Retrato de un monstruo es la última creación de Lupita Pulpo -compañía dirigida por la uruguaya Ayara Hernández Holz y el alemán Felix Marchand-, en colaboración con los artistas Miguel Jaime, Paula Giuria, Leticia Skrycky, Erika del Pino, Manuel Rilla, Fabrizio Rossi, Lucía Yáñez y los fotógrafos invitados Martín Batallés, Gabriela Costoya y Karin Porley von Berger.
La investigación tiene la particularidad de seguir en proceso durante el estreno de su edición número cero, que inaugura la sexta edición del ciclo Montevideo Danza, que tendrá la curaduría de Tamara Cubas. Otra de sus singularidades es la de desarrollarse tanto en el lenguaje escénico como en el audiovisual, produciendo y traduciendo la exploración sobre la monstruosidad y sus posibles retratos en ambos planos compositivos. Referencias del proyecto son compartidas en un blog homónimo, en el que a lo largo de un año fueron posteados videos, imágenes y textos relacionados.
La imagen es central desde una perspectiva metodológica y dramatúrgica en esta obra, que toma cierta lógica de sesión fotográfica; los encuadres conviven por una relación de secuencialidad y serie más que de narratividad o concepto. Muchos retratos de un monstruo o el retrato de muchos monstruos, compuestos en un nivel más plano que tridimensional -probable contaminación de las experiencias de investigación fotográfica-; desde allí se organiza el tiempo-espacio real de la escena. El proyecto da lugar a una serie de imágenes y cuerpos, a veces abstractos y a veces caricaturescos, que conviven sin relación evidente entre sí. Retrato de un monstruo aborda de modo fractal los diferentes encuadres para un objeto en sí escurridizo ante el lenguaje y la fijación: la monstruosidad.
La monstruosidad siempre implica cierta incompletitud, cierto espacio opaco que no termina de revelarse porque en esa exposición se disiparía el carácter de desconocimiento que subyace al temor y la negatividad asociados a su aparición. “Monstruoso” es un adjetivo pero es también un efecto en quien lo percibe: lo monstruoso no es claro y distinto, sino ambiguo y ominoso, ininteligible, desviado, anómico y, por ende, impredecible. La obra busca en el borde del concepto, testeando posibles configuraciones visuales y kinéticas sin retirar en ningún momento la presencia del encuadre -coherente con la visión de retrato aunque cabe preguntarnos cuánto dejarnos afectar por el título- y, en consecuencia, distanciándose de una llevada-a-las-últimas-consecuencias de lo que la monstruosidad podría producir en los cuerpos.
Como todo retrato, el del monstruo se construye desde la mirada de quien percibe al retratado, lo que en esta obra cobra mayor complejidad por confluir en los mismos cuerpos sujeto, objeto y signo; autores, monstruo, retrato.
No es posible pensar la monstruosidad sin un consenso (aunque sea precario) o proyección (aunque sea implícita) sobre lo que significa la normalidad y cómo ésta se comporta. Por esto, una obra sobre lo monstruoso es una obra sobre la relación con un otro que nosotros no somos, con la radicalización de la otredad hasta un punto en el que la identificación deja de ser un parámetro posible de relación y cognición. El monstruo tantea el límite de la representación porque es aquello que no se puede terminar de presentar; cuya motivación o próximo accionar siempre en parte desconocemos, que es inaccesible en términos de empatía.
En este sentido la obra no logra deshacerse de la humanidad cuya mano dibuja el retrato: lo monstruoso es representado o caricaturizado, pero no toma cuerpo, no toma estado o no deja que el estado del monstruo aparezca. Se traduce en imágenes que están cortadas con la tijera angulosa del raciocinio y de una semiosis construida a partir de ingredientes de inteligibilidad que presuponen el efecto de las imágenes creadas en el espectador. Esta manipulación plástica produce una poética sutil y por momentos muy potente; una poética sobre lo monstruoso, sin ser una poética monstruosa.
En una de las referencias del blog se reflexiona política y filosóficamente sobre la relación con aquello que no entendemos, sobre lo opaco como condición de posibilidad y no como elemento excluyente de posibles encuentros. Retrato de un monstruo tensa los límites entre realidad y ficción como nichos estancos de aparición de lo monstruoso. Construyendo y destruyendo sus posibles diferencias e indiferenciaciones y proponiendo una ficción organizada sobre elementos poco sofisticados en términos de artificio: casi todo está a la vista, y en esa simplicidad se abre un universo de complejidad sobre lo que nuestra mirada puede producir y traducir.
Por tratarse de ese otro, la relación con el monstruo es política y la obra levanta imaginarios sobre las formas que activan su identificación y las que tienden a su exclusión, sobre aquellas que niegan la posibilidad de relación con ese otro radicalmente diferente. En este sentido es una reflexión visual sobre la monstruosidad, como siempre, organizada desde un punto de vista -el de los directores y los espectadores- construido personal, cultural, histórica e intersubjetivamente.
El monstruo y su cuerpo imaginario, imaginando, imaginado
Retrato de un monstruo es el título para una imagen que no termina de fijarse, para un complejo universo escenográfico que afecta muy poco a los cuerpos, y viceversa. Hay en cuerpos y ambiente una relación de contigüidad -parecida a la del rostro y la máscara- que acaba por recortar la acción del espacio de su acontecimiento proponiéndonos fugaces superposiciones que la encuadran sin terminar de afectarse mutuamente. El mundo sonoro de la obra está más coordinado con la monstruosidad que aparece representada y en mutación en los cuerpos de Hernández, Marchand y Jaime.
