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Diego Silva. Foto: Federico Gutiérrez

Con Diego Silva Balerio, especialista en pedagogía y sistema penal juvenil

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Diego Silva Balerio es magíster en Psicología y Educación, tiene 45 años y hace unos 20 que está trabajando en áreas referidas al sistema de protección y sistema penal juvenil. Silva Balerio sostiene que el accionar pedagógico debe ser el de la “resistencia”: aún hoy tiene la necesidad de aclarar que el primer objetivo del trabajo educativo y social con personas sancionadas penalmente es “evitar causar daño”; no reproducir el “mal” de las cárceles, “instituciones creadas para dañar”.

La semana pasada presentó su último libro, Pedagogía y criminalización. Cartografías socioeducativas con adolescentes, editado en abril de este año por la Universidad Abierta de Cataluña en la Colección Manuales de Pedagogías Contemporáneas. la diaria aprovechó la oportunidad para conversar con quien cree que “lo simple” de la tarea de los educadores sociales es “trabajar con los adolescentes” y lo “complicado” es “lidiar con los adultos” que gestionan las instituciones. Silva Balerio asegura que los “mayores obstáculos” están dados por cómo las instituciones -y los adultos que trabajan ahí- tienen una perspectiva “distinta” a la que trae un estudiante de educación social que tiene 20 años y que “va con toda la energía para cambiar”: “La devolución desde la institución es ‘esperá un poquito que ya te vas a dar cuenta cómo es esto’”.

El autor explicó que el educador parte de la base de que la cualidad de “‘delincuente’ no es un atributo del ser, ni una característica ontológica de una persona, sino una situación, una experiencia [...] un sujeto que mediante su acción u omisión produjo un daño, lesionó derechos, con una conducta tipificada por la ley penal como un delito en un espacio-tiempo determinado”. La institución, por el contrario, entiende que lo primordial es “preservar la custodia” del adolescente, “no hay interés en el proceso educativo y en la experiencia que realiza el adolescente, sino que está en la protección de la sociedad”. Silva Balerio sostiene que en ese marco “es sumamente difícil que lo educativo pueda instalarse”. En ese sentido, señaló que “se ha gastado bastante dinero en construir edificios para la privación de libertad, pero prácticamente no ha existido -especialmente en el último período de gobierno- una inversión en la mejora y desarrollo de las medidas no privativas de libertad”. Asegura que debe entenderse que los adolescentes privados de libertad son “sujetos con una historicidad que están en un momento crítico de la vida, pero [son capaces de generar] un proyecto a futuro que sea distinto, conectar algo de esa historia con lo que les está pasando ahora y con el futuro; esa es la función de la educación, pensar y hacer esos enlaces de tiempo que permitan al pibe imaginar otra forma de vínculo con lo social que no sea esto: salgo, vuelvo a reincidir y a caer. Hay que poder enlazar con la otra gente que labura ahí, con la familia, con otras instituciones, con ofertas de calidad”. Advierte que si seguimos “en la ecuación actual”, que tiene a más adolescentes privados de libertad que cursando medidas alternativas, “estamos en un circuito de reproducción de la violencia y no de recomponer los conflictos”. Para esto último es necesaria la puesta en común de las vivencias propias y de las de la víctima, y asegura que para lograrlo no se puede “caer ni en una confianza ciega en que la educación puede cambiar al mundo, ni en el pesimismo que la cree una herramienta al servicio exclusivo del disciplinamiento y la reproducción de status quo”; hay que tener siempre en cuenta que la acción socioeducativa será incompleta, y que requiere de otros actores e instituciones que “ofrezcan a los sujetos recursos culturales para poner en movimiento procesos de aprendizajes y de ejercicio de derechos”.

En el libro y la consultoría que realizaste para el Programa Justicia e Inclusión, Estrategia nacional de educación para personas en conflicto con la ley penal, dejás de manifiesto la ausencia de un programa socioeducativo institucional; la cultura centrada en un modelo custodial; la disparidad de criterios en la gestión de la privación de libertad, y la radical desvalorización de la tarea educativa, cuestión que se refleja, por ejemplo, en la contratación de educadores a los que se les exige como requisito formativo mínimo haber finalizado educación primaria...

