Las primeras armas es una obra realizada en y sobre La Pedrera (Rocha). El punto de encuentro en el que comienza es la esquina donde la calle principal del balneario se cruza con la rambla, y las escenas transcurren entre el borde del mar, el galpón de una casa vieja y lo que en la historia se nos presenta como las ruinas del teatro del pueblo, del que quedan poco más que un cartel decrépito y algunas memorias. La localidad se transforma en el pueblo de Santa Herminia, cuyos pobladores afrontan la modernización y en particular la construcción de una ruta costera, que muchos viven como una amenaza a su estilo de vida. Ante esto, las hermanas Piedras intentan diferentes formas de resistencia a las modificaciones de su entorno y a lo que éstas conllevan.
En esta obra distópica, elementos de ficción se mezclan con la verdadera historia de La Pedrera, que pasó de ser un balneario pequeño y raro a uno disputado masivamente por nuevos ricos y gente cool. De rincón escondido a lugar de hacinamiento sólo accesible para privilegiados (suena un poco contradictorio, pero es real), Santa Herminia es un La Pedrera lleno de hortensias y de incendios, de familias poderosas y de tensiones entre las dinámicas sociales de un pueblo chico y las transformaciones traídas por una realidad más vasta y global.
Es llamativo que la historia no trate de una familia pobre corrida de su pueblo por el progreso -representado por esa ruta que, según algunos, aumentará la “conectividad” de Santa Herminia-, sino de una familia que solía ser poderosa y es desplazada de “su lugar” por otra, llegada en los años 90 para aprovechar la crisis ajena haciendo rendir sin piedad sus nuevas riquezas; en un país donde hay quienes alegan que ese avasallamiento es un síntoma del progreso.
Las diferentes actitudes y poderes que emergen ante la situación son uno de los aspectos más valiosos de la propuesta y de su guion, que expone las contradicciones y ambigüedades involucradas en la necesidad de crecimiento económico, el apego a lo que solía ser y las políticas “de desarrollo” que amenazan al ambiente. Pero también hay lugar para la crítica a cierto exclusivismo propio de los habitantes reales de La Pedrera, empeñados en seguir siendo pocos porque su charme o prestigio se basa en la exclusividad.
Entre lo hippie esnob, las resistencias ambientalistas, las necesidades económicas y un turismo que al incrementarse va transformando radicalmente el lugar, Las primeras armas no sólo utiliza a La Pedrera -desde sus casas hasta su mar- como escenario, sino también como trasfondo de una trama que, sin dejar de ser absurda, se nos presenta como demasiado familiar...
Las tres personajes son casi arquetipos de actitudes habituales ante los problemas que se plantean. La primera es una guía que casi nos hace olvidar que somos espectadores de teatro en una especie de recorrido didáctico, típico del turismo menos experto. Desempeña su función en forma frívola y hasta cínica, y deja escapar comentarios contrarios a la versión oficial y for export que nos brinda acerca de cada espacio y acontecimiento. La segunda -una de las hermanas Piedras- representa cierto apego al lugar y a la emotividad como estrategia de disuasión ante los cambios. Esa actitud acaba por dominarla y le hace perder de vista que la solución que propone no implica menos trastornos que lo que intenta combatir. Nos presenta el nudo del problema y nos pide que firmemos una petición -mecanismo tan de moda y tan inocuo en la mayoría de los casos- para apoyar su campaña de denuncia, cuya sigla es, absurdamente, SSH! (por Salvemos a Santa Herminia). El tercer personaje es su hermana, más radical en su diagnóstico de la gravedad de la situación y en sus ideas sobre lo que hay que hacer para oponerse a la construcción de la ruta. Es más romántica, quizá más joven y, seguro, la menos pragmática; nos habla de la sala teatral que había en Santa Herminia y parece ser la única preocupada por el valor estético pero también político de las obras que allí se representaban, con historias inspiradoras de pueblos que se unían para combatir al poder, como la de Fuenteovejuna. El toque anacrónico con que son mostradas sus posturas y sus propuestas funciona en la obra como una crítica al modo en que suelen ser estigmatizados tanto los argumentos ecologistas como los radicales en su “no pasarán”, por ser considerados atrasados o representativos de un pensamiento -revolucionario- que ya no condice con la realidad. La presencia de este personaje y su convivencia con los otros extiende la posibilidad de que los espectadores pensemos cómo estas mujeres tan diferentes nos habitan en forma simultánea, sea por identificación o por oposición.
Donde el teatro se hace carne
Además del buen trabajo de las intérpretes y de los tiempos de la obra, que vuelven placentero ser llevados de uno a otro lugar (no sólo físicamente, sino también por la historia que se nos cuenta), es interesante cómo Las primeras armas logra ser una propuesta altamente política, que toca en forma explícita temas complejos de la actualidad y de “la izquierda”, sin volverse un panfleto o un intento de moralización o moraleja. Eso le da a la obra una potencia crítica no muy frecuente en el teatro actual, en el que a menudo se entiende que hacer política es defender posicionamientos totalizadores, y que la alternativa es prescindir de la dimensión política, de la que el teatro no panfletario se ha alejado en forma radical y preocupante, aunque dudosamente consciente.
Con mucho humor, ironía, crítica y suficiente autocrítica para reírse del lado absurdo de todas las posiciones, Las primeras armas nos invita a un teatro bien hecho fuera de Montevideo y nos pone en contacto con problemas vinculados con la modernización, el turismo, la moda de los lugares y la vigencia del teatro, no desde nuestra mentalidad capitalina, sino desde el borde de un mar que hace soplar otras culturas, otras subjetividades, otras narraciones y otras formas de contar. Uno de los logros de las artistas es el de abordar con tanto humor problemas serios, cuyas eventuales soluciones siempre implican algún tipo de pérdida o sacrificio, sin reducir su complejidad ni recurrir meramente a la parodia, ya que se usa una amplia gama de recursos cómicos que van desde el absurdo hasta el juego de complicidad con el público.
Hacia el final, el guion plantea un desdoblamiento metateatral que intenta aprovechar los últimos minutos de encuentro con el espectador para defender la complejidad de la representación. Al parecer, la intención es asegurarnos una ruta para que pensemos en las múltiples capas que están en juego entre Santa Herminia, La Pedrera, la familia Piedras, las propias artistas y la trama como problema local y metáfora de muchos otros. Ese epílogo corroe un poco el juego desarrollado hasta entonces, y, si bien la realidad demanda que lidiemos con lo anticlimático, en este caso el efecto contrarresta la sensibilidad que la obra había logrado despertar entre ruinas, pastos, risas, planes y buñuelos de hortensia. De todos modos, nos vamos con Santa Herminia en algún rincón del corazón. Bastante distinta debe ser esta obra para los que se quedan.