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Columna de opinión.

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¿Es aún posible rescatar un sentido y potencial crítico del concepto de subdesarrollo? ¿Hasta dónde la crítica al concepto de subdesarrollo no obliga a apuntar, mejor, primero, al concepto y modelo de desarrollo del que depende, del que cobra su valor como carencia y con el que forma una unidad enfermiza?

Uno de los objetivos que persigue la pregunta “¿Es usted un subdesarrollado?” que titula el reciente artículo del colega y amigo Felipe Arocena (publicado el 16 de febrero) es desentenderse del concepto de subdesarrollo y superar el estigma de ser subdesarrollado, la autopercepción de ser o sentirse inferiores respecto de los países llamados “avanzados”, todo lo cual sería el producto de una construcción y proyección de esos países centrales del sistema-mundo sobre el lenguaje y la estructura de sentimientos de los habitantes de la periferia.

A estos efectos, Felipe ofrece, por un lado, constataciones: el fin de las dictaduras, la disminución de la pobreza y la desigualdad, la universalización de la educación, políticas de igualdad de género, etcétera. También se apoya en la teoría, es decir, un aparato conceptual para aprehender (¿construir?) y dar significado a la realidad. Recurre a un conjunto de autores que asociamos al análisis y el discurso anticolonial, poscolonial y decolonial: Frantz Fanon, Leopoldo Zea, Aníbal Quijano, Enrique Dussel, Walter Mignolo, quienes han puesto de relieve distintas formas de persistencia de colonialismo disfrazado de civilización y modernidad, y que, sobre todo, han puesto el acento en la colonización cultural, el control del conocimiento y la subjetividad. Una forma de persistencia, nos recuerda Arocena, es la imagen maniquea mediante la que todo lo que proviene de las metrópolis (su lenguaje, su cultura, su constitución física, sus ideas, sus modelos sociales, etcétera) es virtuoso -y superior- a lo que existe en la periferia. Al final, como dice Mary Louise Pratt, resulta que todo lo bueno -la libertad, la belleza, la conciencia crítica, la democracia, el arte- proviene de Occidente y todo lo malo proviene o sobrevive fuera.

De más está recordar, este pensamiento e idea básica subyace tras 500 años de conquista y civilización, de deculturación y aculturación, por suerte imposibles y nunca realizables por completo. La introyección de esta mirada metropolitana subyace, a su vez, a la construcción del Estado nacional y a los sucesivos proyectos de modernización que aun luchando por afirmar una diferencia y una originalidad (“nacionales”) han buscado imitar y equipararse a los países modernos, civilizados, avanzados, cosa que ya es clara en la fórmula sarmientina de civilización así como en la réplica de José Enrique Rodó contra la nordomanía a la que opone la Latinidad, una razón no menos colonialista que aquélla.

No es el objeto de esta reflexión, sin embargo, detenerme en el discurso occidentalista ni en el paradigma decolonial. Me mueve sí lo que, cuando leí la nota, sentí como un precio excesivo a pagar: tirar a la basura el concepto de subdesarrollo y, sobre todo, lo que hay detrás. Por esto, el propósito de esta nota es, por un lado, rescatar una persistencia o margen de utilidad del concepto de subdesarrollo, al menos en el modo en que lo usó la Teoría de la Dependencia. Pero al mismo tiempo, insistir en una crítica y problematización del concepto de desarrollo (capitalista), que aquí es inviable desplegar más allá de los titulares.

Respecto de esto último baste decir, primero, que el desarrollo no es lo que parece. Diversos autores (escritores, historiadores, filósofos, economistas, etcétera) advirtieron que el desarrollo es un proceso con dos caras, que tanto produce, posibilita y realiza maravillas (que es todo lo que nos fascina y atrae de Europa y Estados Unidos) como algunos de los peores horrores y barbaridades en la historia de la Humanidad, que supongo que no es necesario enumerar (pero que no sé por qué razón tendemos a no contabilizar a la hora de hacer el balance y caracterizar la civilización occidental). Los produjo en el pasado y los sigue efectuando en el presente. Basta mirar la violencia y pobreza racializada en Estados Unidos, el modo en que Europa responde a la inmigración, las guerras en Cercano y Medio Oriente, el paisaje de una China occidentalizada, el derrumbe de continentes enteros, la catástrofe ambiental de la mano del consumismo. Nada augura un futuro mejor por este camino, y ese futuro es la promesa del desarrollo como fin del subdesarrollo.

Lo segundo que podemos decir con cierta certeza al respecto es que el espacio del mundo desarrollado se halla perforado por múltiples bolsones de subdesarrollo: su némesis (¿o su nutritivo complemento?). En medio de Nueva York o París uno camina un poco y se topa con el Cuarto Mundo, es decir, la cara más perversa de la civilización actual, la miseria abyecta, espiritual y material: la explotación, la esclavitud, la marginación, lo opresión, el racismo, la desesperanza. Lo mismo podría decirse, con Rodó -o Charles Chaplin, o Herbert Marcuse, o Graciliano Ramos, o Juan Rulfo- que en el plano de la subjetividad, la espiritualidad y la personalidad, el desarrollo produce monstruos, espíritus deformados, personas empobrecidas, vidas malogradas. Autómatas. Seres unidimensionales. Vidas secas. Almas en pena.

