Las primeras luchas intestinas en el feminismo (o al menos las primeras documentadas) datan de hace ya más de un siglo, cuando las suffragates británicas se dividieron amargamente entre quienes consideraban que había que interrumpir su campaña de desobediencia civil y atentados moderados para colaborar con el esfuerzo nacional en la Primera Guerra Mundial -lo que hicieron sumándose a la campaña de las plumas blancas, con la que se buscaba humillar públicamente a los hombres que por motivos ideológicos o conveniencia no se sumaban al frente- y quienes sostenían que su lucha era más importante que un conflicto entre naciones y que no se la podía interrumpir estando tan cerca de sus objetivos. En rigor no hay por qué atribuirle al feminismo un espíritu más divisivo que el de cualquier otro movimiento ideológico progresista -alcanza con confrontar la historia del socialismo desde sus primeros pasos-, pero lo cierto es que dista muchísimo de la hegemonía que suponen sus observadores externos, impresión en la que se basan muchas generalizaciones que ni remotamente comprenden a la mayor parte del feminismo.
Estas divisiones se profundizaron durante la llamada Segunda Ola del feminismo, que comprende un período que puede establecerse entre la re-emergencia del movimiento a mediados de los años 60 y el fracaso de la aprobación de la Enmienda de Igualdad de Derechos en 1982 (Equal Rights Amendment, también conocida como ERA), que significó un duro golpe para el feminismo radicalizado de la década anterior, que la había tenido como objetivo principal en momentos en que el movimiento comenzaba a agrietarse entre las facciones que remarcaban las diferencias entre las feministas de distinta raza, procedencia social u orientación sexual, y entre las que consideraban al movimiento como uno de características reformistas y para quienes era una fuerza revolucionaria.
Por agrias que fueran estas disputas no se alcanzó el antagonismo directo hasta la llegada en los 80 y 90 del posfeminismo de Christina Hoff-Sommers o Camille Paglia, quienes reivindicaban muchas de las características de la femineidad de modelo patriarcal, considerándolas rasgos propios y no impuestos por los hombres, a la vez que estimaban como ya logrados los principales objetivos originales del feminismo, del que se declaraban parte -bajo la denominación de “feminismo igualitario” (en contraposición al feminismo de género)- para gran incordio y molestia del ala más radical subsistente del feminismo revolucionario y el Movimiento de Liberación Femenina.
Pero ni aun así el discurso feminista, por más radical y confrontativo que fuera, había adquirido el carácter censor y autoritario -incluso hacia el interior del movimiento- como el que está asomando en algunos ámbitos actuales, cuando, paradójicamente, parecería haber ampliado su base representativa para incluir una mayor diversidad de pensamiento. Una tendencia centrada en la directa supresión o indiferencia hacia cualquier disenso y que amenaza crear una amarga brecha entre el feminismo actual y la generación que llevó adelante la revolución de los años 60-70.
Suele mencionarse como un elemento diferenciador entre el feminismo de Segunda Ola y el de Tercera Ola -denominado por algunos “feminismo de género” por la decisiva influencia del pensamiento sobre el género como un constructo social de la filósofa y teórica cultural Judith Butler en el seno de éste, pero al que también se le ha denominado como feminismo posgiro lingüístico, en relación a la importancia que le da al lenguaje y a los códigos de lo que conocemos como políticamente correcto- que el primero era notoriamente intelectual y académico, mientras que el segundo ha tenido más bien un rol difusor en las capas más populares de la cultura. Sin embargo, es en las usinas del pensamiento académico anglosajón, aún dominadas por la herencia del posestructuralismo y el relativismo cultural, donde el feminismo de la Tercera Ola parece haber hecho sus trincheras más profundas y estar preparando su artillería. El problema, para el resto del feminismo, es hacia dónde están apuntando sus cañones.
