“Cuando salíamos del garaje de la Jefatura era una masa humana llena de colores, no gris, que saludaba a los gritos y extendía sus manos solidarias. Fue un momento tan tremendamente conmovedor que aún, contándotelo, me vienen ganas de cantar: ‘A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar…’”, rememoró Susana este 10 de marzo, en comunicación con la diaria, cuando se cumplieron 30 años de la amnistía y la salida de las presas políticas de Cárcel Central. “Pasé los 13 años de cárcel con la idea clara de que el futuro personal era 50 y 50: o nos mataban ahí (muchas veces lo simularon) o nos sacaba el pueblo de las prisiones. Tuve el privilegio de salir en los brazos de la gente”, agregó esta mujer militante del MLN-T que estuvo presa en Cabildo hasta que se fugó el 31 de julio de 1971 y fue privada de su libertad nuevamente de 1972 a 1985. “Ese año me ‘rotan’ por Jefatura de Policía, [Regimientos] 4º y 9º de Caballería, Escuela de Armas y Servicios. En enero de 1973 nos trasladan a 175 mujeres al penal de Punta de Rieles, en el que estuve hasta el 5 o el 6 de marzo de 1985”.
En la misma camioneta que Xenia y Susana va Antonia Yáñez, “la única bolche que salió en esos días”, remarca. Aunque su rostro apenas puede adivinarse en la foto de Urrutia -el pelo lacio y rubio, gesto sonriente-, la imagen no llega a captar que estampa contra el parabrisas una bandera del Frente Amplio, un pequeño trozo de papel que resistió embates y censuras: “Ante la salida, la perspectiva era el Frente; que se mantuviera esa fuerza política ya instaurada, nada más grande ni nada más chico”.
“Presumíamos que iba a haber gente esperando; de hecho, llegaban hasta el túnel de la Intendencia, pero estábamos en inferioridad de condiciones [como para oponerse a salir en las camionetas, en lugar de salir directamente a la calle]”, comenta Yáñez. “Los últimos días en la cárcel habíamos estado sancionadas, nos cortaban las visitas, había incertidumbre permanente. Todo el mundo se movilizaba y los familiares manejaban como podían sus angustias y ansiedades, esperando nuestra libertad”, agrega Anahit Aharonián, que también iba al frente en la camioneta que le fue asignada. Con su “mirada doble, de protagonista y espectadora”, recuerda esos minutos de sentidos exacerbados: “Pasamos de estar en la cárcel, en medio del campo, sin sonidos, a escuchar por la radio la marcha de mujeres del 8 de marzo; a tener un reloj digital que no sabíamos cómo usar; a recorrer de nuevo la Facultad de Agronomía entre carteles de bienvenida. Sé que llegué ya de tarde a mi casa porque el abrazo con Ruben fue a oscuras”. En la misma cuadra, otras cuatro mujeres habían estado presas durante la dictadura.
Las hermanas Topolansky se asoman del lado derecho. Salen en la primera camioneta. “La gente rodeó el vehículo y no podíamos avanzar”, recuerda María Elia. Carteles con la palabra LIBRES. “Tres días antes habíamos aprontado nuestras cosas en Punta de Rieles. Salimos en ómnibus con las ventanillas tapiadas, pero teníamos claro que no íbamos a otra cosa que a la libertad. Es difícil de transmitir. Fueron 13 años de tener todo reprimido. Y días después te rodeaban, te abrazaban. Me impresionó porque hacía muchos años que no estábamos entre multitudes”, añade. “Nos bajaron al subsuelo y leyeron la lista de compañeras que saldríamos”, dice Xenia. “El 14 saldrían cuatro de las 20 compañeras que no habían sido amnistiadas, por estar acusadas de ‘delitos de sangre’”, agrega María Elia.
“La idea era que no jodiéramos más, pero fuimos igual a la plaza Libertad a reencontrarnos compañeros y compañeras que habían salido antes, otras con quienes habíamos estado detenidas y no nos habíamos podido ver aunque habíamos compartido el encierro”, cuenta Antonia, en una descripción que se repite en los relatos de las entrevistadas. “Cantamos la Internacional, y aquello era un mar de gente. Perdí de vista a quienes me acompañaban, y una familia me llevó en auto hasta la casa de mi madre en Pocitos”, dice María Elia.
