Suele repetirse, ya como una vulgata universal, que la globalización llegó para quedarse, pero, contradictoriamente, la realidad muestra la debilidad alarmante de las instituciones que hemos creado para evolucionar hacia una “gobernanza” global en un sentido universalista y democrático. Aun cuando estamos dotados, como especie, de una conciencia moral que nos permite comprender el bien común y de los conocimientos científicos suficientes para alcanzar los medios materiales que lo hagan posible, la realidad predominante es el conflicto, la desigualdad, la degradación de la convivencia social y la destrucción de fuentes de vida.
Esta realidad no es un “estado inmutable”, es sólo el cuarto siglo de vida de una formación económico-social basada en el modo de producción capitalista, momento actual del séptimo milenio de historia escrita de la humanidad. En medio de su alucinación inmoral y soberbia, los dueños del poder proclamaron a fines del siglo XX el fin de la historia. El dominio eterno del orden establecido. La respuesta impostergable es una proclama planetaria de la izquierda: forjar la realización consciente de un nuevo orden mundial justo, necesario y posible.
Estos 7.000 años de historia humana nos enseñan que lo que la historia crea la historia lo superará. Aunque el movimiento no es lineal, sino que se desarrolla por medio de retrocesos relativos que implican incluso hondos y masivos dramas humanos, hay un curso histórico hacia formas superiores de civilización que la fuerza de la lucha de los pueblos puede alcanzar.
Pero encontrar ese curso implica desentrañar las claves del poder que es preciso remover y transformar. La resolución política marca el sentido de cada etapa, y el poder es la lógica fundamental e imperturbable de la política. Por tanto, implica a la vez el control de los factores que lo componen, y la construcción de la correlación de fuerzas y las alianzas necesarias para ejercerlo.
En la década del 90, a fines del siglo XX, ya se habían constituido las características principales que darían lugar a lo que actualmente suele llamarse “sistema-mundo”, con su desigualdad, su inestabilidad, su portentosa creación científico-técnica y su compleja geopolítica a la búsqueda de una configuración multipolar del poder global, que haga posible asumir los compromisos indispensables (en base a equilibrios de fuerza y compensación de intereses) para enfrentar esta verdadera crisis de civilización en la que estamos inmersos. La otra vía, la que el capitalismo central ha utilizado hasta ahora en la periferia del mundo, es el golpe, la dictadura, el bloqueo, las sanciones o la guerra.
Samir Amin, en su libro de 2001 Más allá del capitalismo senil, trazaba el siguiente cuadro conciso: “El retorno al liberalismo mundializado, a partir de 1980, la adhesión de los socialdemócratas europeos a las tesis liberales, la ofensiva hegemónica retomada por Washington inmediatamente después del derrumbe soviético y las sucesivas guerras del Golfo, de Yugoslavia y de Afganistán, obligan hoy a repensar la cuestión del imperialismo. Pues tanto en el plano de la gestión de la mundialización económica liberal, como en el de la gestión política y militar del orden mundial, los estados de la Tríada central (los EEUU, Europa y Japón) constituyen un bloque aparentemente sólido dirigido por Washington sin que nadie se oponga a ello.
No hay ningún proyecto que apunte a limitar el espacio sometido al control de los Estados Unidos, como era el caso en la época del bipolarismo (1945-1990), el proyecto europeo mismo ha entrado en una etapa de eclipse; los países del sur (el grupo de los 77 no alineados) que a lo largo del periodo de Bandung (1955-1975) habían abrigado la esperanza de oponer un frente común al imperialismo occidental, han renunciado a ella; China misma, que optó por la estrategia solitaria, sólo tiene la ambición de proteger su proyecto nacional y no se propone como socio activo para modelar el mundo”.
Esta pincelada geopolítica de 2001 da cuenta de los intensos cambios en las dos décadas finales del siglo XX, pero sirve también para evaluar los cambios en curso en las primeras dos décadas del siglo XXI.
La crisis de 2008 (crisis de acumulación o de reproducción ampliada del capital) es un punto de recomposición de movimientos de las potencias dominantes y una marca histórica obligada de reflexión estratégica sobre la nueva realidad.
