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Foto: Santiago Mazzarovich

Maquinistas de raza

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Argentina, inmigrantes y “negros de alma”

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En Buenos Aires trabajé durante años en un banco. Una compañera, la delegada del gremio, llegó un día contando lo que había sido la mayor vergüenza de su vida. Acompañaba a su hermana (abogada de una central obrera) a la emergencia. En la sala de espera, su sobrino de cuatro años gritó “¡mamá, mamá, hay un monito! ¿Lo puedo tocar?”. El niño señalaba a un bebé negro.

En Argentina no hay negros, dicen. Los negros murieron matando a los realistas y a los indios, escuché más de una vez, entonces sólo quedamos nosotros, los que bajamos de los barcos.

Me pareció un divertido sustito de la cigüeña: mamá, ¿de dónde vienen los bebés? De los barcos, corazón, como los abuelos. Pero explicar que los barcos llevan abuelos y bebés era meterse en un terreno medio raro (aunque la imagen del comienzo y el final de la vida unidos en altamar es bella) y difícil de sostener al subirnos anualmente al barco que nos traía a nuestras vacaciones en la Costa de Oro.

◆◆◆

Rectifico, en la capital dicen que en Argentina todos bajamos de los barcos. Y los que no, son negros. Pero no negros de piel, de ésos que fueron bajados de los barcos, de ésos no hay más. Ahora hay “negros de alma”. Negro de alma es un término noventoso y europeocentrista/individualista, propio de una sociedad fragmentada: la imaginada por el neoliberalismo. El negro de alma vino a reemplazar al “cabecita negra” nacido después de la crisis del 30, cuando Buenos Aires comenzó a recibir grandes oleadas de migración interna. Tanto el “cabecita negra” como el “descamisado” fueron tomados por el peronismo de forma reivindicativa de la clase obrera. Ya en los 90, la aclaración (no de piel, de alma) era necesaria para no quedar como racista. De clasismo había dejado de hablarse.

Hace unos días, en un programa de televisión argentino, se debatía sobre un violento operativo policial en la Villa 31 (Retiro), amparado por el último grito de la moda: la lucha contra el narcotráfico. Una mujer de la tribuna tomó la palabra como referente de la villa. El conductor (bajito, blanco, rubio y de ojos claros) le preguntó aseverando si era inmigrante y cuál era su origen. “Soy salteña, gracias a Dios”. El cínico quiso saber por qué “gracias a Dios” y ella fue implacable: “Porque muchos se olvidan que los argentinos somos coyas. Porque hoy, con tanta inmigración, qué se yo quiénes somos los argentinos. Pero nosotros, los salteños, los jujeños, los tucumanos, somos argentinos y tenemos este rostro. Somos coyas y mapuches, también”.

Y mapuches. Hace unos años, el movimiento Teatro x la Identidad, uno de los brazos artísticos de la organización Abuelas de Plaza Mayo, llegó a la provincia de Neuquén. A partir de sus presentaciones, una cantidad de jóvenes comenzó a indagar respecto de sus orígenes, descubriendo así su descendencia mapuche, que había permanecido oculta por generaciones. En una época, se trató de una cuestión de vida o muerte, pero luego la peyorativa social se mantuvo a lo largo de los años y las familias continuaron ocultando sus orígenes, hasta que estos jóvenes completaron su identidad y comenzaron a reivindicarla.

Argentina se constituyó como Estado Nación apelando a la inmigración europea no española. Juan Bautista Alberdi lo hace explícito en su libro Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, de 1852, fuente de la Asamblea General Constituyente que en 1853 redactó la primera Constitución Argentina (que excluía a Buenos Aires). “La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte. Crucemos con ella nuestro pueblo oriental y poético de origen, le daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica”. Es claro que para Alberdi nuestro pueblo no incluía a las poblaciones indígenas: entendía a los territorios que ellos habitaban como desiertos a ser poblados por la inmigración. Alberdi y Sarmiento fueron considerados los padres del ideario liberal argentino en los que se basó la llamada “Generación del 80”, bajo la conjugación de los lemas “Gobernar es poblar”, del primero, y “Educar al soberano”, del segundo. Esta generación, al mando específico del general Julio Argentino Roca, fue la responsable del etnocidio indígena (y reducción final a la esclavitud, a pesar de estar prohibida desde 1813), que sobrevivió a la conquista española.

