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Ir y volver. Foto: Nahuel Pagani

Pasado y presente

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“Ir y volver”, por Grupo Ménades. Concepto y dirección de Leticia Ehrlich, con asistencia de Noemí Alem. Composición musical original de Ernesto Díaz, Emiliano Erosa y Andrés Moyano. Poesía de Fabián Severo. Producción general de Spagat Gestión Cultural.

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Ir y volver, la última creación de Leticia Ehrlich con el grupo de danza Ménades, se presentó el 2 y el 3 de setiembre en la sala Hugo Balzo del SODRE. La obra se centra en experiencias y consecuencias de la dictadura que según las artistas han sido poco exploradas, como las de quienes, fuera de la tipología de víctimas exiliadas, presas o muertas, sufrieron de otros modos la represión y el miedo. El plano del sentimiento es la fuente de inspiración y la materia prima de la propuesta escénica.

Pensando en el futuro como algo ligado inherentemente al pasado, el texto de la obra anuncia el interés del grupo en abordar el “drama de la dictadura” y su relación con los procesos y elementos de construcción de identidad nacional. Antecedentes directos de esta creación fueron Las hijas de Ulises -sobre la problemática del exilio como algo heredado por la siguiente generación (ver http://ladiaria.com.uy/UIX)- y El mundo en un lugar, que mediante poesías de Fabián Severo, trataba sobre la experiencia de un exiliado y sobre la búsqueda de los afectos o la soledad, ambas dirigidas por Ehrlich.

Compromiso comprometido

Ir y volver presenta continuidades temáticas y estéticas (en la metodología de creación, el tipo de entrenamiento y la estética escénica) tanto con el trabajo previo del grupo (integrado actualmente por Ehrlich, Cecilia Etchebehere, Magdalena Figueredo, Belkys Gauto, Claudia Piretti, Leticia Sarante y Bettina Urraburu) como con el legado de su maestra fundadora, Ema Haberli, y de la danza moderna y contemporánea uruguaya entre los años 70 y 90. Esto se vio reflejado en el público, que no era ni el cool de la danza contemporánea ni el hambriento de alta cultura del ballet. A diferencia de lo habitual, en la función a la que asistí no me encontré con un solo colega artista.

Una de esas continuidades se ve en la homogeneidad grupal del vestuario y en sus características: soleras que casi llegan a la rodilla, hechas de telas fruncidas pero cadentes, que amplifican el movimiento al tiempo que buscan parecer “casuales”, y las típicas calzas por debajo del vestido. Otra es la exploración de la mayor cantidad de estructuras coreográficas de forma exhaustiva y explícita, operando compositivamente con un repertorio de solos, dúos, unísonos y cuadros colectivos. También es característico el trabajo de composición conjunta entre danza, música y palabra, receta explorada por coreógrafas modernas y por la propia Haberli en la mayor parte de sus obras. El lenguaje coreográfico integra elementos de la danza moderna y de la danza-teatro, provocando su intersección mediante una estética expresionista en la que el cuerpo y el gesto se sugieren sentimientos, situaciones y relaciones. En la mayor parte de la obra, cuerpo, gesto y movimiento están organizados sobre la gramática dancística de técnicas modernas. El carácter codificado y críptico de los pasos y frases coreográficas se mezcla con la explicitación dramática, presentada por medio de melodías oscuras y una interpretación afectada del tema de la dictadura.

Otro de los legados levantados por la obra es el del compromiso ideológico, del que Haberli fue una enfática defensora, que propone una relación inextricable entre arte y realidad político-social.

Si “compromiso” fue una palabra clave para entender la participación de la danza en el movimiento de resistencia cultural durante la dictadura (del que Haberli fue protagonista), el término también alude a un tipo de subjetividad política que en última instancia determina otra relación: la de forma y contenido. ¿Qué es el arte político? es la pregunta para respuestas que han mutado a lo largo de las décadas y que siguen -o deberían seguir- mutando.

Organizada sobre elementos expresivos, la danza moderna expresó su rechazo a la dictadura participando en determinadas actividades y apoyando otras durante los años 70 y 80. El carácter incodificable y expresionista de su lenguaje coreográfico fue usado como una valiosa herramienta para evitar la censura y aun así usar la danza como forma de resistencia y contracultura.

Ir y volver hereda aquel compromiso pero pertenece a otro tiempo: uno en el que encubrir los mensajes ya no es necesario; en el que contracultura tiene un significado muy diferente; en el que la dictadura sigue rodeada de silencio sin que nadie siga imponiéndolo a punta de revólver (¿o sí?). No es necesario (ni posible) argumentar por qué el tema no está agotado y vale la pena regresar a él. Nunca nos fuimos.