Oídos sordos
La expresión no platform o no Platforming juega con el doble sentido de la palabra platform (“plataforma” o “tarima”, también usada como “programa político”) para denominar una política de la izquierda estudiantil inglesa, promovida por la National Union of Students (NUS, la federación de gremios universitarios de Gran Bretaña), que consiste en no colaborar en forma alguna con la difusión de cualquier discurso político que nos parezca aberrante. De esta forma, a quienes se aplique esta política se les debe demostrar rechazo en cada una de sus intervenciones públicas, y ni siquiera se les debe dar la oportunidad de mantener un debate, ya que se considera que sus ideas son tan negativas que no hay nada que ganar en el intercambio y que, al contrario, la mera expresión y expansión de éstas produce un daño superior al del eventual entorpecimiento o anulación de la libertad de expresión.
Un recurso muy discutido ante el cual las alas más liberales de la izquierda se han resistido siempre, pero que tuvo su origen en una circunstancia política muy especial, cuando en los años 80 el ascenso vertiginoso del fascistoide Partido Nacional Británico se convirtió en tema de alarma entre los estudiantes que, además, eran regularmente hostilizados por sus integrantes. Actualmente, hay seis organizaciones -de corte fascista o fundamentalista- vetadas por la NUS, que plantea el boicot inmediato a la presencia de cualquiera de sus integrantes en los ámbitos universitarios. En el último lustro esta política ha comenzado a ser utilizada para impedir los discursos de figuras individuales, como el ex director del Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss- Khan y la líder de la ultraderecha francesa Martine Le Pen, pero también se ha ampliado para abarcar figuras polémicas del campo de la izquierda, como el director de WikiLeaks, Julian Assange, y, últimamente, disidentes en general que sostengan un punto de vista divergente con el de la línea mayoritaria. Es el caso del histórico activista y símbolo de los derechos LGBT Peter Tatchell, vetado justamente por oponerse a esta política de ostracismo, o el militante radical antirracista Nick Lowles -fundador del movimiento Hope Not Hate (esperanza no odio)-, quien, en un gran ejemplo de “rizar el rizo”, fue calificado de “islamófobo” por haber sido muy duro en sus críticas a los grupos antiislamofobia que se comportaban en forma excesivamente pasiva.
Pero donde la política de no Platform (actualmente centro de grandes polémicas en el seno de la militancia estudiantil, que ha comenzado a rechazarla en masa por sus excesos, no obstante se sigue aplicando) ha generado las mayores discusiones y ha sido aplicada en forma más confrontativa y polémica ha sido en el campo del feminismo, especialmente desde la adopción en Inglaterra de la política de safe Places (lugares seguros). Ésta es una creación de allende el Atlántico (de las universidades de Estados Unidos), en donde cada vez más se extiende la idea de que los campus universitarios no son lugares donde intercambiar ideas opuestas, sino exactamente lo contrario. La teoría de los safe places sostiene que la universidad en general debe ser una suerte de santuario en el que los estudiantes estén a salvo de ideas o discursos que, por motivos muchas veces individuales, les resulten perturbadores u ofensivos. Si bien en un principio los safe places eran apenas espacios específicamente delimitados en los que se prohibía cualquier expresión grosera y radical (ambientados, además, con una mezcla letal de infantilismo y decoración new age), la tendencia creciente es que los estudiantes consideren safe place a la totalidad de los ámbitos semipúblicos de los campus universitarios, incluyendo sus aulas, parques y salas de conferencia. Esto ha llevado a excesos risibles (para quien no los haya sufrido), como el caso de un estudiante de una escuela de artes de Oregon, a quien a principios de 2015 se le prohibió la entrada a varias áreas del centro educativo porque se parecía al abusador sexual de otra estudiante, a la que se le quería evitar el trauma de ver a alguien similar a su agresor.
