no es así, porque vas a otros museos en otros lugares, mismo en Buenos Aires, y ya hay una movida, se generan cosas. Ni que hablar de museos grandes como los de París, Londres o Washington”. Y dice, también, que este museo, en este lugar, es como un gigante dormido.

Poco para mucho

La historia del MNHN es la historia de los relegados. Su principal problema fue, y sigue siendo, instalarse en un edificio adecuado. Durante 120 años estuvo ubicado en el ala oeste del teatro Solís. Tuvo que mudarse cuando éste fue remodelado, en 2000, y en ese momento se desmembró: la administración y las colecciones científicas fueron a parar a un galpón de la antigua librería Barreiro y Ramos, donde corrieron grave peligro de dañarse. La biblioteca, inmensa, fue trasladada a un taller de restauración del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) que según aseguran algunos entrevistados era deplorable y se llovía.

El MNHN siempre estuvo postergado, aunque tiene la historia de su lado: fue el primer museo de Uruguay -nació casi al mismo tiempo que éste, en 1837- y el primer lugar del país en el que se hizo ciencia. En la actualidad es uno de los cuatro museos nacionales, junto al de Antropología, el de Artes Visuales y el Histórico.

Recién en 2006 pudieron mudarse al local actual, en 25 de Mayo 582, y reunir las colecciones y la biblioteca. Sin embargo, continuaron sin espacio para organizar una exposición al público. Fue muchos años después, a fines de 2013, cuando pudieron crear una pequeña muestra en el hall del edificio, que aún puede verse por la vidriera y a la que llamaron “Murciélagos del Uruguay”. El encargado de la dirección del MNHN, Javier González, es categórico: “El museo necesita un edificio de 4.000 metros cuadrados para poder funcionar a cabalidad en todas las áreas que tiene que funcionar. Éste tiene menos de 2.000, estamos totalmente comprimidos”. Actualmente, la institución cuenta con un presupuesto anual de unos seis millones de pesos, de los cuales un millón y medio se utilizan para pagar el alquiler de una sede que, de todos modos, le queda chica.

Además del cambio de sede, el MNHN requiere el trabajo de más personas: hoy cuenta con sólo siete funcionarios, y quienes trabajan allí calculan que se deberían crear 14 cargos nuevos. Hay cuatro investigadores que trabajan en las colecciones de anfibios y reptiles, de botánica, de fósiles y de mamíferos, pero no hay responsables de geología, aves, moluscos, insectos, peces e invertebrados. Las colecciones que no tienen quién se ocupe de ellas están archivadas, en algunos casos desde hace muchos años. Por otra parte, los cuatro investigadores mencionados están mal pagos; dentro de su grado y su escalafón, reciben el salario mínimo de la administración pública.

El museo está en plena transición administrativa: a fin de año dejará de depender de la Dirección de Innovación, Ciencia y Tecnología para el Desarrollo del MEC, que administra sus fondos desde 2007, y pasará a la Dirección Nacional de Cultura del mismo ministerio.

Antes de entrar a la sección de aves, Andrés Rinderknecht, paleontólogo de 38 años y encargado de la colección de fósiles, dice: “Si un extraterrestre viniera a Uruguay y quisiera saber cómo son las aves, las plantas o los peces, no iría al campo ni a la playa ni al monte. El primer lugar al que vendría sería éste, porque acá, en vez de estar todo mezclado, está todo ordenado, clasificado. El extraterrestre se podría hacer una idea más prolija y después iría al campo a ver. Todo esto es una gran base de datos. En lugar de libros, la información son las piezas mismas, los ejemplares”.

En el museo todo se colecciona en grandes cantidades; por ejemplo, 6.500 peces, 5.500 aves, más de 80.000 plantas. En total, unos 400.000 ejemplares, entre ellos piezas antiquísimas: el herbario guarda muestras de plantas de 1838. Para proteger el acervo, se deberían mantener bajo control la temperatura y la humedad, pero por limitaciones de presupuesto el cuidado de las colecciones se realiza en forma elemental, con naftalina contra los insectos y deshumidificadores. No es suficiente. Rinderknecht toma un ave -grande, blanca- y raspa una de sus patas negras cubierta de hongos; asegura que no vale la pena limpiarlas, porque al poco tiempo los hongos vuelven a crecer, y que eso va a seguir siendo así hasta que se muden a un edificio adecuado.

Descenso hacia lo oscuro

Unos metros más lejos, en una habitación de armarios grises, metálicos, cerrados, con un par de cuadros en las paredes y unas computadoras viejas encima de los armarios, no se destaca nada: sólo un trapo violeta bajo el que se adivina una cabeza de rinoceronte. Sin embargo, allí están guardadas las grandes maravillas del museo. Es la sala que reúne a los ejemplares tipo, es decir, los primeros que se encontraron de una especie, sobre los cuales se basó su descripción. En el MNHN hay cerca de un millar, y más de la mitad son plantas.

