Los feminismos son incómodos, molestan. Son incómodos en la derecha y en la izquierda. Molestan tanto en el activismo social y político como en los ámbitos profesionales y laborales. Molestan en las casas, en las escuelas, en los hospitales, en las calles. Desde la integrante de un partido tradicional, pasando por la militante frenteamplista hasta la activista libertaria: todas vivimos experiencias cotidianas de machismo porque es transversal a todos los espacios de participación de nuestro país.
Pese a siglos de acumulación de logros, identificarse como feminista es una de las ideas políticas más radicales en el Uruguay de hoy. La denuncia frente a la naturalización de la violencia hacia las mujeres es minimizada y ridiculizada. Este problema trasciende las clases sociales, a la vez que profundiza sus desigualdades. Las consecuencias son evidentes: nuestro país expone los peores indicadores de participación de mujeres en espacios de decisión del continente. Cabe recordar que en las últimas elecciones nacionales, la instrumentación de las cuotas de género previstas para conformar las listas de los partidos políticos fue hábilmente burlada, en particular en la Cámara de Representantes.
Es así que cada tanto salen a luz enfoques como el desarrollado en la columna en la diaria titulada “Pancartas sin carne” (ver la diaria del 21/01/16), que dan cuenta de algunas de las ideas que están instaladas a nivel de opinión pública sobre los movimientos feministas y su accionar político, a la vez que evidencian la necesidad impostergable de abrir un debate sobre las estrategias y tácticas necesarias para transformar la realidad de más de la mitad de la ciudadanía de nuestro país.
Hablando en términos de “nuestros cuerpos” se pretende enunciar un discurso sobre cómo o de qué manera debería ser nuestro accionar en diversos espacios, frente a distintas situaciones y en nuestra praxis activista. Esboza una suerte de explicación sobre el deber ser de las feministas en el espacio público, ése que nunca ofrece los mismos derechos para nosotras, ése en el que tenemos que conquistar espacios para ejercer nuestros derechos, ése en el que también exponemos otra forma de escritura.
Es corriente también toparse con este argumento que, de forma muy poco disimulada, nos deslegitima intelectual y políticamente, ése que habla de que “hay escalas, hay lugares y hay espacios” mientras es condescendiente con nuestra “inocencia”. Ante esto nos preguntamos: ¿quién define esas escalas?, ¿quién gobierna esos lugares?, ¿quién domina esos espacios? Somos activistas y feministas porque estamos convencidxs de que estos parámetros son construcciones sociales, y como tales, son deconstruibles. Partimos del saber que hay un acuerdo, mas o menos generalizado, sobre la existencia y violencia de las desigualdades de género, pero sostenemos que el paradigma al que responde el enfoque de la columna mencionada no construye, sino que esconde en su germen la misma cultura machista que se permea en todos los espacios.
Tal es así que termina derivando en el ya tan tradicional discurso de culpabilización de la víctima, advirtiéndonos sobre los riesgos de decirle a una adolescente que se vista como quiera y salga a la calle segura de ella misma. Se desconoce, en esta reflexión tan popular, las miles de investigaciones sobre abusos sexuales que señalan -entre otras cosas-, que nada tiene que ver la forma de vestir con la vulnerabilidad de ser víctima. En estos casos muchas veces la ciencia aparece para mostrar lo obvio; basta con preguntarle a cualquier vecina, que sabe que el repertorio de guasadas y peores que tiene que soportar cuadra a cuadra cada día cuando va a comprar verduras poco tiene que ver con si va de bufanda o mostrando el ombligo.
Es obvio que “no somos libres” y que cada una de las libertades -civiles y políticas- y los derechos sociales que tenemos son fruto de conquistas, como bien señala el autor. Pero aclaremos: esa “negociación traumática del territorio” la conocemos porque es parte de la historia de nuestros movimientos. La hegemonía nunca se disputó únicamente con argumentos para luego entrar pisando suavecito y sin cuidado.
Diariamente es muy cuestionado ese accionar “a prepo” que, justamente, fue el que llevó a las conquistas del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, a las del movimiento de resistencia anti apartheid en Sudáfrica (entre otros). Cuando Rosa Parks se negó a sentarse en el fondo del bus estaba exponiéndose, estaba “poniendo el cuerpo” en riesgo, estaba expuesta. Hay algunos que se molestan porque los estamos desafiando, pero lo estamos haciendo de una manera que no conocen; las feministas no tenemos nada que perder, es justamente por eso que luchamos: no nos interesa permitir que nos dominen ni dominar a nadie.
Dice el autor: “Hay un hipocresía importante en la arenga de las libertades cuando se sabe que el otro no puede practicarla de inmediato y corre ciertos riesgos”. En relación a esa frase nos preguntamos: ¿realmente se conoce cuántos riesgos enfrenta una mujer al denunciar a quien la golpea o abusa sexual, simbólica y económicamente de ella todos los días? Nosotras sabemos de esos riesgos y, sin embargo, animamos a no callar, a no tener miedo, animamos a decir.
De las posibles críticas que se les puede hacer a los movimientos feministas, mostrar demasiado las tetas no es una de ellas. Los feminismos, así como todos aquellos movimientos que cuestionan los géneros hegemónicos, necesitan de subjetividades y cuerpos críticos, disidentes, contestatarios, desobedientes. Subjetividades y cuerpos dispuestos a construir una realidad mejor, distinta, otra, abyecta, una realidad de la que no sabemos nada y, justamente por eso, nos interesa afrontar el desafío.
No necesitamos las retóricas aleccionadoras de siempre, vengan del lugar que vengan. Necesitamos a hombres y mujeres que estén dispuestxs a construir codo a codo sobre “la idea radical de la igualdad”. Necesitamos compañeros, no instructores. Pero sobre todo, lo que no necesitamos es una izquierda conservadora y envejecida, sorda a las nuevas demandas al punto de caer en la misma retórica y contradicciones que critica en la derecha.
Vayamos a lo concreto: en este país el acoso callejero es un tema que poco importa, aunque sea el ejercicio cotidiano del mismo machismo que cobró vidas prácticamente de forma semanal en 2015. Por eso, pedir por “pancartas sin carne” es políticamente descuidado, justamente, porque urgen las sensibilidades dispuestas a poner el cuerpo y articular la voz por la igualdad de género en todos los espacios, las calles, las esquinas.