Basta un repaso rápido de todo lo publicado hasta la fecha por Estuario Editora en su colección Cosecha Roja para apreciar características comunes a la gran mayoría de estos libros. Una de ellas podría pensarse como cierta actitud compartida ante la ficción de género, de manera que con una o dos excepciones todos los libros de la colección son, por decirlo de alguna manera, producciones respetuosas de los códigos del género negro o policial. Dejando de lado el caso acaso más discutible de Los trabajos del amor, de Damián González Bertolino, los otros 16 libros (ya se verá por qué estamos dejando de lado por ahora Desaparición de Susana Estévez, el más reciente de la colección, un compilado de cuentos de Hugo Fontana) rehúyen la hibridación de géneros, se mantienen en territorios más o menos consabidos y no ofrecen sorpresas ni se arriesgan a despertar la suspicacia del lector más purista.
Por ejemplo, en el caso de los trabajos de Rodolfo Santullo, una lectura atenta y apasionada de la o las tradiciones de la ficción de crímenes es particularmente evidente, al punto de que obra en sus textos una cuidada articulación de los lugares y procedimientos comunes del género; asimismo, en la saga de Agustín Flores, de Pedro Peña, que ha aportado dos de las mejores entregas de la colección, el desplazamiento del “detective” al “periodista” puede leerse, además de como guiño al fundacional Joseph Rouletabille de Gaston Leroux (periodista y escritor que resuelve los misterios de al menos siete novelas, entre Le mystère de la Chambre Jaune, de 1907-1908, hasta Rouletabille chez les Bohémiens, de 1922-1923), como una manera de plegarse a una tradición más rioplatense que evita al “policía” y propone al periodista como manera de llenar la función del investigador en la trama, tradición, por cierto, recientemente agredida por Juan Terranova en su ineludible artículo “El pálido género negro”, publicado en la revista online Paco.
La mención a Terranova rinde todavía un poco más, en tanto lo dicho en el párrafo anterior puede ganar perfiles más definidos si se acomete el ejercicio de comparar la producción uruguaya de novela de crímenes o novela negra con su equivalente del otro lado del Plata, para los últimos cuatro o cinco años. Así, ni la ucronía nazi de Terranova en su policial negro El vampiro argentino ni el horror cuasi cronenbergiano de Matías Bragagnolo en Petite Mort y la recientísima El brujo tienen un equivalente en la producción uruguaya, más “clásica”, si cabe el término. Es cierto: esas tres novelas (cabría sumar Santería, de Leonardo Oyola) podrían quizá pensarse como excepciones dentro de la producción argentina, pero habría que indagar más a fondo para llegar a esa idea y, en cualquier caso, es cierto que acá no se ha publicado nada parecido. Conclusión: Cosecha Roja parece privilegiar una actitud más respetuosa, más cómoda y segura hacia el género, o al menos más pensada para cierto tipo de lector cercano a cierto purismo.
En ese sentido, Desaparición de Susana Estévez llama la atención. No porque incluya vampiros, historias alternativas, gore y brujería, sino porque la relación que su escritura parece postular con el género no es la misma que, por ejemplo, la que se deja inferir de los libros de Santullo, Peña o Renzo Rossello.
El propio Fontana parece preocupado por ese asunto y lo articula bajo la forma de una suerte de advertencia; así, a partir de un artículo de Ricardo Piglia (“La ficción paranoica”), en el que el argentino razona algo así como que el saber-qué-pasó es esencial a toda la literatura y que, por tanto, lo que termina por hacer la narrativa policial o de crímenes es tematizar ese proceso, la conclusión propuesta por el autor de Desaparición de Susana Estévez es que “toda la literatura moderna, aun cuando no pertenezca específicamente al género policial, puede al menos ser leída como una parodia del mismo” (las itálicas son mías). Está claro que parodia significa muchas cosas, y algunas de ellas podrían dar cuenta de algunos mamarrachos de la otra incursión del autor en Cosecha Roja (la novela Barro y rubí), mientras que otras subrayan esa idea del “puede ser leída como…” que hace que a los cuentos reunidos en el libro que nos ocupa les convenga, efectivamente, una lectura desde el policial.
