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Una pena, tantas penas

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Hubo un tiempo en el que sosteníamos que era el proceso de debate colectivo en cada barrio, en cada trabajo y en cada casa lo que engendraba cambios culturales profundos y duraderos. Cuestionábamos además el aparato represivo, no sólo sus desmanes, sino su existencia misma. Leíamos y estábamos convencidos, en aquel tiempo, del accionar conjunto de los medios de comunicación, las “fuerzas del orden” y el sistema penal, en un sentido de clase. No creíamos que las cárceles estuvieran llenas de pobres por casualidad, sosteníamos que ése era justamente su sentido. Fuera cual fuera el delito, el origen de clase determinaba quiénes estaban dentro y quiénes no. Siempre un puñadito de ricos tras las rejas servía de zanahoria para hacernos creer que la ley era igual para todos. Pero para nosotros, los zurdos, la ley burguesa y su sistema penal eran otros de tantos elementos superestructurales destinados a organizar la sumisión popular.

Nos reíamos con tristeza, en aquel tiempo, de la supuesta función “rehabilitadora” de la cárcel. El encierro, la imposición y el maltrato inherentes al sistema penitenciario no producían cambios en las percepciones culturales de quienes por allí transitaban. Porque la letra, según nosotros, no entraba con sangre, ni con garrote, ni a fuerza de imposiciones. La letra, y sobre todo la letra que transforma, que humaniza, que cuestiona la desigualdad constitutiva del sistema capitalista y patriarcal, no se impone: se abraza. Era desde la libertad que alguien decidía enfrentar sus prejuicios o sus vicios. Por eso, volviendo al principio, creíamos que la educación y la organización social eran los caminos para el cambio cultural que permitirían las condiciones indispensables para la revolución.

Pasaron algunos años, el Frente Amplio (FA) llegó al gobierno y, con ello, han comenzado a suceder cosas que nos tientan a repensar aquellas cosas. Una tras otra, las causas que cuestionan la sociedad patriarcal, abusiva, racista y profundamente discriminante en la que vivimos comenzaron a poblarse de reivindicaciones muy distantes de aquel pensar. Una “ley penal” para castigar a quienes maltratan animales, mayores “penas” a quienes discriminan, “nuevos delitos” y mayores “penas” para los delitos de violencia de género.

¿Qué es lo que cambió y no nos dimos cuenta? ¿Será que la sociedad ya no es burguesa porque gobierna el FA? ¿Será entonces que ahora el sistema penal y el aparato represivo son caminos útiles y legítimos para luchar contra el patriarcado, contra la discriminación, contra la pobreza o contra los abusos de la humanidad sobre el resto del planeta?

Cabe hacerse estas preguntas una y otra vez, pero hasta ahora, a mi entender, la realidad indica que a ninguna cabe una respuesta afirmativa.

La ley antidiscriminación se ha mostrado notablemente inoperante. Justamente porque impone “penas” y no porque esas penas sean pequeñas. Tan es así, que las organizaciones sociales vinculadas a la diversidad tratan desde hace años de lograr que la legislación se radique en la materia civil, donde al menos son posibles el diálogo y la reparación. Y es que, como siempre creímos, la sociedad patriarcal y capitalista, racista y discriminante por definición, es justamente la que crea los monstruos de los que luego se desentiende, encerrando cada tanto alguno en un agujero, para construir así un relato de la barbarie en el que ella no es responsable de nada.

Ningún monstruo se transforma tras las rejas hipócritas del sistema, y ninguna pauta cultural cambia porque el penoso sistema penal imponga penas mayores. El brazo represor del sistema no tiene ni tendrá nunca la habilidad de disminuir la crueldad que él mismo promueve. Y la ley penal burguesa poca eficacia detenta a la hora de prevenir el salvajismo capitalista y patriarcal.

Sin embargo, la sociedad civil parece empeñada algunas veces en aferrarse a la ilusión del castigo disuasivo. Y los gobiernos, por supuesto, con un poco más o menos de resistencia, tienden a hacer eco de esos reclamos. Es lógico, sale mucho menos dinero votar leyes que aumenten penas y creen delitos que generar campañas y procesos destinados a un cambio cultural profundo; o leyes que garanticen el acceso a la justicia y a una representación legal eficiente; o dotar de recursos a la educación pública.

Será entonces por eso que esta vez algunos de quienes fuimos a las calles a cuestionar el veto autoritario, algunos de quienes militamos desde muy chiquitos contra la sociedad capitalista y patriarcal, algunos de quienes debatimos con el enfoque retrógrado y machista de un ministro de Defensa Nacional que parece que se ha olvidado de leer varios libros de historia; algunos de ésos no apoyaremos, tal cual ha sido nuestra terca tradición, ninguna propuesta que aumente penas o que cree nuevos delitos.

A la hora de inventar nuevos delitos no contarán con nuestro apoyo. Porque, además, es la peor estrategia posible. Un homicidio cometido contra una mujer es un homicidio. No es otra cosa, no se llama distinto, y si alguien quiere modificar la legislación al respecto tendrá siempre que tomarse el trabajo de modificar las leyes referidas al delito con mayores penas en el Código Penal.

Pero también, a la hora de pedir dureza, represión y encierro, estaremos quienes nos guardamos el derecho inalienable de decir, como siempre: no. No será con nuestro apoyo que se abra esa puerta para que por ella pasen los pobres en masa y tras el cerrojo se perpetúe la miseria.

Que quede claro que no es de ahora, sino de siempre. Mande quien mande, gobierne quien gobierne, estoy contra la represión. Y a favor del gasto, mucho más gasto en protección, en vivienda, en acceso al trabajo, en defensa legal digna, en psicoterapia, para todas y cada una de las mujeres que enfrentan situaciones de violencia de género. Y sólo dos caminos me parecen adecuados cuando del movimiento social se trata: la lucha y la organización.

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