En esa habitación de armarios metálicos está, por ejemplo, la mandíbula del roedor más grande del mundo, que se encontró en Uruguay y que, en honor a José Gervasio Artigas, los científicos bautizaron Josephoartigasia monesi. Ese roedor, que vivió hace cuatro millones de años y que alcanzaba el tamaño de un búfalo, atrajo la atención de investigadores de todo el mundo y de medios como National Geographic, Discovery Channel, la BBC y CNN.

En el armario del costado hay una caja de cartón roja, originalmente de bombones surtidos y baratos, con placas del caparazón de un pequeño gliptodonte: un mamífero gigante, prehistórico, que habitó nuestras tierras y que se emparenta con las mulitas o los armadillos actuales.

En el museo hay tesoros obvios: la piel conservada de un jaguar, el feto de una ballena azul, el cráneo de lo que comúnmente se llama un tigre dientes de sable. También hay piezas que pasaron inadvertidas cuando fueron halladas y confundidas con otras cosas. Por ejemplo, eso que parece una piedra oval y lustrosa, que contiene material fosilizado y es en realidad un huevo de dinosaurio saurópodo, de cuello largo y cabeza pequeña. Fue utilizado durante mucho tiempo para sostener una puerta en un liceo del interior.

Abajo está lo más sucio, lo más húmedo, lo más oscuro. El sótano alberga la biblioteca, especializada en ciencias naturales (una de las mayores del país, con 250.000 títulos, en varios idiomas y algunos anteriores a la fundación del museo); y las colecciones de fósiles, de geología y de anfibios y peces. Cuando hubo que trasladar esa cantidad de libros se pidió ayuda al Ejército.

Detrás de las estanterías de la biblioteca hay, sobre todo, frascos: cientos de frascos de vidrio con las tapas ennegrecidas por el polvo que contienen reptiles, anfibios, peces, suspendidos en líquidos transparentes o amarillentos. Son frascos de mermelada y de café, porque no hay dinero para otros mejores.

“La situación de este museo es una de las grandes vergüenzas de la cultura del Uruguay de hoy. Es insólito que en diez cuadras a la redonda, desde que nosotros estamos acá, se hayan abierto diez museos o centros culturales nuevos, con financiación total o parcial del Estado, mientras éste, que es el más importante de todos, está así encajonado”, comenta Rinderknecht.

Algunos frascos tienen, sobre las tapas, rastros de la humedad: pedacitos de techo blanco descascarado que cayó sobre ellos. El lugar, entre el aire húmedo y la luz fría de los tubos, no es adecuado para trabajar. Andrés, con un poco de ironía, dice: “Es lindo en verano porque está fresquito”.

Esto es cultura (animal)

Además de conservar y de investigar, el museo tiene -como todos los museos- una misión educativa. Javier González asegura que “puede cumplir un rol desde la educación no formal; concientizar a la gente para que conozca, cuide y valore los recursos naturales del país, su biodiversidad”.

Ya que no pueden montar una exposición fija, buscaron vías alternativas para contactarse con el público: diseñaron actividades con el Plan Ceibal; crearon un álbum digital de flora, fauna y antropología; adaptaron para internet la publicación Aves de Montevideo, en la que se presentan más de 80 especies, colaboraron con el programa educativo Paleodetectives, que transmitió TNU y que buscaba divulgar la vida prehistórica en el territorio del país. El museo, además, ha comenzado a trabajar en un proyecto para digitalizar, a largo plazo, todos los registros de flora y fauna de Uruguay.

Si bien no está abierto al gran público, organiza visitas guiadas a pedido, para escuelas o grupos de turistas, y un par de sus piezas pueden verse en el Museo de Arte Precolombino e Indígena y en el Dámaso Antonio Larrañaga.

“En Uruguay si uno es culto tiene que saber quién era [Eduardo] Fabini, pero no se considera que tenga que ver con ser culto saber, por ejemplo, que hubo elefantes en nuestro territorio, o qué es un mano pelada. Sin embargo, eso es parte de nuestra identidad, eso también es cultura”, sostiene Rinderknecht. El trabajo del museo es conservar, a través de los siglos, las hojas de los árboles, las pieles de los animales, los huesos de aquellas criaturas prehistóricas, descomunales, que nos precedieron en esta parte del mundo. La consigna es ésa: lograr que una pequeña parte de la naturaleza no desaparezca para luego poder aprenderla y enseñarla, detrás de esa fachada gris, en esa calle angosta, ruidosa, de la Ciudad Vieja.

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