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Montevideo, o el costo de no soñar

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“Soñar no cuesta nada”, suele decirse reiterando una verdad de patas cortas. Porque más allá de su obvia gratuidad, el soñar implica la construcción imaginaria de alternativas a una realidad limitada o insatisfactoria. Y cuanto más compleja la realidad abarcada, más exigente el esfuerzo y más necesario un adiestramiento específico.

A esos sueños, cuando refieren al soporte material de nuestras vidas, suele llamárseles proyectos. Proyecto fue, en su momento, la rambla montevideana y proyecto fueron los parques, las plazas y las arboladas calles de nuestra ciudad. Los edificios que habitamos y los vacíos que ellos definen, escenario privilegiado de la vida social. Proyectos que anidaban en el gran sueño de una ciudad de iguales, una ciudad policlasista y democrática. Un sueño que fue realidad el tiempo necesario para probar que era posible: tiempo de barrios en que convivían, como en las escuelas, gentes de muy diferente nivel económico; tiempo en que el centro de la ciudad bullía sin que ningún sector pudiera reclamar su propiedad, sin que ningún sector se excluyera.

Luego, lo que todos sabemos y muchos recuerdan: el deterioro económico y la desintegración social, hasta tocar el fondo impensable del autoritarismo. Tiempo de desprecio en el que junto a la libertad perdimos -nos quitaron- la capacidad y el hábito de soñar.

De esa noche emergimos con la terca voluntad de reconstruir. Pero una vez más, al inaugurar el milenio, una crisis económica ahondó diferencias y arrojó más gente al magma inhumano de la informalidad.

Recuperar fue otra vez el objetivo, y cierto es que mucho se logró; pero por el camino fuimos dejando nuestra capacidad de diseñar sueños. El futuro empezó a parecerse cada vez más al mejor pasado, y un pragmatismo excluyente eclipsó el “qué” en la sombra del “cómo”.

Así desembocamos hoy en una campaña de eslóganes genéricos y propuestas que, en el extremo más serio, se limitan al abordaje parcial de problemas básicos, y en el otro prometen la desaparición de todas las llagas de esta ciudad, tocadas por la varita mágica del éxito empresarial. Una campaña en la que resuena, cosiendo discursos disímiles, el protagonismo notorio de la palabra gestión.

Que no es otra cosa que el “cómo”, y el “cómo” del mínimo, de lo obvio y de lo ineludible: que la ciudad esté iluminada y limpia, que la gente pueda desplazarse en tiempos y condiciones razonables, que la prudencia no se convierta en miedo.

Pero sucede que habitar es mucho más que refugiarse y circular, y gobernar es mucho más que gestionar. Porque gobernar es optar, y para optar hay que tener prioridades, y las prioridades no las define el gerente sino el político. Y no hay política sin ideología. Y no hay ideología sin sueños.

Así de sencillo. Ya sabemos muy bien en qué desemboca devaluar la política y demonizar la ideología. Y cuánto cuesta, cuánto duele dejar de soñar. Tal vez sea tiempo de confiar en que aquellos que elijamos serán capaces de reconciliar confianza política y confiabilidad técnica para abordar el manido abecé municipal y permitirnos, entonces, soñar en voz alta.

Porque los sueños están. Y también las pruebas de su posibilidad. Ahí están la plaza Seregni y la de Casavalle, ahí la peatonalización de Sarandí y el Solís recuperado en medio de la crisis, o el SODRE que había sido tantas veces postergado. Y ahí está, todos los días y cada vez más, lo que realmente importa: lo que en esos lugares sucede.

Porque el espacio público no es otra cosa que soporte, escenario. El abierto y el techado. Soporte y escenario de la vida en su expresión más libre, aquélla que a todos alcanza y que sólo se detiene ante el derecho del otro.

Es entonces posible, imprescindible, soñar. Soñar que Casavalle o el parque del Miguelete son sólo el inicio de un gran operativo de dignificación. Que además de generar espacios de sociabilización comience a restituir a los pobres el derecho a la belleza, que les fue confiscado cuando los desterraron a la estadística.

Soñar que es posible que el Centro vuelva a ser el lugar de todos, y así sentir que toda la ciudad es de todos. Que la gente pueda apropiarse de 18 como cada vez que se festeja, como cada vez que se protesta.

Soñar que Sarandí atravesó la plaza y ya no hay ómnibus ni autos, apenas un silencioso tranvía eléctrico hasta el Entrevero o la plaza Cagancha, tal vez un día hasta la intendencia. Que el sonido venció al ruido, que es posible ver el sol en el suelo o disfrutar de la sombra. Que el cauce salvaje de hoy se llenó de músicos, cafés y comercios. Que por fin la irracionalidad retrocede y la vida recupera terreno.

Cuando cosas así sucedan, la ciudad comenzará a parecerse a nuestros discursos y sueños, aun cuando reflexiones como éstas hagan sonreír a tecnócratas, políticos “realistas” y demás habitantes del presente eterno. Ya existían hace cinco siglos y les respondió Miguel Ángel: “Apuntar alto y errar no es una tragedia. Trágico es apuntar bajo y acertar”.

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