-El Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas ha marcado sistemáticamente que no hay un proyecto socioeducativo institucional que ordene las prácticas educativas; lo que prima es que los adolescentes no salgan de ahí dentro y listo; como país no hemos dedicado una inversión fuerte a qué pasa ahí dentro después. Tanto el INAU [Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay] como el INISA [Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente] no han tenido una política tendiente a que el laburo que se realiza con estos pibes, que están en una situación súper complicada, sea más profesional. Parece que cualquier persona puede trabajar en esos organismos, porque hay una suerte de desprecio a estos gurises. Esa racionalidad de pensar en ellos sólo desde lo punitivo y considerar que cualquiera puede hacer algo con ellos, instala esta situación en que se hacen llamados que requieren primaria completa.

¿Cómo se enmarcan las medidas no privativas de libertad en la coyuntura actual?

-El plebiscito de la baja de la edad de imputabilidad ayudó a visibilizar que es un contexto complicado: hay miradas bastantes jodidas sobre los adolescentes. La lógica de estas no tiene que ver con la promoción del otro como sujeto de derechos, sino con la promoción del castigo como una suerte de venganza social. Esa concepción e idea de que el castigo es la resolución de los problemas emergentes del delito es el telón de fondo en el cual se instalan las institucionalidades. Hay que trabajar en clave reparatoria, en que los gurises puedan participar en ciertos procesos en los que reparen algo de ese daño que causaron. Lo interesante sería que eso fuera sistémico y parte de un programa de una institución, pero no creo que hoy haya muchas condiciones para que eso pueda funcionar en el corto plazo. La herencia punitiva y las construcciones sociales que hemos armado en los últimos 100 años con estos temas obstaculizan bastante. El aporte es que cada educador vaya e instale una propuesta educativa lo más potente posible con el grupo de jóvenes que tiene... La política tendrá que marcar el rumbo de una transformación más del sistema, pero soy un poco pesimista sobre eso. Desde la formación de educadores sociales podemos contribuir a formar gente que piense su trabajo no como un fin en sí mismo, sino como un medio para que los adolescentes transiten por algunas experiencias. La centralidad es el chiquilín y su trayectoria, su recorrido. A partir de colocar en el centro a los adolescentes se pueden pensar una serie de propuestas y ofertas educativas que no van a ser muy distintas a las que se puedan pensar para cualquier otro adolescente que vive en este país: estudiar, formarse, practicar algún deporte, tener una vida cultural activa y, en todo caso, pensar intervenciones especializadas que estén disponibles para gurises que han tenido vidas bastante complicadas y que, en muchos casos, han lesionado a otras personas.

Una de las cosas que planteás es que la educación en contexto de encierro implica propuestas específicas, pero estas “corren el riesgo de tener una sobreadaptación a la población destinataria y una pérdida de la vocación universalista que caracteriza a la educación”.

-Sí, no hay una equivalencia entre la educación que recibe un chiquilín en un liceo con la que recibe en un centro de privación de libertad, en términos de carga horaria y otras cosas. Lo que se hace ahora es “hacer algo”. Está bien, en esta etapa en la que estamos es mejor que existan propuestas, aunque no tengan la misma contundencia, pero debemos ir a un esquema en el que funcione un liceo, una UTU. Si queremos tener pibes presos, bueno, que funcione con las mismas condiciones que tiene un chiquilín que no está dentro de una cárcel, porque el [limitar el] derecho de educación no es parte de la pena.

Hay quienes plantean que la cárcel tiene que ser lo más parecido al entrar afuera de ella, pero, si se busca que se parezca a estar afuera, ¿para qué queremos una cárcel?

