Es alto el contraste entre el flujo colorido y acaramelado de niños, grupos y familias que se aglomeran en las tiendas del Mercado Agrícola de Montevideo y sus corredores y el subsuelo al que nos invitan a pasar cuando se abre la puerta del teatro El Mura.
Mientras numerosas personas asisten a una obra abierta al público y de estruendosa amplificación en el espacio central y atiborrado del mercado, una decena de niños y adultos bajamos las escaleras hasta la antesala del teatro: una sala llena de máquinas y artefactos cuyo propósito no es nada fácil imaginar. Arriba, la atracción de nuevos coloridos, y abajo, una estética menos asociada a “lo infantil” pero que sin duda despierta la curiosidad (e inquietud) de los niños. En este mundo de aparatos en desuso y blanco y negro, y tras una breve presentación sobre el extraño espacio, nos sentamos frente a una escenografía que es una especie de continuación del ambiente maquínico y añejo. Biombos con herramientas, piezas y relojes y una serie de objetos pintorescos y retro, dispuestos desordenadamente, cualidad que combina con la de los personajes de esta obra-mundo situada en un lugar olvidado.
La obra se organiza en torno a una distopía -que, al contrario de la utopía, designa un otro tiempo-lugar con connotaciones negativas- que nos es presentada por medio de cuatro personajes: la octogenaria Señorita L (Paola Larrama), el señor Boniato (Germán Weinberg), el sobrino (personaje ambiguo en términos dramatúrgicos y de género interpretado por Karen Halty) y la mensajera, una patinadora amnésica que se guía por olores pero ha olvidado partes de sus mensajes (Solís). Llevando una vida incomunicada con el afuera y un tanto detenida, L escribe cartas a su sobrino mientras espera su visita, mientras que Boniato ya no repara nada y se dedica a registrar en su bitácora (un grabador de audio anacrónico respecto del universo estético del ambiente) los hechos de días que no puede situar en el correr del tiempo.
En este mundo, el árbol de naranjas, que aludido en el título y en las cartas de L funciona como símbolo de algo así como un pasado jugoso pero agotado, se secó y todos se han olvidado de cómo reparar cosas; también, se sugiere, de relacionarse con los demás.
El sobrino aparece mediante la música -compuesta para la obra por Halty, Larrama e Ignacio Gutiérrez-, de las sombras chinas y de una complicidad con nosotros que lo coloca en otro plano narrativo. Mientras que L y Boniato ignoran nuestra presencia hasta el final de la obra, el personaje bellamente interpretado por Halty nos hace guiños, y usando diferentes instrumentos nos ofrece la música, una de las poéticas más encantadoras de esta creación. La proximidad de los cuerpos del sobrino y de la mensajera hace vibrar a los niños, que en la primera fila permanecen un tanto tiesos y expectantes.
En el final, y aunque sabemos que el sobrino no vendrá, el árbol revive, y las naranjas y la deliciosa torta de L llegan hasta nuestras manos y bocas. La señorita L insiste en dormir, en repetir su embalsamada rutina: “¿Cómo puede dormir con este olor?”, le preguntan. Cuando el árbol se enciende, se enciende el otro; nosotros, los niños, y los adultos, sujetos ausentes en aquella tercera edad suspendida en el tiempo. Se acaba el encierro y se da ingreso a los niños, principales interlocutores. No es frecuente ver una obra para niños cuyos principales personajes son viejos.
Fuera del tiempo
Tampoco es frecuente una obra “infantil” que proponga tantas posibles líneas de lectura. Por un lado, una reflexión contemporánea sobre la obsolescencia de los objetos y de los vínculos; por otro, sobre la necesidad de recordar; una crítica al olvido y la aceleración en un mundo donde ya nadie recuerda cómo se arreglan las cosas, o están ocupados con sus nuevas adquisiciones. Una distopía en la que ya no es posible llevar la cuenta del tiempo -una mezcla de Cronópolis ballardiana con los Vladimir y Estragon del Godot de Beckett. Entre otras.