En todo caso fue el respeto a estos lugares seguros lo que se esgrimió para sugerirle a la comediante de stand up Kate Smurtwhaite que era mejor que no realizara el show que tenía previsto para febrero del año pasado en la universidad de Goldsmiths (Londres), ya que estaba planeado un piquete organizado por feministas de la institución, protestando por su presencia. Desde hace algunos años (aunque no tanto, ya que el fenómeno ha tenido una explosión notoria en los dos últimos) los comediantes de stand up -incluyendo a figuras tan identificadas con la antidiscriminación como Chris Rock- se quejan de lo imposible que se ha hecho hacer humor en las universidades, donde cada chiste parece tener que pasar por el rasero de lo políticamente correcto y justificarse o explicarse ante el riesgo de que quien lo realizó pueda ser rotulado como racista, sexista u homofóbico. Pero Smurtwhaite se consideraba a salvo de todo esto; la comediante ha adquirido renombre en los últimos tiempos más que por la efectividad de su humor por su carácter de militante feminista radical, participando habitualmente como tal en programas de debate televisivo y utilizando su show como soporte habitual de su discurso de activista de género.
Sin embargo, una de sus rutinas humorísticas, que trataba acerca del comercio sexual, desató la ira de las feministas de Goldsmiths, quienes aparentemente no coincidían con su idea de que sólo el consumo sexual debe ser penado y no así la oferta, y programaron el mencionado piquete que terminó con la cancelación del show. Irónicamente, el espectáculo preparado por Smurtwhaite no iba a tratar en absoluto sobre prostitución, sino sobre libertad de expresión. La noticia se conoció al mismo tiempo que un informe de la revista Spiked reveló que 80% de las universidades inglesas había instrumentado en los últimos tiempos restricciones a la libertad de expresión que superaban las requeridas legalmente. Y muchas de estas restricciones se habían instaurado a solicitud de los propios estudiantes.
El caso de Smurtwhaite no es el único ni el más escandaloso de esta clase de canibalismo. Julie Bindel es una de las columnistas estrella del diario The Guardian y una de las más famosas y controvertidas feministas radicales (así como activista lesbiana), cofundadora de Justice for Women, una organización que presta ayuda legal a las mujeres acusadas de haber matado a sus parejas violentas. Pero Bindel, dueña de una pluma vitriólica, escribió en 2004 un artículo en el que protestaba por el caso de una persona trans que había sido designada como consejera en un grupo de apoyo a mujeres violadas, argumentando que la experiencia de esa persona como mujer era mínima y concluyendo con la frase: “No tengo problemas con los hombres que descartan sus genitales, pero eso no los hace mujeres”. El artículo causó controversias y las actividades públicas de Bindel fueron sujeto de protestas por parte de la comunidad gay, haciendo que ella escribiera una nota en 2011 pidiendo disculpas en forma “irrestricta” por el contenido y tono de la anterior. Sin embargo, la periodista siguió siendo sujeto de una campaña de no platform constante, que llegó a su clímax cuando en 2014 su presencia en un debate con el antifeminista Milo Yannopoulos en la Universidad de Manchester fue rechazada por las sociedades feministas de esa universidad. Paradójicamente, la protesta fue exclusivamente contra su presencia, y no la de Yannopoulos.
Pero el caso que marcó un auténtico quiebre entre las representantes y epígonas de la Segunda Ola y sus más jóvenes contrapartidas de la Tercera fue uno muy similar al de Bindel pero que tuvo como sujeto a un personaje más notorio y con un legajo de mayor peso histórico: la conocida feminista australiana Germaine Greer. La legendaria autora de The Female Eunuch (1970) ha sido una de las figuras clave del feminismo radical desde hace más de 40 años, y de sus voceras más intransigentes, pero siempre ha sido muy enfática en explicitar su concepción eminentemente biológica del género, y a pesar de declararse a favor de los derechos de las personas trans y decirse “fascinada con la intersexualidad”, ha negado desde hace años que el cambio de género convierta a un hombre en una mujer. Invitada a dar una charla en la universidad de Cardiff sobre “mujeres y poder”, Greer -de 76 años- se refirió de manera irónica en una entrevista a que la millonaria Catlyn Jenner, quien vivió 65 de sus 66 como Bruce Jenner, conocido deportista de los años 70 y padre de seis hijos, fuera nombrado por la revista Glamour como “la mujer del año”, y volvió a reafirmar en forma tajante sus ideas, declarando: “No creo que una mujer sea un hombre sin una pija. Pegarme en la cabeza no me va a hacer cambiar de forma de pensar... Si no encontrás tu ropa interior llena de sangre a los 13 años, entonces no entendés lo que es ser una mujer”.
