Parece que algunos síndromes de causas inespecíficas o plurales se resuelven con una cierta “terapia sexual”. Al menos eso subyace en las expresiones de la cotidianidad. Imaginemos un día común de oficina y alguien de malhumor o de ánimo depresivo: “¡Lo que necesita es un buen negrón que la sacuda!”. Risas colectivas; nadie más se detiene en ese chiste manido. Todos (un todos genérico, que funciona para hombres y mujeres) parecen estar bien enterados de qué es un buen negrón y cuál es la dosificación correcta de semejante fármaco. Yo me abstengo cuidadosamente de dudar de los efectos terapéuticos de las endorfinas segregadas en el acto sexual o cualquiera de esas cosas bioquímicas que no conozco pero que al mencionarlas parezco informado. Esa no es la cuestión. La pregunta es: ¿por qué colorear al sexo?
Es increíble cómo cierto ente nos invade hasta los dominios más escabrosos. Actúa a través de nosotros sin nuestro consentimiento, nos hala mediante hilos invisibles incluso por los genitales. Foucault le puso un nombre: poder.
No sé si es el término indicado; lo cierto es que nos controla hasta el punto de mostrarnos qué desear, cómo y cuándo. Lo aprendemos y actualizamos cada día en ese rejuego que mencionaba Judith Butler, el que existe entre nuestros deseos y los deseos ajenos, donde negociamos nuestros límites, cedemos espacios y conductas. Recuerdo las tías de mi mamá, venerables viejecillas nonagenarias, dignas burguesas, de orgullosa e incontaminada prosapia española. La primera pregunta ante la noticia de mi nuevo affaire: “¿De qué color es?”. Certificada la pureza caucásica (nada de color quebrado: perfecto pedigree), un suspiro de alivio flota en el ambiente. La familia todavía sigue intacta, europeísima.
¿Es un hombre? Detalle menor: todas las casas (burguesas) siempre tienen alguien con esas “costumbres”: sólo es necesario que sea blanco, exitoso y con clase. A partir de aquí la conversación retorna por los cauces habituales y yo vuelvo a interrogarme: ¿de verdad deseo tan libremente como creo, o como quiero creer? ¿O ese deseo que anhelo e imagino libre está tamizado por mi estatus y los roles a cumplir? ¿Deseo lo que debo desear? ¿A veces deseo lo que no debo sólo como un acto rebelde, calculado además para que no sea sancionable?
En todos estos cuestionamientos, en los que el deseo se filtra a través de los límites férreos, aunque invisibles, establecidos por los poderes, la pregunta se detiene en el color de la piel. ¿Por qué el “negro”? ¿Lo exótico mueve nuestra colonizadora libido? ¿Suspiramos por un sexo menos “civilizado”, que sepa más a jungla, que huela menos a desodorante? ¿Construimos la imagen de negro violador, malvado, que rapta blanquitos (otra vez el genérico) bien educados para luego asustarnos con nuestra invención o para fantasear con ella?
Algunos mitos populares confirman y legitiman esta fantasía erótica: primero, la supuesta energía sexual de lo “negro”: inagotables, “calientes”, incomparables. La mulata sudando sobre la cama del dueño del cañaveral como una Kali insaciable. El macho blanco que se siente conquistador de África si logra satisfacer a “su negra”. La “blanquita” que disfruta el juego de poderes al ser socavada por el dominante negro, el que se suponía que ella debe dominar y que acaso sigue dominando al usarlo para su placer, avergonzándose de hablar de él en público.
Otra leyenda urbana: el tan promocionado gran pene de los afrodescendientes. ¿Estadísticas? ¿Existen? No se necesitan: todo el mundo parece saber y lo da por un hecho comprobado. El tamaño no importa pero… Aquí todos contienen la sonrisa pícara. Lo cierto es que con estos halos de criatura legendaria ya tenemos a la negritud reducida a mero objeto de placer: a ser sólo un dildo sin fecha de caducidad. Ya sabemos con Frantz Fanon que no se espera del negro que piense, suerte de fuerza bruta en toda la extensión de la frase. Sólo queremos que haga, con sus músculos o con sus genitales.
Por otra parte, en Cuba existe cierta idea supersticiosa de que quien prueba negro no vuelve con blanco. Cuidado, vecina: mantén a las niñas a salvo de la contaminación porque después nadie las quiere y, lo peor, ellas mismas no van a querer a alguien de su tipo. Claro, el varoncito-fálico no está en tal desventaja, las negras son mujeres después de todo: pero sin hijos, por favor, que las negras saben mucho y los enredan. Aquí lo negro deviene peligro para la integridad blanca: una competencia, quien roba nuestras mujeres y engatusa a nuestros hijos. Pura construcción colonizadora, proyección de nuestros deseos falocéntricos que vuelven a la negritud un otro amenazante, excluido del nosotros. Pero es un otro al que le hemos enseñado a decir nosotros y su propia imagen se la hemos mostrado desde el reflejo distorsionado que tenemos sobre él. Imagen construida a partir de nuestra posición jerárquica, dictada por nuestra conciencia occidental medio frígida que repica con Platón que lo racional está, o debería estar, sobre lo concupiscible. Por tanto, ¿nos extraña que lo blanco sea identificado con lo inteligente y lo negro con lo sexual?
