“Minusválido”, “retardado”, “anormal”, “subnormal”, “con capacidades diferentes”, “discapacitado”, entre otras tantas formas de nombrar, dan cuenta de una población permeada por las prenociones sociales, la falta de reconocimiento y la expropiación sistemática de su ser. Toda forma tiene su contenido, y cuando esta apunta a aspectos que demarcan negativamente a unos en relación con otros, el contenido se vacía teóricamente y se llena de prejuicios.
La discapacidad desde una mirada social descentra el análisis del sujeto concreto y lo ubica en la sociedad. De esta manera, se logra distinguir deficiencia de discapacidad, conceptos tomados como similares cuando son sustancialmente distintos. En este sentido, deficiencia remite a una característica singular de un sujeto a partir de un diagnóstico, por lo general, del área de la salud y, por ende, tomado como “patología”. Discapacidad se refiere a las limitaciones que como sociedad ponemos a todo aquello que no entre en los cánones de la norma estandarizada, reubicando con ello a personas con alguna deficiencia (o no) en situaciones de discapacidad. Más allá de que ambos conceptos sean construcciones sociales permeadas por la ideología de la normalidad, el peso de uno y otro es diferente y apunta a cosas distintas (deficiencia-sujeto; discapacidad-sociedad). Por ejemplo, se puede tener una deficiencia auditiva bilateral profunda (sordera profunda) y no estar en situación de discapacidad en un contexto comunicacional de manejo de la misma lengua (lengua de señas y/o lengua oral); sin embargo, cuando se medica a la infancia con psicofármacos por problemas conductuales y sin diagnóstico, se la está ubicando en una situación de discapacidad sin tener una deficiencia.
A partir de esta distinción, desde una mirada social de la discapacidad se distingue con especial énfasis la forma de nombrar. Más allá de que desde los marcos normativos nacionales e internacionales se hable de “personas con discapacidad”, desde esta perspectiva se habla de “personas en situación de discapacidad”. Ello implica que se trata de sujetos concretos (personas) que son ubicados en una situación de algo (discapacidad) por la sociedad en la que viven. Esto descentra la responsabilidad del sujeto, tan largamente reproducida en nuestras sociedades, y la ubica en el conjunto social, no sólo en las sensibilidades colectivas, sino en las políticas que se toman con relación a la temática, las acciones que se llevan adelante y las miradas que se reproducen. Un ejemplo de ello resulta la distinción entre integración e inclusión, en tanto en la primera es la persona la que debe hacer los movimientos para “formar parte de”, mientras que en la segunda es la sociedad la que debe hacer los movimientos para contemplar la diversidad, reconociendo al sujeto en su potencialidad y apelando a cambios en las instituciones.
La ideología de la normalidad nos permea sistemáticamente, nos hace interiorizar, como sujetos concretos de una sociedad, las formas de reconocer a los otros a partir de líneas demarcatorias entre “normal” y “anormal”. Ubica a sujetos en relaciones de asimetría y habilita a la “corrección” (“rehabilitación”) de todo aquello que se salga de la norma, pero que a su vez nos interpela como sujetos que nos consideramos “normales”. Las personas con alguna deficiencia (innata o adquirida; leve, moderada o profunda) nos hacen de espejo de lo que no queremos ser y/o ver. Nos interpelan en nuestras propias singularidades que entendemos “normales” en estas sociedades modernas, en las que eficacia, eficiencia y cuerpos que funcionan como máquinas parecen ser “la clave del éxito”.
Nuestra sociedad uruguaya no dista de la mayoría de las otras “sociedades modernas”, en las que las lógicas del capital median las relaciones sociales y las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y de los otros. En este sentido, se apela a un reconocimiento de ese otro en “situación de discapacidad”, puesto en el embrollo de esa construcción social por nuestras propias limitaciones y falta de interiorizaciones de una sensibilidad mayor en torno a la temática. Apuntar con el dedo responsabilizando al sujeto concreto nos hace obviar la responsabilidad colectiva que tenemos frente a esta temática, ante la cual la mayoría de las veces pareciéramos estar anestesiados y sin ganas de ver más allá de nuestras propias singularidades.
María Noel Míguez Passada
Dra en Ciencias Sociales