En Ir y volver la elección de un lenguaje dancístico que oscila entre la expresión abstracta y la representativa del dolor pone énfasis en el plano de las emociones y sentimientos que rodean a los años de la dictadura, pero aísla al cuerpo de dialogar con o dentro de la problemática que se enuncia, y con las tensiones que su contemporaneidad presenta. La crítica es dejada para las palabras, el cuerpo para la nostalgia, la música para la emoción, mientras se ejecutan coreografías en un lenguaje moderno. Recuerdo haberme preguntado durante la obra en qué medida el tema era la dictadura, o si Ir y volver no es más bien un homenaje (a modo de recreación) a las obras que se hacían durante aquel período.

Aunque hay una intencionalidad teatral que se percibe en la interpretación, por momentos las bailarinas parecían más concentradas en ejecutar las frases de la obra que en lo que estaban comunicando, un problema que preocupa a artistas y teóricos desde el siglo XVIII. Por este motivo, y por la característica de los fraseos, que nos permite ver dónde termina un paso y empieza otro, la metakinesis (especie de transmisión emocional de bailarín a espectador, mediante la cual la danza comunica emoción, según las premisas básicas de su versión moderna), es de un flujo inconstante que nos propone la adaptación permanente ante nuevos cuadros coreográficos.

La mayor parte de la danza es grupal, salvo dos solos que nos presentan a un personaje “oscuro” y otro “blanco”, que probablemente simbolicen la maldad y la bondad del mundo. La obra explora los sentimientos de la nostalgia y el miedo, y trabaja la distancia con el pasado mediante cierta romantización de referencias. La nostalgia es retratada por medio de objetos ligados a personas ausentes, canciones viejas o la tensión entre lo doloroso y lo alegre, la fuerza de lo colectivo y el poder aislante del miedo, el morir y el vivir.

La dualidad es metaforizada en una propuesta escenográfica y lumínica que provoca el efecto de espejamiento de los cuerpos en el piso, lo que produce un efecto de duplicación simétrica de algunas de las escenas.

Al igual que en los fraseos, es posible ver el inicio y el final de muchos movimientos; la obra también tiene “partes” discontinuas entre sí y que van integrando alternativamente palabra o música. Ésta -a cargo de Andrés Moyano, Ernesto Díaz y Emiliano Erosa- presenta melodías que densifican la emotividad de ciertos momentos, compartiendo entre sí una cualidad nostálgica, a veces abstracta y otras explícita, como cuando se citan los temas “Duerme negrito”, “Manuelita”, “La puerta de Alcalá” o “Detrás del miedo”, elegidos como referencias -a veces un poco desfasadas- del paisaje sonoro en los años dictatoriales (por lo menos, compartiendo generación con Ehrlich, puedo asegurar que mis padres las escuchaban y cantaban sin parar).

La mención explícita a la temática de la dictadura llega como cierre del espectáculo con el texto “Nuestra palabra”, de Fabián Severo, escrito a partir del intercambio con las artistas y en diálogo con el material que fue surgiendo en los ensayos durante el proceso creativo. Severo, poeta fronterizo, ha colaborado con Ehrlich en obras anteriores y también escribió la letra de la canción final de Ir y volver, titulada “Otra luna”.

Legados presentes

En una entrevista con Haberli para Lento, hace unos años, la maestra y coreógrafa -que declaraba que siempre había trabajado por los derechos humanos y sobre los temas relacionados con la injusticia y la opresión- aludía a la dificultad de abordar mediante la danza temas dolorosos, que resulta difícil traducir y tratar sin caer en una representación excesivamente literal ni en una traducción críptica de sus contenidos.

Sobre la creación de Presas: dolor y locura (2011), decía: “Lo que me dio más miedo fue algo figurativo como podría ser representar la tortura. Entonces yo pensé que lo mejor era representar sólo tres posibilidades de tortura: el estar colgado, la cabeza en el agua y el plantón. Eran tres cosas que se podían poner, entonces los puse de espaldas contra el fondo, contra el telón de fondo. Y adelante se desenvolvía la escena de la celda”.

Si en cierto período la danza no había transitado aún por ciertas revoluciones del lenguaje -y, con él, del cuerpo-, o si era acallada por la censura de un régimen represor, hoy resulta curioso volver a la dictadura desde pensamientos coreográficos propios de aquel momento, aunque tampoco fuera de la danza hay muchos signos de que el país haya conseguido inventar nuevas formas de pensar el tema. Ver en la misma semana Ir y volver y el debate en televisión entre Héctor Amodio Pérez y Federico Fasano tuvo algún efecto extraño en mí. Algo de lo poco que entendí es que no hay temas viejos, pero sí formas de pensar el pasado que van quedando obsoletas.

“Ahora / nuestra lengua / es más chica que los sueños / y el mundo / tiene el tamaño del silencio”, concluye el poema de Severo, y con él la presentación.

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