El tono áspero de Greer -y seguramente haberse metido con una figura entonces intocable e icónica como Catlyn Jenner (en los últimos meses ha caído un poco en desgracia a causa de su apoyo a Donald Trump)- provocó que Rachael Melhuish -la representante femenina en el gremio estudiantil de Cardiff- lanzara una petición en Change.org requiriendo que se cancelara la charla de la intelectual australiana en la universidad a causa de que habría “demostrado tener visiones misóginas en relación a las mujeres trans”, petición que fue firmada por 3.000 alumnos de la institución.
Pero en este caso, a diferencia de Smurtwhaite y Bindel, figuras de menor relevancia popular, la desproporción pareció evidente hasta para quienes no simpatizan con las ideas de Greer, a quien se le pueden aplicar muchos adjetivos pero difícilmente el de “misógina”, y a pesar del petitorio, la veterana militante realizó su charla y repitió su punto de vista sobre la identidad genérica de las personas trans a quien se lo preguntara.
Todos estos casos se desarrollaron en el mundo académico de Gran Bretaña, pero del otro lado del Atlántico los puntos de vista no eran muy distintos. En enero de 2015 la compañía de teatro -dirigida por las estudiantes- del colegio de artes femenino de Mount Holyoke (South Hadley) canceló una representación de la emblemática obra feminista de Eve Ensler Los monólogos de la vagina, aduciendo que la pieza, ya desde el nombre, no era lo bastante inclusiva ni respetuosa de las mujeres trans.
El velo ilustrado
No es éste el único tema que ha hecho colisionar -y excluir puntos de vista- en el feminismo actual de las altas esferas educativas. Desde las tiendas del conservadurismo o el escepticismo, se ha señalado con sorpresa y algo de sorna lo que parece ser el más improbable de los pactos de no-agresión (más que una alianza, como a veces se la acusa de ser), que parte del feminismo actual parece mantener con el Islam y sus voceros. Siendo una buena parte de los regímenes islámicos notorios por su opresión a los derechos de la mujer y a cualquier forma de equidad de género, muchas de las actitudes y declaraciones provenientes especialmente de las organizaciones feministas universitarias han causado perplejidad entre muchas y muchos adherentes al movimiento y sarcasmos por parte de sus detractores.
La base de esta aparente tolerancia y en ocasiones colaboración con los intereses islámicos parece ser multicausal y provenir de una cierta solidaridad entre parte del feminismo con la cultura de sociedades a las que se considera igualmente oprimidas por el patriarcado capitalista por motivos culturales y raciales. La proximidad histórica entre las cátedras de estudios de género y las de estudios poscoloniales -y sus bases teóricas comunes que combinan teoría antiimperialista con un cierto relativismo cultural posmoderno-, así como la coexistencia y colaboración entre los movimientos universitarios feministas con los que combaten lo que perciben como islamofobia (estructurados en el mundo anglosajón bajo la estricta normativa discursiva de la corrección política y denominados -en ocasiones por voluntad propia- como social justice warriors), han generado algunos boicots y reacciones difíciles de comprender desde tiendas propias o ajenas.
