No es nada casual que la primera sala de la exposición El legado (in)visible. Devenires de hypomnema, de Alejandra González Soca, que ocupa el ala derecha de la planta baja del Cabildo, produzca una fascinadora escena fantasmal a base de vestidos de novia: son decenas colgando del techo, flotando en su candor (con ingenioso contrapunto de un solo vestido de luto, al fondo posterior, pero central), apenas amortiguados por las fundas de nailon que los protegen y tienen un vago aire de paradójicos body-bags transparentes, que muestran en vez de ocultar. González Soca ha hecho del vestido de novia un eje, diría el principal, de su reciente búsqueda sobre la memoria y lo femenino: empezando por el que estaba como aprisionado en un cuadro, titulado “El vestido” y presentado en 2010, y llegando al flamante “Topografía alterada II”, pieza que se come a las demás en la colectiva Convivencias, aún abierta en el Subte municipal. En ella una serie de vestidos de novia, enmarañados y colocados en el piso, funcionan como “campo” donde germinan plantitas. Ya con “Viridis”, en el último Salón Nacional la artista había tornado esta prenda ultrasimbólica en base para el desarrollo de crecimiento “verde”, con espectacular resultado estético: la tela de la que brotan pasto y hojas es una potente visualización de los atributos de un atuendo cuya historia, del blanco virginal al lujo más ostentoso, acomoda metáforas variadísimas: emblema, a la vez, de una constricción social padecida por la mujer y de las felicidades y ventajas del matrimonio, con cuantiosas estaciones intermedias, deja lugar a especulaciones sobre dicha institución (y la carga emocional y simbólica que conlleva a nivel social) como generadora de vida (el brote) y de muerte (la inexorable de las plantas).
En El legado (in)visible: los vestidos son la primera estación de un recorrido que González Soca armó a partir de un llamado con claras intenciones: “Este proyecto se centra en la representación histórica de lo femenino y cómo estas representaciones son expuestas por medio de la disciplina museística. En cada familia hay rastros de legados que pasan de generación en generación; buscamos rescatar aquéllos que provienen de la intimidad, la tradición o la cotidianidad, e integrarlos a la instalación como forma de visibilizar representaciones diversas”. La población femenina fue invitada a compartir objetos propios, “no sólo los que se consideran de ‘alto valor’, sino también los que se corresponden con un legado íntimo y muchas veces intangible”. Excelente manejo de la práctica museística: a este acervo de lo familiar la artista le agregó piezas que provienen del propio Museo Cabildo (por ejemplo, la mayoría de los abanicos, que ocupan la segunda sala), poniendo en tensión lo atesorado por los particulares y por la oficialidad, y dotó a todos los objetos de fichas completísimas: procedencia, fechas, ubicación y, extraordinariamente, “relatos” sobre ellos de quienes los prestaron. El resultado compositivo, entrados en la sala más amplia, es una especie de enorme living de antaño, donde se cruzan relatos de cosas efímeras, utensilios y muebles, registros íntimos y piezas de arte profesionales. La atención de González Soca a las vestimentas como segundo cuerpo (social) de la mujer se halla en el acento puesto sobre el bordado, las prendas íntimas y los accesorios, y en una pequeña sala de proyección final, donde ofician de pantallas para el material audiovisual velos trémulos y colgantes, que retoman el níveo “bosque” de prendas del principio, en un cierre circular.
Que casi todos estos objetos pertenezcan a mujeres potencia el rescate de historias a menudo negadas o postergadas por el rol a ellas reservado hasta mediados del siglo pasado, y mitiga el súbito fetichismo que se apodera de las “cosas” lindas y viejas a las que muy a menudo, sobre todo si son puestas en un contexto “ejemplar”, se les rinde devoción. Como explica una de las citas que González Soca ha diseminado en las paredes, se retoma aquí el concepto de hypomnema, en clave foucaultiana, o sea de rastro “que debe ser releído de tanto en tanto para actualizar su contenido”: en este sentido El legado (in)visible no sólo visibiliza de forma libre y eficaz la microhistoria femenina de un siglo lejano en Uruguay, sino que también “museifica” otra historia, la de una burguesía donde convivían lo hacendoso y lo clasista (objetos pensados para la duración, pero también para la distinción social), así como lo moralista y lo hipócrita (muchos misales, pero también un cachondo bibelot con dos ovejas que se “transforman” en una pareja copulando), arrasada por los vientos del capitalismo contemporáneo y que ya no produce para que su mercadería atraviese el tiempo, sino para el basural.