“Incertidumbre” y “pasmo” son las dos palabras que definen el estado de ánimo y la actitud del poder real y de los administradores de sus intereses en el gobierno mexicano ante la llegada del republicano Donald Trump a la Casa Blanca el 20 de enero.
Desde la invasión estadounidense de 1846-1848, el factor Estados Unidos no había estado tan presente en la escena política mexicana. Si bien no hay un conflicto militar en puerta, sí está anunciada y dibujada una guerra comercial con la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que, según las propuestas de campaña de Trump, podría llegar acompañada de deportaciones masivas de mexicanos indocumentados y la profundización del muro secesionista que comenzó a construirse a finales de los años 70 en California.
El punto de deslinde entre Trump y Enrique Peña Nieto no será ideológico ni doctrinario, sino político-económico. A 40 días de que Trump ocupe la Oficina Oval, las autoridades mexicanas no han dicho cómo piensan enfrentar la eventualidad de un drástico cierre de fronteras, una devaluación permanente del peso frente al dólar, la deportación de miles de mexicanos sin papeles, la pérdida de diez millones de empleos directos e indirectos por la salida del mercado estadounidense de las manufacturas mexicanas, la caída de remesas por temor a su confiscación, una inflación de dos dígitos, tasas de interés al alza y una ola creciente de violencia social e inseguridad pública.
Hasta ahora, las agresivas declaraciones de Trump, durante la campaña y como presidente electo, no han sido consideradas peligrosas por las autoridades locales. Argumentan que hay que esperar a ver qué aplicará realmente. Aunque todo indica que la política proteccionista se aplicará, el gobierno de Peña Nieto permanece congelado con la idea de que una vez instalado en la Casa Blanca el republicano “recapacitará”. Dicen que el “verdadero Trump” está “por verse” y, se asegura, será “para bien”.
A comienzos de diciembre, Trump dijo que está “abierto a los negocios”, pero que aplicará un impuesto de 35% a las empresas que “exportan” puestos de trabajo a terceros países y después quieren “vender sus productos, coches, aires acondicionados, etcétera” de regreso a su país de origen. El destino de muchas de esas plazas laborales “exportadas” es México, cuyo principal atractivo es el ínfimo costo de la mano de obra, aderezado con “incentivos fiscales” y otras concesiones. Como presidente electo, Trump ya logró cancelar tres grandes proyectos privados de “exportación” de empleos a México. Dada la creciente dependencia económica con el vecino del norte, una eventual sacudida en ese sentido sería de pronóstico reservado para el eslabón más débil de la cadena.
En ese contexto, y mientras las versiones hablan de un acercamiento a nivel de “cuates” -es decir, al estilo mexicano, en lo oscurito-, la Secretaría de Economía insiste en que México está listo para “modernizar” el TLCAN, a soslayo de la intención del presidente electo de Estados Unidos de colocar el embudo con la boca grande hacia su causa.
Economistas especializados han señalado que los primeros 100 días serán claves para conocer las disposiciones inmediatas del republicano. No obstante, se prevé que las inversiones de las corporaciones estadounidenses en México resientan un freno inminente o un impasse en el corto plazo, ya que toda empresa busca tener reglas de juego claras para invertir. En el peor escenario, el país podría entrar en recesión si en un par de meses del año entrante se produjera una inversión negativa.
Cabe acotar que el vicepresidente electo de Estados Unidos y líder de la transición, Mike Pence, reiteró las propuestas de campaña de Trump. Cuando hace unos días se le recordó que Peña Nieto dijo que México no pagaría el muro, Pence respondió que está pendiente la renegociación del TLCAN y que ello incluye la seguridad fronteriza: “Vamos a asegurar la frontera. Vamos a construir el muro. Vamos a poner fin a la inmigración ilegal de una vez por todas y encontraremos una manera de que nuestros vecinos paguen por ello”.
En ese sentido, el anuncio de que el general retirado de los marines John Kelly será el encargado de Seguridad Interior no es nada halagüeño para México. Kelly -tercer general llamado al gabinete junto con James Mattis como secretario de Defensa y Michael Flynn como asesor de Seguridad Nacional- ha insistido en la necesidad de imponer mayor seguridad en la frontera con México. En enero se jubiló, después de estar al frente del Comando Sur y de la base militar de Guantánamo, cuyas principales misiones son programas de capacitación castrense y abordar las llamadas “amenazas asimétricas “transfronterizas” de la guerra contra el narcotráfico y la migración ilegal. En 2015, Kelly, quien ha vinculado la amenaza del terrorismo al control de inmigración, alertó al Congreso de que “organizaciones terroristas” podrían utilizar las mismas rutas y redes ilícitas de contrabando humano para “mover operativos con intenciones de causar daños graves” a ciudadanos estadounidenses y hasta “traer armas de destrucción masiva” a Estados Unidos. Como parte de ello, resaltó la “vulnerabilidad” que presenta la frontera con México.
Carlos Fazio, desde Ciudad de México.