El caso más estridente es el de Ayaan Hirsi Alí, escritora y activista somalí de origen holandés, notoria por haber guionado el corto Sumisión (2004), película que criticaba en forma metafórica la condición de las mujeres bajo el Islam, y por la que su director Theo Van Gogh fue asesinado mientras que Hirsi Alí fue condenada a muerte por varias organizaciones islámicas (incluyendo un grupo de rap), lo que la ha forzado a vivir en la semiclandestinidad hasta el día de hoy. Negra, proveniente de uno de los países más pobres de África, víctima de la mutilación genital religiosa y de un matrimonio pactado entre familias, editora de una de las principales revistas feministas de Holanda, perseguida política, defensora de la legalización del aborto y la libertad sexual y fervorosa activista contra la opresión femenina, se supondría que Hirsi Alí sería considerada como una heroína del movimiento. Sin embargo, cuando la prestigiosa Universidad Brandeis (Boston) decidió concederle un título honorario e invitarla a dar una conferencia, se encontró no sólo con alguna previsible oposición de las organizaciones musulmanas del colegio sino también con la de un número muy significantivo de profesores encabezados por Karen Hansen y Dian Fox, ambas pertenecientes a la cátedra de Estudios de Mujer y Género. Finalmente, la universidad se echó atrás, argumentando que algunas de las pasadas declaraciones de Hirsi Alí iban a contramano de los “valores centrales” de Brandeis y la activista no recibió ni el título honorario ni la posibilidad de hablar en el recinto.
Similar fue el caso de la activista de derechos humanos y feminista secular iraní Maryam Namazie, una de las principales dirigentes en el exterior del proscripto Partido Comunista de los Trabajadores iraní. Namazie, antigua musulmana convertida al ateísmo e impulsora de numerosas iniciativas contra la violencia de género, es -a diferencia de Hirsi Alí, quien siempre ha sido próxima a los partidos de centro-derecha holandesa- una clara militante de izquierda, enemiga simultánea del patriarcado islámico y de los grupos antiinmigratorios europeos ligados con las ultraderechas.
En setiembre de 2015, Namazie fue vetada por el gremio de estudiantes de la Universidad de Warwick (Coventry), negándole la participación en una charla sobre religión a la que había sido especialmente invitada, bajo el pretexto de que su charla “instigaría el odio religioso”. Ante el escándalo público por la censura, el gremio echó marcha atrás y la activista pudo realizar su conferencia unos días más tarde sin que hubieran problemas de ninguna entidad. Pero al ser invitada a dar una charla sobre blasfemia en la Universidad de Goldsmiths (la misma donde la humorista Kate Smurtwhaite había sido considerada indeseable), su exposición fue interrumpida en forma bastante violenta por un grupo de estudiantes musulmanes (todos ellos hombres), quienes hicieron todo lo posible para evitar la conferencia de Namazie, generando todo tipo de ruidos, desconectando los equipos, tratándola a la iraní de “islamófoba”, insultándola y, según algunos testigos, haciéndole gestos amenazadores, como si le apuntaran con armas. Al otro día la organización de estudiantes feministas de Goldsmiths emitió un comunicado acerca de los incidentes, pero en lugar de solidarizarse con la conferencista agredida, lo hizo con los estudiantes musulmanes, argumentando que dejar hablar a “conocidos islamófobos” sólo podía contribuir a crear un “clima de odio”.
Los evidentes conflictos de intereses de fondo y protocolos superficiales han puesto en el centro del debate público tanto las políticas de no platform como la de los safe places, sirviendo incluso de excusa a los políticos de la derecha reaccionaria que alegan que el mundo de la enseñanza terciaria ha sido cooptado por el extremismo de la corrección política, filosofía que parece haberse aliado con el feminismo tardío hasta hacerse por momentos indistinguible. En todo caso, lo que parece estar emergiendo son dos formas de ver el mundo muy diferentes, a pesar de compartir en teoría los mismos objetivos, y al menos una de ellas no parece creer en que sea posible su coexistencia con la otra.