Ya que es regla cotejar una función de circo contemporáneo con el refulgente Cirque du Soleil, digamos que la compañía sueca Cirkus Cirkör, que se presenta hasta el domingo 6 en el Auditorio Adela Reta, abreva en esa escuela, aunque a nivel de vestuario y escenografía se maneje en una cota más simple (que no significa pobre ni desatendida). Como los canadienses, recorre el mundo al tiempo que comanda un centro de formación en sus técnicas. Tampoco está lejos de la compañía suizo-italiana Finzi Pasca, pero a una escala, si no “de cámara”, menos efectista y con un acting más sutil, probablemente porque aquí está casi ausente el clown. Hechas estas distinciones, vale decir: pobre utilero; con qué infinidad de redes, sogas, nudos y tejidos debe lidiar. El espectáculo Knitting Peace es una gran instalación textil en movimiento, y pretende desplegar la imbricada madeja que integran guerra y paz.
La sala aún está iluminada, y cada uno busca su asiento con dos protagonistas del show instaladas en el proscenio. Una lleva alas hechas con cuerdas, que se quitará pronto. Cuando caiga el telón negro a sus espaldas, una estructura metálica pasará a enmarcar la mayor parte de la función. Lo angélico da paso a lo macabro o, por lo pronto, a lo sobrenatural, cuando muñecos tejidos de varias dimensiones son descosidos y utilizados como marionetas. Trapecistas, equilibristas y músicos emergen entre elementos escenográficos que se van comprendiendo de a poco. Por allá se distingue un miembro; sobre la parrilla de luces, una persona agazapada. En lo alto, al fondo, el DJ y cantante, que, entre la electrónica y los instrumentos de cuerda que ejecuta, hace las veces de un redoblante para los momentos de suspenso. Opera como un brujo de los climas escénicos, que sugiere sonidos subacuáticos o de ensoñación.
Los cuadros van agotando las posibilidades del tejido como vehículo de un tópico trascendente, aunque en este caso nada solemne. Pelotas revestidas como ovillos enormes en los que esconderse o sobre los que hacer equilibrio, una gran red que rodea un trapecio y es usada para trepar y pender, sogas paralelas que se anudan con cada giro en el aire, una hebra roja que sacan desde el pecho. La propuesta de deshacer en acción recuerda a los espectáculos que Camille Boitel presentó hace dos años en la misma sala, especialmente esa escala de cuerdas a la que, literalmente, tiran de las piolas, deslizando hacia abajo a una muchacha que intenta subir con botas militares.
“¡Muy fuerte!”, grita en un susurro algún adulto del público cada vez que un acróbata transita la delgada línea de una cuerda floja. Va subiendo la apuesta: primero camina, después va en monociclo, y enseguida, ya que está, toca el violín. Se hace patente lo que Tilde Björfors, director de la compañía, comenta en el programa de mano: “Las posibilidades de volverse rico o famoso son mínimas; el riesgo de causarse heridas o de morir es considerablemente grande”. Sin embargo, apenas se pone un colchón en un momento del espectáculo, que no parece siquiera el más jugado. Entre los artistas, salvo cuando unas bazucas arrojan manojos de algodón al escenario, reina la colaboración. Los niños ríen con los medidos gags físicos. Todos tocan, como una necesidad esencial, los largos tejidos que van atravesando la platea como interminables bufandas cuando el espectáculo está a punto de terminar. “Es lana”, “es jersey”, comentan, al tiempo que miden la resistencia de los materiales que sostuvieron tanta destreza. Los aplausos llegan de pie y, mientras cada cual se pone el abrigo que trajo, bajamos las escaleras comentando todo eso de tejer la paz en escena.