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Las políticas de comunicación de los gobiernos progresistas del Cono Sur.

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Los partidos progresistas han demostrado que pueden ganar elecciones aun con un sistema de medios concentrados en pocas manos, cuyos dueños tienen intereses económicos y políticos contrarios a sus proyectos, pero debería estar claro que no se puede transformar la sociedad sin cambios culturales, y que para ello es preciso, entre otras cosas, contar con un sistema diverso y plural de medios de comunicación. Más o menos explícitamente, este objetivo estuvo presente en esos partidos cuando llegaron al gobierno.

Sin embargo, los avances en materia de democratización de las comunicaciones han sido muy pobres; apenas se ha rozado el poder de los grupos que acaparan a la vez medios, ingresos publicitarios e incidencia política. Por presión, coerción o complicidad, estos han podido superar varios periodos de gobiernos progresistas sin perder su capacidad de influir en la agenda pública, e incluso consolidando su posición dominante en el mercado.

Pero no todo fue gracias a su esfuerzo. También hubo graves errores o falta de claridad y convicción del lado de los gobiernos. El de Fernando Lugo en Paraguay no pudo (y no quiso) comprarse un pleito en ese terreno y, salvo su apuesta a construir un par de medios públicos no oficialistas, no tomó ninguna medida para democratizar efectivamente la comunicación. En Chile, los sucesivos gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría nunca tuvieron siquiera en la agenda avanzar en garantías para una mayor diversidad y un pluralismo de medios.

Argentina aprobó una Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), en un entorno de fuerte confrontación. Pero la norma fue pobremente aplicada en seis años de vigencia, salvo en aspectos vinculados con la promoción de la producción nacional audiovisual. No se avanzó sustancialmente en asegurar la reserva de 33% de frecuencias para medios comunitarios, y el Grupo Clarín no perdió una sola frecuencia ni tuvo que hacer desinversiones para reducir su enorme concentración. La judicialización fue una de las razones, pero no la única: tampoco hubo avances luego de que la Corte Suprema diera la razón al gobierno. Luego, Mauricio Macri no encontró un terreno consolidado de cambios que complicara su política restauradora. Apenas un par de decretos destruyeron todas las buenas intenciones de un buen texto legal que no fue aplicado o que lo fue de modo discriminatorio o parcial.

Lo de Brasil es dramático. En varios períodos de gobierno, no se reglamentaron las disposiciones constitucionales anticoncentración, ni se fomentó el sector comunitario, ni se impulsó legislación para modificar la de los años 60. El desencuentro al respecto fue tan grande entre el gobierno y el Partido de los Trabajadores que este tuvo que salir a trabajar, junto con la Central Única de los Trabajadores, para reunir firmas con el fin de presentar un proyecto de ley como iniciativa ciudadana.

Uruguay no es la excepción. Tras casi 12 años de gobierno del Frente Amplio, con algunos tibios avances, como el reconocimiento legal de los medios comunitarios, el oligopolio de la televisión se mantiene intacto.

No se abrió la competencia en el sector de la televisión para abonados y apenas se han otorgado concesiones a un par de nuevas radios comerciales en el interior. Para peor, en la televisión abierta continúan los mismos medios de hace 60 años, y estamos a punto de dejar caer la única chance de que haya nuevos operadores comerciales, capaces de competir con “los tres grandes”, a partir de la llegada de la televisión digital.

En mi opinión, la falta de avances no fue una omisión, sino una decisión política de los gobiernos progresistas de la región acerca de su relación con los medios. La frase del título trata de resumir el complejo conjunto de dilemas que ha estado presente en casi todos ellos.

El “odio” o rechazo inicial a medios que en general cuestionaron y bloquearon el acceso al poder de las fuerzas progresistas se mezcló con el “temor” respecto de su capacidad (real o no) para poner en jaque el proyecto impulsado por esas fuerzas.

La preocupación de las nuevas autoridades se centró en lograr que la información sobre sus logros y otros asuntos prioritarios llegara a la opinión pública, y temieron que eso no fuera posible si los medios se sentían bajo asedio y ponían palos en la rueda. Por el contrario, se planteaba la “necesidad” de contar con su colaboración. Ya llegaría el tiempo de dar esa pelea, se dijeron. Pero nunca se dan las condiciones ideales para hacerlo.

Los buenos modales hacia esos medios no impidieron que bombardearan las posiciones progresistas. Las autoridades protestan contra el maltrato o la falta de cobertura de noticias positivas sobre su gestión, pero parecen olvidar que la situación está determinada por una estructura de propiedad vinculada con los anteriores gobiernos de derecha, que habría que cambiar, y se dirigen por igual, a lo bruto, contra medios, dueños y periodistas, como si fueran lo mismo, confundiendo la crítica democrática al poder (aunque sea injusta y sin fundamento) con ataques y maniobras.

Por esta razón, los gobiernos progresistas se sienten tentados a buscar contactos directos con la población y crear medios “propios”, sean estos públicos y oficialistas o en alianza con privados, llamados independientes, cuyos dueños, incluso de derecha, se prestan circunstancialmente a acompañarlos, o por lo menos a no atacarlos.

Se confunde así la noción de políticas públicas de comunicación (cómo hacer para que el sistema de medios funcione de manera adecuada a una democracia y con respeto a la libertad de expresión, en términos de política de Estado) con la comunicación política de gobierno (cómo hacer para que su desempeño sea conocido y aprobado por la población, en términos de política de gobierno o de partido).

Esto lleva, incluso, a que en vez de combatir la concentración de medios se la consienta o promueva, siempre que se sean favorables al oficialismo. En Argentina, la LSCA se intentó aplicar (merecidamente) al Grupo Clarín, pero se permitió que otros grupos comerciales concentrados, aliados con el gobierno, maquillaran sus papeles para seguir operando aunque superaban los límites legales.

En Uruguay estamos a tiempo de aprender de los errores y recuperar el tiempo perdido. Una mirada regional muestra que lo que no se hace al comienzo de un período de gobierno no se puede hacer al final, cuando aumenta la vulnerabilidad a las presiones de los medios.

Nos quedan tres años y medio de gobierno y ya logramos algo que no se alcanzó en otros países: aprobar una Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual participativa, transparente, equilibrada y garantista, que busca asegurar un acceso equitativo y una mayor diversidad de medios, sin avasallar libertades fundamentales. La esperanza es su aplicación integral, que no se ha concretado, aunque está vigente desde enero de 2015.

Los derechos que no se ejercen y las leyes que no se aplican son borrados sin esfuerzo por un gobierno revanchista de derecha. La experiencia argentina debería servirnos para aprender esa lección.

El autor

Gómez es director ejecutivo de Observacom. Investigador y especialista en libertad de expresión. Fue director nacional de Telecomunicaciones en 2010 y 2011.

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