La concentración de riqueza y poder en manos de las trasnacionales gigantes y fusionadas ha seguido consolidándose, más aun después de la crisis. Ladislau Dowbor lo define del siguiente modo en un artículo reciente: “El poder corporativo se sistematizó, capturó una a una las variadas dimensiones de la expresión y el ejercicio del poder, y esto dio lugar a una nueva arquitectura del poder realmente existente”. Las corporaciones de la comunicación y la información son parte de esta arquitectura.
Dentro de esa realidad, la financiarización del mundo, pese a las anunciadas regulaciones y políticas de transparencia global, se ha desplegado de tal modo que la plusvalía financiera se ha convertido en la principal forma de apropiación de la renta y la riqueza.
Las potencias capitalistas han abandonado el multilateralismo para imponer bajo la presión de su poder la negociación de las reglas de comercio, inversión, control económico del conocimiento, normas técnicas, e imponer condiciones a la capacidad regulatoria de los estados soberanos en su propio territorio, así como límites a su propia jurisdicción nacional, además de fijar las agendas de negociación en función de sus intereses ofensivos.
La intensa militarización continúa su marcha, no sólo por razones de poder militar, sino también por el impacto económico de la investigación y el desarrollo en el complejo tecnológico militar y de la producción y comercialización de armamento en todo el mundo. Militarización que incluye la ocupación y el control de las áreas de recursos estratégicos desde la modalidad de “baja intensidad”, que consiste en la eliminación sistemática de líderes ambientalistas, campesinos y sindicales, así como de periodistas y docentes, tal como ocurre hoy en América Latina, hasta la guerra misma, impuesta para mantener la “inestabilidad estratégica” en las zonas del mundo donde se quiere evitar la consolidación de estados nacionales soberanos a fin de fracturar el poder geopolítico y mantener el control. Los Balcanes, el Cáucaso, Medio Oriente, Asia Central y diversas regiones de África han vivido y viven esta realidad.
La crisis, que ya lleva ocho años, rompió cualquier esperanza de progreso de una gobernanza multilateral. Y timoneada por el G7 (los países más ricos y las corporaciones más poderosas del capitalismo), no ha hecho más que aumentar la tensión geopolítica y militar.
Las potencias intentan ordenar la reactivación capitalista mediante la adopción de los llamados “acuerdos megarregionales”, de alcance global. Curioso nuevo tipo de derecho internacional de las naciones, redactado por las corporaciones. Pero este diseño de geoeconomía global debe enfrentar nuevos factores políticos y geopolíticos propios de esta segunda década del siglo XXI: la emergencia y consolidación de China como la otra primera potencia mundial y su propio despliegue global; el “regreso” de Rusia al tablero de la geopolítica internacional; el diálogo India-China, que podría llevarlos a un acuerdo de asociación de alcance mundial. Los megaacuerdos de estos actores son parte de la configuración de un nuevo cuadro de poder multipolar en construcción, que ya se avizora con claridad.
El cuadro debe además mostrar la importancia de las sostenidas y crecientes inversiones y relaciones de China en África y América Latina. Esto fortalece la autonomía de estos continentes para buscar vías de desarrollo. Pero se hace necesario tratar con rigor nuestra situación sudamericana.
América del Sur, con su historia e identidad común, con su nítida geografía, con sus 400 millones de habitantes y sus prodigiosas riquezas, sigue siendo el continente que se niega a ser algo en el mundo. Todos sus proyectos de integración han fracasado desde hace medio siglo, y en esta etapa también. Cada uno de los países sigue siendo una economía paralela, cada cual con su inserción individual y subordinada en el escenario global.
La izquierda continental tiene que producir una explicación profunda del fracaso y una estrategia posible para pagar esta deuda que todavía tenemos con nuestra sociedad. La izquierda que se convirtió al liberalismo está asistiendo a su propio entierro, pero aquella que todavía lucha en el mundo para lograr en esta reconfiguración del orden mundial una verdadera democratización-desconcentración del poder, conquistada por la movilización de los pueblos, tiene mucho para decir.
Roberto Conde.