Lo tercero, y aquí ya la culebra se muerde la cola, y nos adentramos en el sentido del concepto de subdesarrollo, es que el desarrollo capitalista produce subdesarrollo.

Subproducto cantado

En el relato desarrollista (evolucionista) clásico, que hicieronsuyo los apologistas del capitalismo tanto como cierto marxismo ortodoxo, mecánico, y sobre todo eurocéntrico, la historia de la Humanidad se imagina como un proceso unilineal, simple y progresista: todo converge hacia un solo modelo, incesantemente mejor. Hay sociedades que ya han llegado a ese lugar o están más encaminadas y cerca del Paraíso (las metrópolis del sistema capitalista, los sectores privilegiados en éstas), mientras que otras están muy lejos (Estados fracasados), o acaso “en vías de desarrollo”, en la medida en que se acoplen al sistema e imiten sus acciones y modelos virtuosos del Primer Mundo.

Es precisamente contra este relato y visión del mundo que emerge el concepto de subdesarrollo que intento reivindicar y que hunde sus raíces en la Teoría de la Dependencia de mediados del siglo XX (y que sirviera de sustento a Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano). No es el momento de ahondar ni en su origen, ni en sus distintas corrientes, ni en las muchas críticas a esta teoría (que debe mucho a la teoría del imperialismo y a la del sistema-mundo). Según recuerdo, los estudios de Osvaldo Sunkel, Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto, Rodolfo Stavenhagen, Pablo González Casanova y de otros autores mostraban que en el marco del capitalismo la integración de las sociedades al sistema-mundo capitalista generaba una serie de distorsiones. Los impulsos provenían de afuera: mientras éstos se sostienen las economías crecen, pero cuando aquéllos cesan éstas colapsan, dejando a su paso ruinas, fantasmas, hojarasca. Históricamente, la integración al sistema-mundo -la producción para el mundo, la industrialización, la exportación, la adopción de ciertos modelos culturales- no ha resultado necesariamente en una acumulación local de riqueza ni en un enriquecimiento y prosperidad para las sociedades, las culturas y las personas (sobran célebres ejemplos literarios de esto; sin ir más lejos, Macondo). Más bien, en el mediano plazo termina en despojo, descapitalización, empobrecimiento. El modelo beneficia sólo a lo que Sunkel llamó los “sectores integrados” -los menos-: un aglomerado Poli Clasista que vive y a veces hasta prospera del vínculo con la metrópolis y el mercado internacional, y que se reinventa en cada ciclo. Simultáneamente, el sistema produce un sector “de- sintegrado”, igualmente policlasista, que languidece y sufre a su sombra: los marginados, sobrantes del modelo, los rezagados y caídos de la Historia, de la Humanidad -los más-. Para complejizar aun más la foto, los integrados de aquí y de allá constituyen un aglomerado globalizado, que Sunkel pretendió captar con la frase “los lectores del Times”.

Finalmente, enfatizó Gunder Frank, el subdesarrollo no es ausencia de desarrollo sino su consecuencia, su subproducto. Debido a la fractura, desigualdad y polarización resultantes, más que desarrollándose los países se estarían subdesarrollando. De este modo, el concepto de subdesarrollo es entendido como una consecuencia -e imagen- de la perversión y la monstruosidad del orden mundial. La crítica del subdesarrollo -más que imaginar que no existe- deviene en crítica del modelo de desarrollo metropolitano -desde donde se gobierna el destino del mundo y adonde se acumulan las riquezas del mundo- y del desarrollismo como proyecto y discurso.

Todavía útil

La cuestión, pues, no es ver hasta qué punto somos o no subdesarrollados, que inevitablemente, estructural y fácticamente lo somos (ofrecería, en este punto, el índice del desarrollo humano y mucha evidencia cotidiana). Tampoco pasa, creo, por el proyecto de construir una isla aparte, desligada del mundo, como alguna vez se imaginó que era posible. Pasa, primero, por mostrar la bancarrota del modelo de desarrollo y civilización actual: sus caras ocultas, los efectos perversos que crea y magnifica, la pobreza y el horror que genera en el mundo, material y espiritual. Sobre todo, pasa por imaginar y construir en el mediano plazo un modelo de desarrollo alternativo, global, sobre la base de necesidades propias -no exógenas- y un nuevo orden mundial –otra civilización- gobernada por la fraternidad, la inclusión, la justicia, la solidaridad; una que apunte al desarrollo social y humano parejo, a una vida digna y una buena vida para todos, sin víctimas ni rezagados.

Algunos logros e indicadores seleccionados no bastan, entonces, para tumbar o borrar el concepto de subdesarrollo. La palabra -el concepto- de subdesarrollo (y su crítica), en el sentido que le imprimió la Teoría de la Dependencia de la que es en parte subsidiario el discurso anticolonial y decolonial, ha de ser visto en indisoluble relación con su contrario-complementario: el desarrollo capitalista (y su crítica). Sigue, por tanto, teniendo un margen de utilidad analítica. No para invisibilizar los méritos, logros y valores de nuestra cultura -que, es cierto, son negados o devaluados por la colonialidad de la modernidad-, sino para entender el porqué de las carencias, las desgracias y las catástrofes que los acompañan y los hacen posible.

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