Una de las tantas cosas que caracterizan a Uruguay es el hecho de no ser Finlandia. Si bien en principio esa frase no aporta mucho, la cosa cambia al considerar el uso reiterado del caso finlandés como ejemplo de éxito educativo. Para muchos medios escritos uruguayos y regionales Finlandia es un modelo a seguir, tanto más cuanto su éxito no se debería tanto a la inversión económica como a la calidad de sus maestros. Después de todo, si la clave está en el “capital humano”, la cuestión no debería ser tan difícil.
Pero ¿tiene sentido esta comparación implícita con Finlandia? Cuando se dice que Finlandia es un “modelo”, ¿qué es lo que se está diciendo? Ante este repentino optimismo quizá resulte útil recordar la perogrullada de que Uruguay no es Finlandia; que nuestras diferencias son tales que es difícil imaginar una aproximación a su “modelo”; que podríamos caer en un absurdo similar al de proponer un “modelo saudí” para solucionar nuestros problemas energéticos.
El éxito mediático de Finlandia obedece, principalmente, a los altos resultados que ha obtenido en las pruebas del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés). No obstante, otros casos destacados no han recibido la misma atención (Shanghái, Singapur, Japón, Corea del Sur, Taiwán o Macao). Quienes toman como ejemplo a Finlandia parecen considerar que, a diferencia de los asiáticos, este país es de alguna manera comparable a Uruguay. Si bien no es explícito por qué se descarta a los asiáticos como modelo, arriesgaría que se debe a que se los considera “culturalmente muy diferentes”.
Esta postura es básicamente correcta. Es ridículo pretender que podemos mejorar nuestra educación mediante una cultura japonesa del sacrificio y del honor. Mi punto es que con Finlandia pasa lo mismo: es un caso demasiado bueno para no ser finlandés.
Convendría empezar por recordar que los resultados educativos nunca son el producto exclusivo de un sistema, sino de la sociedad en su conjunto. El PISA no evalúa sistemas educativos, sino sociedades. No sólo se aprende en la escuela, sino también fuera de ella. Además, el sistema educativo no es una máquina aislada; forma parte de una sociedad concreta y no puede ser mejor que ella. El corolario es que no se puede lograr mejoras sustanciales en la educación únicamente con “reformas educativas”.
No voy a mencionar aquí los elevadísimos niveles de desarrollo y protección social de Finlandia, aunque éstos posiblemente expliquen la mayor parte de su “éxito”. Quizá sea más útil señalar otras cosas, como el enorme valor que los finlandeses otorgan a la lectura. En 2014 hubo más de nueve visitas per cápita a bibliotecas, por ejemplo. ¿Cómo explicarse esta relación con el conocimiento, tan ajena a nuestra realidad? ¿Cuánto más próxima a nosotros está la actitud finlandesa hacia la lectura que el sentido asiático del honor escolar?
También cabe anotar que buena parte de las características del sistema educativo de Finlandia sólo pueden emerger cuando se dispone de recursos adecuados (el gasto por estudiante de Finlandia es al menos cuatro veces superior al de Uruguay). Pero olvidemos momentáneamente todo lo anterior y preguntémonos: si tuviéramos la varita mágica que separa lo educativo de lo social, ¿qué tendríamos que hacer para acercarnos al sistema finlandés?
En primer lugar, deberíamos lograr un elevadísimo nivel de compromiso político con la educación, concretado en un acuerdo que permitiera a todos los actores empujar en la misma dirección. La apuesta colectiva tendría que ser, simultáneamente, a la calidad y a la equidad. El fracaso escolar, en particular el de los más vulnerables, tendría que ser inaceptable. Este compromiso debería mantenerse al menos 50 años.
El eje de esta apuesta serían los docentes. Finlandia selecciona a sus docentes en el segmento académicamente más elevado de los aspirantes a entrar en la educación superior. Esto quiere decir que Uruguay tendría que convertir la profesión docente en algo tan atractivo como ser ingeniero o científico. La selección de maestros tendría que ser muy rigurosa, con exámenes de ingreso a la carrera (¡anatema!) que filtraran a nueve de cada diez aspirantes. Estos docentes deberían ser investigadores, profesionales que desarrollaran contenidos, pedagogías y didácticas innovadoras y adaptadas a cada estudiante. Simultáneamente, como sólo enseñarían los mejores y más comprometidos, tendrían mucha autonomía para decidir qué hacer en clase y mucho tiempo para investigar sobre cómo hacerlo.
También tendríamos que dejar de hacer ciertas cosas. Los niños no deberían entrar demasiado temprano a la escuela y no deberían pasar demasiadas horas en ella. Habría que dejarles tiempo para jugar y experimentar, no evaluarlos demasiado, no utilizar demasiado las calificaciones y no encargarles muchos deberes. Sobre todo, no tendrían que repetir en primaria.
Ahora bien, ¿estas recetas tienen sentido para Uruguay? En mi opinión, dejan claro que es imposible, siquiera a nivel analítico, separar educación y sociedad, y que por lo tanto no tiene sentido plantearse las soluciones educativas de esta manera. No parece imaginable, por ejemplo, un compromiso político como el que Finlandia generó y sostuvo durante tanto tiempo. Pero aun si lo fuera, quedaría por ver cómo convencemos a nuestros jóvenes más aptos de hacerse maestros (sin subir demasiado los salarios, porque ya avisaron que el 6% no va). Tendríamos que cambiar completamente su formación y además deberíamos “ofrecerles” autonomía profesional y estatus académico, lo que implicaría poner de cabeza las condiciones institucionales de la enseñanza.
Pero aun si esto fuera posible, quedaría pendiente la transformación de las condiciones sociales de la educación. ¿Realmente estamos en condiciones de pasar a un modelo de pocas horas de clase y mucha experimentación para lograr el desarrollo de las funciones cognitivas superiores de nuestros alumnos? ¿No requiere esto recursos, motivación, y apoyo extraescolar que sólo una mínima parte de las familias uruguayas están en condiciones de dar? Por otro lado, ¿cómo hacer atractiva y prestigiosa la profesión docente en las condiciones actuales de enseñanza? Pocas cosas debe haber más desgastantes que trabajar en nuestras escuelas. Hasta hace poco, sólo había que enfrentarse a alumnos con carencias y/o desánimos múltiples. Hoy un maestro no tiene garantizada su integridad física.
No quiero dar a entender con todo esto que sea inútil proyectar mejoras incrementales de ciertos aspectos de nuestro sistema educativo. Por supuesto que necesitamos mejores maestros y menos burocracia, pero eso ya lo sabíamos; no es necesario citar el caso de Finlandia para darse cuenta. El problema es avanzar en esa dirección a partir de nuestros propios problemas, con nuestras propias restricciones y sin caer en el optimismo estéril de creer que los problemas educativos se arreglan principalmente con buena voluntad (política).
Finlandia tiene el valor de una utopía. También muestra que se puede tener una buena educación sin recurrir a programas maratónicos, evaluaciones estandarizadas, competencia entre escuelas o gestión empresarial. Sin embargo, si queremos aprender de otros, quizá habría que mirar a realidades social y culturalmente más cercanas, como las de Cuba y Chile, que con modelos distintos logran resultados muy destacados en la región. A decir verdad, a esta altura del partido casi cualquier país latinoamericano está mejor que nosotros en algo relacionado con la educación, así que para encontrar un buen ejemplo tal vez no sea necesario ir a pasar frío a Helsinki.
Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y Personas.