Las poéticas de la obra confluyen hacia esta búsqueda de opacidad, pareidolia, ambigüedad, ficción, autoficción, convivencia (que no es lo mismo que convergencia). De esta forma la obra preserva un espacio irreductible de diferencia que señala la imposibilidad fáctica y la negativa filosófica de intentar reducir la heterogeneidad existente entre lenguajes, lógicas, cuerpos.
Tres seres y la hipótesis de un cuarto -sugerida por unos pies que sobresalen de dentro de uno de los volúmenes del espacio-. La convivencia sin relación directa y la temporalidad espaciosa de la obra dejan mucho espacio para que el espectador construya sus propias conexiones. Los tres cuerpos son deformes o desviados en sus singularidades, son exiliados del universo de la comunicación y de la previsibilidad.
La palabra “monstruo” tiene una relación etimológica con “demostrar” y, cada uno a su modo, los tres monstruos entablan y exhiben una relación diferente con el espacio y con el público. La rostridad es un plano de composición para el retrato, ya sea por su borramiento, por su sustitución artificial (la máscara) o por su alternancia, que nos confronta con la desestabilización del reconocimiento. Retrato de un monstruo no exhibe descontrol pero sí extrañamiento, una estética de dobles o nulos rostros, modos de recorrer el espacio que dislocan el bipedismo y desjerarquizan la mirada, lo que nos pone en contacto con el hábito de buscarla, de anhelar el atajo de la identificación.
Desplazamientos rasantes o hiperarticulados, cuerpos luchando contra la frontalidad aplanadora de la identidad o aprovechándose de ella. El cuerpo al servicio de una ficción nos invita a hipotetizar sobre posibles pasados, relaciones o futuras mutaciones, exigiéndonos desapego respecto de las imágenes que aparecen y evanescen sobre cada nuevo “tema”.
En la interfaz que media entre imagen y experiencia, los cuerpos-monstruos de la obra organizan su tensión dramatúrgica en torno a tres verbos: ser, tener, inventar un cuerpo. En un momento de la coreografía mayoritariamente desarticulada y divergente, los tres cuerpos se encuentran en la gramática común del deseo -representado por medio de una gestualidad explícita y literalmente sexual-: primero estimulada por la sensualidad de los objetos y luego por la objetualización sexual de los cuerpos en una lógica de sustitución del objeto de goce o de su búsqueda indiferenciada. El erotismo coreografiado en esta escena permuta cuerpos por objetos por cuerpos, deambulando en una cualidad urgente y precisa, humorística por momentos al parodiar las formas del goce humano en cuerpos polisémicos y poliamorosos.
Si en el inicio el monstruo es retratado en un juego de demostración y ocultamiento, de opacidad y espectralidad, en un segundo momento las características privilegiadas son las que nos cuentan sobre su relación obscena con la mesura del deseo, sobre un goce sin psicología, sobre el accionar sin intención. Sexo sin orgasmo, búsqueda sin satisfacción: la precisa coreografía del sexo indiferenciado culmina en un anticlímax que revelará ser tan sólo su postergación. Le sigue un silencio parecido al inaugural, que reinstala el inicio de un nuevo in crescendo, esta vez hacia la secreción artificial de un humor que se vuelve cuerpo transformando la piel de uno de los monstruos en una superficie otra. Cintas de casete que salen desde dentro del cuerpo hasta volverse piel de un cuerpo expandido, un cuerpo que pierde la forma humana mientras es opacado sonoramente por un sonido creciente. Mientras, y fuera de nuestro campo visual, la transmutación de los otros dos cuerpos tiene lugar.
Quizá un nuevo retrato comienza en este momento. La acción se disloca espacial y visualmente: se sitúa detrás de la máscara escenográfica y vemos acontecer un ritual humanizado en el que la energía contenida y expectante de la obra cobra una cualidad exaltada y vigorosa. La música y la acción construyen un ambiente cercano a lo social-humano que queda definitivamente desconectado de este mundo de formas angulosas y abstractas sobriamente habitado hasta el momento. Permanece la presencia inerte de su paisaje como antesala de un acontecimiento al que accedemos parcialmente: el de una especie de descontrol compartido y construido por los tres cuerpos: una fiesta en su punto máximo, que remixa pasos entre eufóricos y rabiosos, reconocibles de forma imprecisa en sus cualidades.
Un final abrupto emula la discontinuidad de un retrato o su corte seco en la línea de tiempo continuo. La percepción es invitada a digerir sin sobremesa: un montón de órganos sin cuerpo único al que responder. Organismo desarticulado, depravado, vagabundo -diría Deleuze sobre el cuerpo sin órganos-, que extingue su presencia sin explicación ni (re)solución. Con suerte, futuras ediciones de esta creación que continuará podrán ser vistas en Montevideo, lo que puede interesar a quienes presenciaron su versión cero y a quienes, sin haber concurrido, se interesen por esta indagación sobre cuerpo, imagen, ficción y la fricción entre uno y los monstruos.