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Marcha por los derechos de las mujeres en la avenida Istiklal de Estambul, el 22 de noviembre. / FOTO: OZAN KOSE, AFP

Los rezos del poder

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Cuando al llegar se atraviesan las nubes de Estambul desde el avión, no se logra nunca, aunque se la haya visitado en otras ocasiones, presentir a cabalidad en qué mundo-ciudad, en qué ecosistema potente, uno se está sumergiendo. Recién al rato, entre rezos, olores, ocaso de por medio, y al sentir el peso de esa atmósfera densa que amortigua el bullicio incansable de sus vendedores-de-casi-todo y de sus cadetes de té, uno se da cuenta de que en realidad es la ciudad la que ha descendido sobre sí y no al revés. Esta vez no fue la excepción y el embrujo surtió efecto horas después cuando ya tenía delante de mí los minaretes de Santa Sofía a un lado y los de la Mezquita Azul al otro. Toda la ciudad tiene quizás ese espíritu de umbral, de conector y punto de encuentro. Su posición geográfica fue clave en los vínculos entre Europa y Asia mientras perteneció al mundo cristiano y lo siguió siendo cuando después de caer bajo dominio turco en 1453 obligó a occidente a empezar a buscar nuevas rutas a India y China. Ya sabemos cómo terminó eso.

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En el patio de acceso a la Mezquita Azul, al costado de la entrada al claustro interno, hay una galería semienterrada que acompaña a uno de los muros perimetrales con decenas de canillas y un banco continuo de mármol. Allí los fieles se hacen las abluciones de purificación previas al rezo. Es un edificio hermoso por donde se lo mire, que impacta particularmente a los occidentales que venimos con la matriz de las iglesias cristianas cruciformes. La ablución en sí es un procedimiento que tiene un protocolo complejo, en el que importa tanto el orden con el que se limpian las distintas zonas como las palabras dedicadas a Alá. Es importante, simbólicamente, usar la cantidad de agua estrictamente necesaria para no desperdiciarla. El agua ha sido históricamente un bien de alto valor en la zona. Era traída desde los bosques de Belgrado y atravesaba la ciudad a 20 metros de altura por un enorme acueducto para ser almacenada en una cisterna subterránea que abastecía el palacio y aseguraba el suministro ante la eventualidad de un sitio. Incluso hoy en día puede haber problemas puntuales de abastecimiento en horas pico en este monstruo de urbe que alberga 15 millones de habitantes registrados en el último censo, aunque todos los turcos con los que hablé insisten en que las migraciones internas del país y los conflictos regionales han aumentado este número en algunos millones más. Nadie sabe cuántos.

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Luego de un par de días de recorridas a pie por distintos barrios, me alegré de corroborar que al margen del golpe fallido de julio, del recrudecimiento del conflicto kurdo y de la paranoia que generaron los atentados de Estado Islámico, Estambul seguía siendo una ciudad donde se puede caminar tranquilo por la calle. Más alerta en todo caso de no ser estafado en un regateo que de ser asaltado. Pero por supuesto no todo ha permanecido incambiado en estos tres años tan convulsos para la región. En mi primera visita a la ciudad en 2013 no se veía gente pidiendo en la calle. No es que no se vieran escenas que con nuestros frágiles cánones de estudiantes de arquitectura de la Suiza de América no asociáramos a la pobreza, o a una vida indeseable. Pero si bien eran rostros cansados de llevar la vida a cuestas en un hervidero de informalidad laboral y superabundancia de mano de obra, explotados en toda regla, era difícil encontrar desclasados o marginales. Esa máquina vertiginosa y cruel que es la ciudad capitalista, paradójicamente parecía más integrada que en Montevideo. Tres años después se nota que desde la vecina Siria la gente huye en masa de la muerte, y viudas jóvenes con varios niños deambulan pidiendo limosna a turistas y locales por igual.

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Adentro de la Mezquita Azul, atrás de un entramado de madera y un mueble donde los visitantes dejan los zapatos, rezan las mujeres. La desigualdad podrá ser menos patente en términos de clase, pero es permanente la paliza visual en cuestiones de género. Turquía es un país oficialmente laico por virtud de su primer jefe de Estado y principal figura política del siglo XX, Mustafa Kemal Ataturk, pero más del 90% de la población es musulmana, y se nota. Acostumbrado al tímido culto cristiano de Uruguay, es imposible no sentirse abrumado cuando cinco veces al día el llamado al rezo resuena por altoparlantes en todas las mezquitas de la ciudad, o al cruzarse con mujeres usando distintas variedades de ropajes árabes, ya sea el burka o el hiyab, a veces combinados parcialmente con vestimenta occidental. Los derechos de la mujer y la abolición de la sharia fueron algunas de las reformas modernizadoras que Ataturk implementó en la década del 30 y que pusieron a Turquía a la vanguardia en la región, pero desde 2002 a la fecha los sucesivos gobiernos del partido islamista y conservador AKP han empezado a desdibujar el secularismo. Se han incrementado los incidentes esporádicos de violencia pública contra las mujeres por vestirse inapropiadamente y ahora está a consideración una ley que permitiría suspender penas de cárcel impuestas a quien haya cometido abusos sexuales a menores de haber contraído matrimonio religioso con la víctima.

