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Fascinación por la ignorancia

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Columna de opinión.

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El reciente anuncio del cardenal Daniel Sturla de que se creará un tribunal para analizar un presunto milagro ocurrido hace dos años deja a las personas que no creen en la existencia de fenómenos sobrenaturales frente a dos opciones: mantener un silencio indiferente o reivindicar su derecho a sentirse indignados ante un planteo que exige un gran esfuerzo para no ser considerado ofensivo.

Desde que los avances incipientes del conocimiento entraron en conflicto con antiguos relatos sagrados en el mundo helénico, los malabares dialécticos de la hermenéutica brindaron una herramienta para compatibilizar las nuevas ideas con los mitos del pasado. Así, los creyentes de pensamiento más sofisticado recurren al argumento de la alegoría cada vez que se discute sobre la pueril explicación del mundo que proporcionan la Biblia o el Corán, cuando se advierte el carácter inverosímil de los hechos milagrosos relatados o se pone el acento en el sentido aberrante de innumerables pasajes identificados con la palabra de Dios.

El argumento es bueno, porque en su versión extrema disuelve por completo todo cuestionamiento de la fe como obstáculo para el avance de la razón. La visión correcta del fenómeno religioso, de acuerdo a estos creyentes liberales y moderados, supone desconocer el valor fáctico y la consistencia histórica del relato, y en su lugar, partiendo de una interpretación alegórica, elaborar un discurso especulativo tan opinable que queda a salvo de toda crítica. Adicionalmente, identifica el cuestionamiento de los hechos relatados desde un punto de vista racional con una interpretación simplista, al buscar tan sólo consistencia lógica, y aporta un barniz más profundo a su defensa, pretendiendo descubrir un significado trascendente. Quienes se aferran a la interpretación literal de los textos serían minorías fundamentalistas, cristianos creacionistas, yihadistas islámicos o variantes por el estilo, no representativas de las grandes mayorías, que les asignan a los textos un significado más elaborado.

De este modo, no hay por qué ver contradicción entre la teoría de la evolución de Darwin y los relatos sobre Adán y Eva del Génesis, o entre la edad del universo (estimada por el análisis de la radiación de fondo de microondas en unos 13.700 millones de años) y los 4.004 años que se desprenden de los textos bíblicos, según estimación del arzobispo James Ussher; tampoco se podría cuestionar la transustanciación desde una perspectiva físico-química o poner en duda la resurrección o la factibilidad de una caminata sobre el mar, y así con todo. Aceptemos que con este artilugio argumental, y siempre que nos mantuviéramos en un nivel de análisis teórico, desconociendo toda la evidencia histórica que prueba lo contrario, se daría por resuelta la oposición entre razón y fe, por la vía de los magisterios no superpuestos de los que hablaba Stephen Jay Gould. Según esta visión, se mantiene del lado de la ciencia la explicación de los fenómenos del mundo natural, reservando para la religión los asuntos subjetivos vinculados con valores, significados y propósitos, y demás especulaciones metafísicas.

El tribunal creado por Sturla, sin embargo, no se ocupará de cuestiones alegóricas ni de lo que podría considerarse milagroso desde un punto de vista metafórico, sino que analizará qué le pasó a una persona que hace dos años “tenía una enfermedad grave y se curó”. Se trata de evaluar un hecho ocurrido realmente, pero no para comprender un fenómeno que es objeto de estudio científico, como la remisión espontánea de enfermedades o el comportamiento inesperado del sistema inmunológico. No motiva a este tribunal un interés por conocer, sino una especie de manía obsesiva por confirmar la propia ignorancia. En 2013 la guerra civil dejó más de 70.000 muertos en Siria, un millar quedó sepultado bajo los escombros por terremotos en Pakistán y otras 3.000 personas murieron por un tifón en Filipinas. Ese año también Józef Wesołowski, arzobispo polaco ordenado por el santo Juan Pablo II, abusaba sexualmente de niños indefensos en Roma. Mientras todo esto sucedía, un dios bondadoso y omnipotente habría decidido intervenir en este mundo para modificar la evolución de la enfermedad de un uruguayo porque “había sido encomendado a Jacinto Vera por sus familiares”.

Es como si les resultara divertido jugar, en un mundo de ficción, a reciclar antiguas creencias alimentando sus propios fantasmas. Como en los viejos tiempos, cuando la religión invadía la vida de los individuos. Conformarán un tribunal, harán la parodia de investigar y confirmarán sus certezas, con la misma infalible previsibilidad y objetividad de un tribunal militar.

Con estas acciones, que podrían resultar graciosas si no fuera por el grotesco contexto temporal, la iglesia ratifica su histórico desprecio por la razón, mucho más firme que cualquier discurso renovador, demostrando la impostura implícita en la idea de los magisterios no superpuestos. Y como la reflexión autocrítica está en las antípodas del dogma, repiten el mismo trágico error, subestimando la inteligencia y apostando a consolidar los instintos más primitivos, los subproductos más rudimentarios del pensamiento. Aunque quizá sea, a no desanimarse, un reflejo agónico por recrear la ilusión de autoridad sobre viejos fantasmas, ante su cada vez más deshilachado dominio sobre los asuntos del mundo real.

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