-La respuesta no debe ser mejorar y hacer cárceles mejores, sino que civilicemos los conflictos, que veamos otra forma de resolverlos que no sea metiendo gente dentro de jaulas. Desde la Ley de Seguridad Ciudadana [Nº 16.707, aprobada en julio de 1995] lo que hemos venido haciendo sistemáticamente ha sido crear nuevos tipos de delitos, aumentar las penas y meter más gente presa. No son dos años que llevamos haciendo esto, son más de 20, y ese camino nos ha dejado en el mismo lugar: un mayor reclamo de seguridad y un mayor reclamo de penas. Seguimos en esa escalada... Hay que probar e ir por otro camino, por una lógica en la que se asuma el conflicto como parte de la dinámica social y se generen espacios de civilización de conflictos que involucren a la sociedad; que los propios gurises que robaron, hicieron una rapiña o participaron en una pelea y están procesados participen en un proceso comunitario en el que se hagan responsables de lo que pasa y puedan, de alguna forma, reparar; de esa forma se construye más trama social. De lo contrario, lo que construiremos serán más rejas para que cada uno esté seguro en el espacio que tiene: la casa, el auto, el shopping. La calle no va a ser un ámbito de comunidad; tenemos que revertir ese camino. La pregunta es cuántos más necesitamos tras las rejas, ¿cuál es nuestro techo? De seguir así, dentro de diez años iremos por la pena de muerte o la cadena perpetua. Esto muestra una preocupación individualista, y no una preocupación por el adolescente.

El desempleo juvenil y la baja remuneración también reflejan el vínculo intergeneracional.

-Algo de eso también explica por qué los menores de 18 años son mucho más pobres que los adultos. Es una constante histórica; el Frente Amplio ha bajado dramáticamente la pobreza, pero la estructura y distribución por edades de la pobreza sigue siendo la misma: cuanto más pequeño es un uruguayo, más probabilidad tiene de ser pobre. Eso habla de un vínculo intergeneracional, de la forma en que nos estamos vinculando con las nuevas generaciones. Claramente, no tratamos muy bien a los más chicos.

Decís que los educadores deben desarrollar “acciones de resistencia” y apostar por que el adolescente se responsabilice de sus actos. ¿Cómo se “resiste” y genera la confianza necesaria para que el chiquilín pueda resignificar el conflicto cuando en el discurso institucional se plantea la necesidad de apostar a las medidas alternativas a la privación de libertad pero, en la práctica, no se invierte en ellas y, además, muchos de los funcionarios que deben llevarlas a cabo manifiestan su disconformidad con que se prohíba el uso de grilletes?

-Hay una tradición muy fuerte del “divide y reinarás”; se piensa que es más fácil ejercer poder en forma discrecional cuanto más aislado esté todo. Ahí hay una puja que no está resuelta. Todavía estamos en el tire y afloje, peleando por ver quién tiene la sartén por el mango, en vez de poner en el centro a los gurises y ver qué hacemos con ellos. No hay una propuesta estructurada que haga previsible que algunas cosas tengan que pasar, sino que se negocia caso a caso. Un sistema de medidas socioeducativas no puede sostenerse sólo en la voluntad de las personas que insisten en que es positivo hacer ciertas actividades con los jóvenes. Lo vemos ahora en la Colonia Berro con la gente de Proderechos, que está haciendo un laburo interesante, pero tiene que ver con acuerdos muy puntuales; ir atando caso a caso y artesanalmente ciertos acuerdos para que algunas propuestas educativas puedan permanecer en los centros y los chiquilines puedan participar. Lo que hay que cuestionar globalmente es el encierro: si la forma de tramitar el conflicto es en el encierro; si no es necesario pensar en esta perspectiva más cartográfica de considerar medidas socioeducativas que no implican la privación de libertad y que pueden tener, en términos de sus efectos educativos, mucha más potencia, como la mediación víctima-ofensor, el trabajo en beneficio de la comunidad”. Entonces el adolescente verdaderamente se enfrenta a la reparación -o algo cercano a la reparación- del daño que causó con sus acciones. El desafío actual es esto, poder robustecer las respuestas no privativas de libertad. Ahí tenemos que meter más energía.

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