En la escuela aprendimos la Marcha de San Lorenzo, una marcha militar mundialmente conocida (partitura interpretada en muchísimos países, entre los que se cuentan Inglaterra y Alemania) que revindica la lucha por la independencia. Los últimos versos son dedicados a otro Juan Bautista: “Cabral soldado heroico, cubriéndose de gloria, cual precio a la victoria, su vida rinde, haciéndose inmortal. Así, salvó su arrojo, la libertad naciente, de medio continente, honor, honor, al gran Cabral”. Todavía recuerdo su retrato en el manual de historia: blanco, de nariz aguileña, bigote y barba de la época; parecía un coronel (los historiadores discuten si alcanzó el grado de sargento). El mérito de Cabral fue salvar la vida de San Martín convirtiéndose así en mártir. Tanto honor, honor, no fue suficiente: durante más de un siglo se ocultó su identidad. Cabral nació en la provincia de Corrientes, hijo de un indígena guaraní y una esclava angoleña. Cabral era negro, indígena y —por qué no, también, gracias a él— argentino.

Sarmiento, por su parte, trajo maestras europeas para civilizar mediante la impartición de educación pública y esa tradición de mirar al norte sigue hasta hoy. La lógica del opresor impregnó de tal modo, que aun hoy, muchos reivindican identidades extrañas así como clases ajenas.

◆◆◆

A comienzos de 2010, me incorporé a un movimiento social de trabajadores y desocupados que, además de emprender una pluralidad de luchas para mejorar la postergación histórica de las barriadas más vulnerables de la Ciudad de Buenos Aires, contaba con una propuesta educativa para jóvenes y adultos excluidos del sistema escolar medio, enmarcada en la educación popular. Yo daba clases de Derechos Humanos y de Relaciones del Trabajo en el Bachillerato Popular de Villa Soldati. Allí, la realidad del aula era muy diferente a todas las experiencias educativas por las cuales había transitado. El grupo estaba constituido por mujeres y hombres de entre 16 y 65 años, más bebés y niños pequeños que correteaban mientras la clase se desenvolvía. La materia Derechos Humanos era la más polémica, ya que leer en la Constitución Nacional argentina y en los tratados internacionales todos los derechos que el Estado se obliga a garantizar y contrastarlos con la realidad generaba indignación y violencia.

Un tema realmente álgido fue el derecho a la salud pública. Varios estudiantes se quejaron de los extranjeros que viajaban a atenderse a los hospitales públicos de la ciudad y que por miedo a ser denunciados por discriminación los médicos los atendían primero. Al viejo y conocido “vienen a quitarnos el trabajo”, se sumó el “vienen a quitarnos la salud”. Dos hermanas bolivianas integraban el grupo y varios de los que sostenían este punto eran descendientes de inmigrantes. Pero, además, quien estaba al frente de la clase no se atendía en hospitales públicos, por lo cual en muchos aspectos mis posiciones eran criticadas por no pertenecer, por no padecer.

El reconocimiento del propio origen resuelve gran parte de las pretendidas diferencias. Una de las tareas fue indagar en cada familia su llegada al barrio, desde la primera información con la que contaran hasta la actualidad. Los relatos que trajeron fueron maravillosos; el que no provenía del interior del país, provenía de algún país del continente. Si no fue por un trabajo o la esperanza de conseguirlo, fue por un problema de salud que no podía ser resuelto en el lugar de origen, sea porque no había salud pública (en el caso de migrantes externos) o porque las instituciones locales no tenían infraestructura o especialistas que pudieran atenderlos. Esto, sumado a las penurias y malos tratos que, sin excepción, atravesó cada familia.

Demoledora la conclusión: quien tiene que dejar su lugar de origen, trasladarse cientos o miles de kilómetros para sobrevivir, no es un oportunista, es una víctima. Igual que quien en su propio lugar no cuenta con condiciones dignas de vida, pero peor. El racismo y la xenofobia no son más que un ejercicio brutal de la opresión de una clase dominante que se ampara en conceptos que fueron ideados precisamente para mantener privilegiados y desgraciados.

Aunque se impone reconocer una verdad: venimos de los barcos y de los buses, de los trenes, de las pateras. Los blancos, los negros, los colorados. Existen diferencias de origen pero (casi) siempre también son de clase.

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