Roma y ese poder

El avión desciende sobre Roma a las tres de la tarde. El metro desde el aeropuerto de Fiumicino demora porque los funcionarios están de huelga y se detiene cinco minutos en cada parada aunque nadie suba. La ventilación mecánica del vagón está apagada y el aire se llena de olores de rutina occidental. Me hace extrañar las invasiones permanentes en mis narinas de curry y otras especias desconocidas con las que lidiaba hasta hace unas horas. Mi italiano es precario pero suficiente para comprender la conversación de dos señoras que se quejan del sindicato que hace lo que quiere, del gobierno que no hace nada al respecto y de la oposición que no hace lo suficiente. Se quejan de la última oleada de inmigrantes filipinos que les roban el trabajo a los italianos y se quejan de que en este país ya nadie quiere trabajar. Se quejan de los ricos y los corruptos que no pagan impuestos y de la clase media que no quiere pagar más impuestos de los que paga. Dejan de quejarse unos segundos y quedan en silencio mirando al vacío del vagón lleno de gente. Una eleva la mano lentamente, se toma un crucifijo dorado y finalmente se queja del Papa comunista y de que nadie le hace caso.

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Al llegar a la Basílica de San Pablo Extramuros, me entero de que estamos en año santo. El Papa declaró para 2015-2016 el Jubileo de la Misericordia. Esto quiere decir que en las cuatro archibasílicas de Roma están abiertas las Puertas Santas, que sólo el sumo pontífice puede abrir, selladas con cemento en años ordinarios. El turismo religioso, que ya de por sí es permanente en Roma, está por lo tanto exacerbado y hay un ambiente distinto al que percibí las veces anteriores que estuve. De un ómnibus tras otro bajan excursiones de jubilados católicos de toda Europa, algunos con escarapelas identificatorias de su correspondiente colectividad religiosa y país de origen.

La basílica es hermosa, fue reconstruida después de un incendio con donaciones de todo el mundo. Sus ventanas y columnas de alabastro son otro ejemplo tanto de la capacidad humana para generar belleza como de la riqueza obscena y descomunal que posee la Iglesia Católica. Roma está plagada, para bien y para mal, de ejemplos de este tipo. Nos hospedamos en la casa de una amiga en el barrio de Trastevere, cuya basílica dedicada a Santa María data del siglo XII y es una de las joyas que en el nombre de Dios se han levantado en gran parte gracias al saqueo de los edificios romanos de la antigüedad. Las columnas de su nave central fueron reaprovechadas de las bibliotecas de las Termas de Caracalla.

Algo parecido sucede con las estatuas de bronce desaparecidas del atrio del llamado Panteón de Agripa, templo a todos los dioses romanos, único en su especie. En este último caso las versiones se dividen entre si un Papa las mandó a fundir para realizar las columnas de bronce torneado que componen el baldaquino de la Basílica de San Pedro, o si otro posterior las usó para hacer los cañones del Castel Sant’Angelo. Es innumerable la cantidad de edificios de la Iglesia en los que pasa esto. Uno es forzado a la complicidad al tiempo que se fascina con la belleza que han cooptado a lo largo de la historia. Quizás el ejemplo más grotesco en este sentido sea el Museo Vaticano. Más silenciosa es la situación de los hospitales, colegios, hospedajes y propiedades de las que también es propietaria y de las que obtiene renta, exonerada de impuestos. Muchos números se manejan en torno al porcentaje de suelo romano que la Iglesia posee, pero lo cierto es que recorriendo las calles no hay manzana en la que no haya un edificio que no sea suyo. Se estima, además, que anualmente recibe en Roma 10.000 testamentos a su favor.

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En Roma, epicentro del mundo católico, la caridad cotiza a la baja al inverso que el patrimonio del Vaticano. La caridad como valor social tiene connotaciones cuestionables desde cierto ateísmo materialista en el que muchos nos podemos posicionar. Pero para los católicos es lo que se llama una virtud teologal, es decir, una de las tres mayores infundidas por Dios al hombre para amarlo a Él, al prójimo y a uno mismo en santísimo triángulo amoroso. Tanto amor. Pero no, cotiza a la baja. Tanto es así que los mendigos ya ni piden en el sentido literal del término. Han perdido por completo la voluntad de empatizar con los transeúntes. O quizás sea al revés. Pareciera que sus esperanzas de éxito, aunque mínimas, se apoyasen en lograr transmitir la imagen del vencido, de humano quebrado y sumiso. Se limitan entonces a mantenerse doblados contra el piso, con la cabeza escondida entre las rodillas, esperando algo. Los odio por lograr hacerme conectar a la distancia con su versión uruguaya, más inquieta y todavía rebelde ante una vida de mierda. Los veo en las puertas de las iglesias, siendo ignorados por centenares de turistas y fieles que les pasan por al lado como si fueran parte del decorado urbano, más dispuestos a dejar el diezmo en las arcas del señor que en las manos del prójimo. Será que a Dios no le gustan los pobres desesperados y mangueadores. La caridad es un premio para el irreversiblemente doblegado, y es claro quién lo administra. Al final, como en cualquier triángulo amoroso, terrenal y de barrio, alguien sale perdiendo.

Joaquín Russo.

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