Ninguna sabe exactamente a qué hora salieron aquel 10 de marzo de 1985, pero calculan que fue en las primeras horas de la tarde, y con las vueltas de las camionetas hasta dejar a cada una de las cinco compañeras, el sol moría en saludos interminables de familiares, amigos y vecinos que pasaban por las casas maternas para dar la bienvenida.
11 de marzo
“El día después había que irse acomodando”, reconoce Antonia. “Al principio era difícil entender [para el entorno] qué era lo que necesitabas. Desde adentro ya conversábamos con mi compañero si íbamos a seguir viviendo en Piedras Blancas o no”, cuenta. En abril ya estaba dando clases en el liceo 39: “Los contenidos no habían cambiado mucho, pero me miraba en el espejo y pensaba ‘no voy a poder pararme frente a una clase’. No era como antes de caer en la cana: Nibia [Sabalsagaray] no estaba, otras amigas estaban en el exterior, y aquellas veleidades que teníamos cuando éramos estudiantes, de que todo está por hacer, ya no existían. Yo venía con la idea de que la literatura iba a salvar al mundo, pero la dictadura había convertido la lectura en algo odiado. La visión humanista había sido castigada; la enseñanza estaba acosada y el embrutecimiento y la decadencia eran genéricas. La vida nos iba a deparar infinitas injusticias más, como el fracaso del voto verde y la impunidad en las causas de derechos humanos. Fue muy duro afrontar que la democracia no era lo que esperábamos”, señala.
“La gente no se daba cuenta de lo que era realmente salir en libertad después de 12 años; volver a ver dónde te reinsertás”, agrega María Elia. Tenían que sacar la cédula e incluso el pasaporte. Para ese documento, Urrutia retrató de frente y perfil a Raúl Sendic y a su compañera Xenia. La fotógrafa recuerda “la ternura” en los ojos de él, además del vuelo en los brazos de ella. Con su lente fue construyendo, “sin querer”, la historia del país de los últimos 30 años: “Desde el río de libertad en el año 1983 hasta hoy”.
Desolvidos
La recuperación y construcción de sus memorias se caracterizan por ser colectivas en el caso de las presas políticas, a diferencia de las producciones de sus compañeros, más bien autobiográficas e individuales. “Las mujeres hemos tomado conciencia de todo lo vivido como producción de futuro y nos preguntamos cuál es el valor de la memoria”, sostiene María Elia, que en Paysandú se dedicó a militar sin pertenecer a un sector político partidario y a trabajar para que “mientras estemos vivos, los jóvenes tengan oportunidad de saber qué fue el terrorismo de Estado”, con charlas en liceos, marchas cada 20 de mayo y actividades culturales.
“Me duele en el alma que hayan caído tantos compañeros y que no se haya cumplido con lo que estaba en el programa de lucha”, dice Xenia en referencia a la proclama del Movimiento por la Tierra encabezado por Sendic, donde sigue militando. “El fin de la impunidad es un debe muy grande de estos gobiernos. Se saben los nombres de los torturadores y violadores, los reconocemos, y siguen en libertad”.
“¿Por qué llegamos a una denuncia colectiva sobre violencia sexual y de género durante el terrorismo de Estado? Porque fue parte de un proceso de trabajo de recuperación de la memoria”, sostiene Anahit. Entre otros, espacios como el taller Vivencias, que redundó en publicaciones como Memoria para armar. “Hay que sacarle heroicidad a estos hechos. No fuimos heroínas, las circunstancias te obligan a buscar estrategias para sobrevivir. A vos te cierran la puerta del calabozo y lo primero que pensás es cómo se abre, pensás en la libertad, en inventar formas para salir de ahí. Es parte de ser alguien que está peleando todo el tiempo. Y lo que falta comprender es que el terrorismo de Estado no fue contra nosotras, sino contra toda la población, por eso toda la sociedad no se sana aún de lo que vivió”.