Una perversa manera de conquistar es convencer al conquistado de ser sólo una fuente de placer sexual. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, en la cama también se logra cierto dominio. Los conquistados se persuaden y allí los vemos, orondos, como un canto (o un reguetón más bien) a la pura carnalidad no pensante: por decirlo con Descartes, casi pura sustancia extensa y orgullosa de serlo, además.
Unos piensan, otros satisfacen
Así se socializa con una norma añadida por su color de piel: el deber de tener un deseo sexual constante, la obligación no de satisfacer, sino de extasiar a su amante (casi escribo cliente, imperdonable lapsus). Se publicita a partir de esa supuesta sapiencia en arte amatoria que no sabe de Ovidio, Ananga Ranga ni de Kamasutras (por suerte, porque no es eso lo que debe saber; en realidad, saber a lo académico, a lo occidental, no es su área: disminuye su valor de uso, lo hace “casi blanco”, como se suele decir de los “negros educados”). Tampoco se le pide sentimientos: eso es muy elaborado, pierde el sabor prístino de cosa selvática. Mejor rudo, poco educado, vocabularioescaso, estibador del puerto, puro músculo y testosterona.
Pero si es homosexual no te confundas: sigue siendo negro, muchas veces sólo penetrante, porque para penetrarlo no basta atravesar el esfínter anal sino también la estenosis que produce la mixtura del machismo y de la “raza”. Podemos comprender algo cuando sabemos que algunas religiones de origen africano prohíben que al hombre se les toquen los glúteos y a veces se veta la práctica del sexo oral, porque tiene cierto regusto a sumisión ante lo femenino, suerte de genuflexión oral ante la vagina. Esto, extrapolado a un sexo entre hombres con todas las homofobias internalizadas, crea un panorama complejo. Creemos entenderlo un poco más cuando sabemos que, según dicen, la combinación de negro, maricón y oriental es lo peor que puede pasarle a alguien: una señal de mal karma, dirían las voces populares si creyesen en la reencarnación. Algunos logran pasar por encima de estas convenciones, pero no lo dudes: serán los más “calientes”. ¡Tantos prejuicios superados! Se le perdona que nos los supere todos, ¿verdad? Además, tengamos en cuenta la presión de ser los hiperfálicos. Más de una vez he escuchado la misma frase de algunos de mis amigos o amigas luego de su primera experiencia con alguien afrodescendiente y descubrir que sus dimensiones genitales no superaban lo ya visto: ¿para qué le sirve ser negro? Como si elongar el pene fuera la función de la melanina en su piel. Más de una vez he visto cómo hablan de ardientes noches locas y cuentan por centímetros cuán dotado era ese negro, quien al parecer no tenía emociones, sólo pene.
Por tanto, la conversión de lo negro en objeto sexual es un círculo vicioso en el que cada recorrido hecho en torno a su circunferencia lo refuerza más: la imagen sexualizada del negro salvaje es aprendida acríticamente por el individuo afrodescendiente, se lo muestra como lo deseable y esperado. Internaliza bien este personaje de oprimido-controlador genital. Se comporta de la manera reglamentada y quedamos tranquilos. Nuestra idea original del negro salvaje e hipersexual es correcta, pura verdad objetiva: allí están los casos individuales que lo demuestran con precisión matemática. El efecto es tomado por la causa con esa perversidad típica del pensamiento cuando quiere torcer la realidad en función de sus expectativas ideológicas. Y claro, ¿cómo lo va a cuestionar quien tiene a toda una cultura diciéndole que su papel no es pensar? A los que piensan, ¿les importa?
Pero, ¿dónde aprende a endilgarse este papel? Pues en el mismo lugar y de la misma manera en los que las mujeres naturalizan la violencia, en los que los gays son homófobos. Lo enseñamos nosotros mismos, los que, quizás en este caso de “coloración”, seamos favorecidos por el poder, como podemos ser desfavorecidos en otras esferas. Lo enseñamos a nuestros hijos, lo trasudamos en nuestros comentarios encomiásticos sobre mulatones y negronas, en la manera en la que cruzamos a la otra acera cuando estamos en una calle solitaria y viene una persona oscura hacia nosotros.
Lo aprenden en la familia, cuando los padres les recomiendan buscar blanquitas o blanquitas (¿recuerdan aquello de “coco aunque sea rancio”?), en los a veces dolorosos procesos de desrizar un cabello que nunca será lacio. Lo aprendemos todos cuando vemos esas revistas que nos hacen creer que el Caribe es una playa de transparente azul, una bebida con hielo frappé y un espectacular cuerpo de piel oscura salpicada con pequeñas e irisadas goticas de agua salada. Ellos se lo creen, nosotros también.
Tenemos a negros de turgentes y enormes penes, a negras de vaginas aspirantes como el Triángulo de las Bermudas. Totalmente deshumanizados por sus genitales puestos en primer plano, acéfalos. No les toca más que bailar (moviendo mucho la pelvis, claro), ser deportistas, buenos amantes, ladrones, prostitutas y prostitutos. Habilidades físicas puras. Sus aspiraciones deben quedar ahí, en lo que la historia supuestamente ha demostrado que son capaces. Entonces llegamos nosotros y decimos que no, que queremos negros profesionales. Y el deseo nos descubre buscando un cuerpo de piel oscura, insaciable, con olor a selva, pero sólo cuerpo, porque para pensar, bueno, para pensar me busco a otro.
Roberto Garcés Marrero, desde La Habana