Aunque se nos dan varias coordenadas para entender qué sucede en el tiempo espacio de los personajes, casi todas ellas refieren a la comunicación con otros, o mejor dicho, a su inexistencia. La incapacidad o decisión de L y B para hacer algo, para modificar las causas de las penas que juntos lamentan, los inmoviliza y dota de cierta torpeza, no sólo para la acción, sino también para la comunicación. Y para ambas, la dinámica predominante es el tropiezo. Jugando con este borde trágico del absurdo, la obra trata también sobre el deseo contenido y sobre la imposibilidad de comunicarse hasta con los más cómplices, como lo sugieren verbal y físicamente los personajes en permanente desentendimiento. La comunicación es en esta historia lo que aísla y une, o lo que separa cuando no existe, o lo que nunca puede ser completo. Se trata también del impulso de archivo o de producir relatos que performan B y L, viejos que, casi como en un juego infantil, intervienen el presente para crear registros de éste (suena familiar…).
En este mundo de estética vieja pero problemas contemporáneos, los objetos y los cuerpos se vuelven música y coreografía, que construyen sutilmente una metáfora sobre el paso del tiempo, su contabilización y control y la vejez y sobre los medios de comunicación, sobre la posibilidad de hacer algo y la decisión de no hacer nada ante la realidad que se vive.
La directora -una costarricense radicada en Uruguay desde 2011, creadora del colectivo La Tijera- declara que escribió el texto en conocimiento de los actores que lo representarían, con la visión de sus cuerpos y sus potencialidades. La Tijera nació en Costa Rica en 2009 y se mudó con Estíbaliz incorporando artistas uruguayos. En 2013 estrenaron ¿Cómo encontrar un portal mágico? con Weinberg y Larrama, que se presentó durante casi dos años en Uruguay (por ella, Paola ganó el Florencio a mejor actriz).
No es frecuente que artistas extranjeros elijan Uruguay para establecer su residencia artística y personal, aunque esta realidad puede haber empezado a cambiar hace algunos años gracias a la creación de apoyos y espacios para la creación escénica en Uruguay. O a otros motivos.
Al preguntarle a Estíbaliz sobre las diferencias entre el campo uruguayo y el costarricense en cuanto a los espacios y apoyos para la producción de teatro (particularmente del infantil), nos contaba: “Los apoyos son escasos, aquí y allá. En El árbol de naranjas, por suerte, contamos con el auspicio del Correo Uruguayo y algunos otros emprendimientos del interior del Mercado Agrícola, como el Café del Mercado y la frutería Hnos. Bianco. En Costa Rica la cuestión de los apoyos (fondos e instituciones) es muy similar a lo que sucede aquí: hay un par de fondos públicos para toda clase de proyectos escénicos, hay una sala de la Compañía Nacional de Teatro que programa espectáculos infantiles y se considera el teatro para niños como una categoría dentro de algunos fondos de programación. Históricamente, allá, el teatro infantil estuvo más asociado a los títeres, y últimamente se ha abierto con espectáculos que involucran otros lenguajes, de grupos independientes que también hacen espectáculos para adultos; me parece que está en un buen momento. La oferta es mucho más reducida que acá en lo que se refiere al teatro para niños: nunca va a haber, como hay en Montevideo ahora, alrededor de 70 espectáculos en cartel. Tampoco se concentra en ningún momento del año. La oferta será de unos diez estrenos de espectáculos para niños, aproximadamente, distribuidos durante todo el año; tampoco recuerdo que hubiera tantos megaespectáculos, con grandes producciones, como los hay acá [en teatro para niños]. Y la dramaturgia propia, aparte de las adaptaciones de clásicos y cuentos, tampoco es lo más común, aunque sí hay algunos autores que se destacan. Aquí se tiene la ventaja de una larga tradición teatral que incluye esta prolífica temporada de vacaciones de invierno; para mí, debería aprovecharse más por dramaturgos y compañías para crear espectáculos originales, que salgan del tema de las adaptaciones de cuentos”.
En cuanto al teatro para niños y su lugar en el campo de producción teatral, la directora opinaba: “Hay compañías de mucho rigor y experiencia en el trabajo con niños que hacen un trabajo excepcional, pero a veces queda confundido para el público, entre tanta oferta de espectáculos más de entretenimiento que de teatro. Por eso, me parece fundamental lo que hizo la Comedia Nacional de hacer este año un espectáculo infantil; hay que legitimar espacios de programación a lo largo del año, no sólo en las vacaciones; aunque a veces es difícil pensar en que los espectáculos para niños puedan ser autosustentables en otro momento del año y las salas lo saben, y a veces no se animan a programar. Para mí habría que empezar con que el medio sea consciente y respetuoso del trabajo para niños, no sólo las compañías que se dedican a ello, y darle los espacios, fondos y apoyos que corresponderían si pensamos en la formación de espectadores”.