Onetti, de gabardina
Fontana también señala que el género ejerce cierto “peso” sobre su ficción, tanto en su “condición de lector acólito como en la de imitador contumaz”. Es cierto que se persiste también en lo que se ama, y cabe pensar que Fontana está diciendo que el género lo apasiona lo suficiente como para no poder librarse de su influjo; pero la suya, podría pensarse, es una relación problemática (si no lo fuera escribiría policial “a secas” y con militancia de género). Y eso no debería sorprendernos, dado que la literatura uruguaya tiene, a su manera ella toda, el mismo problema. O al menos desde sus dos centros persistentes: la ficción de Juan Carlos Onetti (central, a su vez, para Fontana) y la ficción de Mario Levrero, dos lectores asiduos del género que difícilmente podrían ser acusados de escribir “policial a secas”.
El caso de Levrero es el más fácil de rastrear. En el libro La máquina de pensar en Mario, publicado hace un par de años en Buenos Aires por la editorial Eterna Cadencia, el crítico y académico Ezequiel de Rosso ofrece una interesante lectura de la zona “más policial” de la ficción de Levrero, marcada por la lectura de cierto proyecto levreriano de generar un “policial literario”, desprovisto de los problemas que Levrero veía o decía ver en la literatura de género. Una muestra de ese intento podría encontrarse en la complicada e hilarante Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, de 1975, o también en Fauna y Dejen todo en mis manos.
Es cierto que Fontana no va tan lejos como Levrero en cuanto a probar al lector “purista” del que se hablaba más arriba, pero los cuentos que componen Desaparición… definitivamente no pertenecen a las mismas coordinadas que la mayoría de los textos de la colección Cosecha Roja. Eso, por supuesto, ni siquiera se acerca o se quiere acercar a un juicio de valor. Pero puestos a formularlo, hay que señalar que buena parte del material de este libro es excelente. Incluso sin tratar de leer las posibles -no habría mayor interés en hacerlo- “cercanías” o “acercamientos” puntuales al género policial, está claro que “Agniezka en la costa”, publicado originalmente en el libro Liberen a Bakunin (1997), es un perfecto ejemplo de cuento bien cincelado, incluso cabría decir que escrito con maestría. Fácilmente se lo puede proponer como lo mejor del libro junto al sorprendente “Preppers” (previamente inédito) y a “La Convención de Ginebra”. En el primero encontramos un hombre que está perdiendo o ha perdido la memoria a corto plazo y que se convierte, quizá, en testigo de un crimen, a la vez que su condición lo vuelve el receptor ideal de una suerte de revelación reiterada, ritual y mucho más terrible. En el otro confluyen felizmente múltiples líneas de lectura; para no apartarnos demasiado de lo que se decía al principio de esta nota, se pueden resaltar las primeras líneas: “Ser cronista policial es el trabajo más parecido al de detective en un país como éste, donde no hay demasiadas oportunidades de convertirse en un sabueso, averiguar, investigar, seguir a alguien, sacarle fotos comprometedoras, ser seducido por la rubia de la película, etcétera”; más allá de la figura del periodista-detective, está dicha allí una postura con respecto al género y lo local, al género y sus lugares comunes.
Sólo por estos tres cuentos está plenamente justificada la lectura del libro -atravesado por armonías grises y onettianas, por cierto, y lo de “… en la costa” es bastante elocuente al respecto- y asegurado su disfrute, pero también valen la pena especialmente “El tablero del antagonista” (que en sus primeras páginas es quizá el que más fácil se deja leer como un texto plenamente insertado en el género policial) y el que aporta el título al libro, dejando a “Dos noches y un día” y “Nancy agricultora” como la zona más tenue. A la vez que “Cordajes” -con su procedimiento metanarrativo y su artificialidad deliberada, que de todas formas no carece de interés-, podría quizá haber sido excluido cómodamente de la selección.