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Nicolás Grau. S/D de autor.

Con Nicolás Grau, economista chileno y militante del Movimiento Autonomista.

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Los primeros pasos de una izquierda chilena que se nutre del movimiento estudiantil y que cuestiona algunos aspectos de los gobiernos de la centroizquierda.

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Nicolás Grau es economista e integra el grupo chileno Movimiento Autonomista. Estudió en la Universidad de Chile, donde ahora es profesor, y en 2006 fue electo presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Su grupo político, cuyo principal referente es el diputado Gabriel Boric, sufrió hace algunas semanas un proceso de quiebre interno, y por ahí empezamos la entrevista.

-¿Cómo explicarías esta situación de ruptura interna?

-No es tan fácil explicar por qué se dan estas rupturas. Porque somos un grupo relativamente pequeño: en la última elección para votar la nueva dirección participaron unas 700 personas. Por lo tanto, que se divida en mitades es algo bastante impresentable, para lo pequeño que era. Esta convergencia nucleaba a distintas corrientes autonomistas, y era una continuidad de ciertos fenómenos políticos que se dieron en el movimiento estudiantil. A partir de 2013, ese proceso se fue formalizando, pero surgieron diferencias políticas importantes y finalmente se quebró.

-¿Cuáles fueron esas diferencias?

-Voy a tratar de ser lo más honesto intelectualmente, aunque está claro que si trato de describir las razones del otro sector no lo haré tan bien como lo harían ellos. Hay un sector más pesimista con respecto a las posibilidades que se han generado en este nuevo ciclo político en Chile y que, por lo tanto, propone una acción política mucho más reducida, en particular con un foco prominente en la lucha estudiantil. Su argumento es que la posibilidad de tener un triunfo en esa lucha iba a ser una posibilidad de abrir una grieta del neoliberalismo, algo que no era posible en otros sectores de la lucha social y política. Apuestan principalmente a una estrategia de militancia de cuadros, acotada; en lugar de conformar un grupo abierto, apuestan a la consistencia y la intensidad ideológica, centrada en lo estudiantil. La otra visión, a la que pertenezco, es más optimista ante el actual cuadro político; parte de la base de que esta es la situación más abierta para la izquierda desde la vuelta de la democracia. Las movilizaciones estudiantiles de 2011 y las últimas denuncias de corrupción son fenómenos que estarían reflejando cierto agotamiento de un ciclo económico y político, que representaría una ventana interesante para la izquierda en Chile. Por lo tanto, la apuesta debería ser la de construir junto con otros sectores de la izquierda y apostar a la formación de un partido o movimiento más abierto, tal vez con menos consistencia ideológica y más disperso, pero que incida en distintas luchas sociales e intervenga en las luchas políticas más formales. Dicho esto, estoy seguro, pero muy seguro, de que estos grupos se van a volver a encontrar. Estos distintos sectores de izquierda se van a ir aglutinando, van a tener una mayor intervención en la lucha social, como hasta ahora, pero también en la lucha política, y en ese espacio político más amplio, más grande, nos vamos a reencontrar con estos compañeros. Por eso es que desdramatizo bastante la situación; no creo que sea un quiebre definitivo ni mucho menos.

-¿Cuál es la incidencia del movimiento estudiantil en este bloque?

Hay sectores que vienen del movimiento estudiantil y que tienen mucha acumulación en estos años; por ejemplo, la Izquierda Libertaria o la Revolución Democrática, que tiene como diputado a Giorgio Jackson. Pero también hay sectores ligados al sindicalismo, y en particular al dirigente sindical Cristian Cuevas. Somos grupos que, con matices, compartimos la necesidad de sumar esfuerzos para crear una nueva fuerza de izquierda en Chile. Eso no tiene ninguna formalización, pero hay un ánimo de apuntar a la confluencia, de sumar esfuerzos para competir electoralmente con la centroizquierda chilena.

-¿La identificación común nace de una mirada negativa sobre el proceso de Nueva Mayoría (NM)?

-Estos grupos, en general, concuerdan en que la apuesta de NM no es el camino. Ese es el punto de partida. Son grupos que, con matices, tienen una visión crítica del gobierno de [Michelle] Bachelet y también coinciden en una visión crítica de la historia de los últimos 25 años en Chile; son grupos que piensan que hay un neoliberalismo extremo en Chile, que es necesario construir un nuevo acuerdo en el país, que pasa por un nueva Constitución, que garantice nuevos derechos sociales y que apuestan a una democracia más radical y participativa, que piensan en un país más descentralizado, entre otras cosas. Hay una diversidad entre estos grupos; venimos de distintas tradiciones políticas, pero muchos visualizamos que es posible encontrar puntos de acuerdo y elaborar programas comunes.

-Hay un vínculo generacional también: muchos de ustedes participaron en la movilización de los pingüinos, de 2006. ¿Este ánimo de convergencia es una consecuencia de aquellas protestas?

-Por supuesto, el tema generacional es trascendental: las movilizaciones en 2006 estuvieron dirigidas por estudiantes de secundaria y es básicamente la misma gente que en 2011 se movilizó a nivel universitario. Es una generación que parte de concepciones mucho más radicales en comparación con las generaciones anteriores. Este ánimo de convergencia al que ya me referí tiene que ver con una necesidad generacional de encontrar una voz política común y una posibilidad de emergencia política común, que se cruza con otras dimensiones o clivajes: el conflicto capital-trabajo, la lucha feminista, la lucha ambiental, etcétera.

-Hablabas recién de cambios constitucionales. ¿Cuáles deberían ser los énfasis y cuáles son las principales resistencias que han encontrado?

-Hay un debate interesante en la izquierda respecto de la relevancia de esa disputa constitucional, en particular por los términos en los que el gobierno ha planteado el proceso. En esta diversidad dentro de la izquierda hay consenso en cuanto al quiebre histórico que significó la Constitución de los 80, en cuanto a que fue impuesta en base a la represión, a que no tiene ninguna legitimidad democrática, a que no ha sido reformada sustancialmente desde la restauración democrática y a que, por ende, refleja lo que pensaba la alianza cívico-militar de la dictadura. Por eso, muchos pensamos que una nueva Constitución debería sustentarse en bases totalmente distintas; deliberada a partir de una asamblea constituyente. Esta es una diferencia de contenido y forma que nos distancia de una parte importante de la centroizquierda, que mira de una manera más conservadora los intentos de cambio. En materia de contenidos, entre otras cosas, hay que introducir una serie de cambios en los mecanismos y las instituciones democráticas. Pongo un ejemplo que está muy candente en Chile: la existencia y las atribuciones específicas del Tribunal Constitucional. Durante el gobierno de Bachelet, que ha llevado a cabo una serie de reformas, ha pasado que, tanto en las reformas más progresistas (como la educacional) como en las más reaccionarias (como la laboral); la derecha hace lo mismo: pierde las votaciones en el parlamento, porque es minoría, lleva las cosas al Tribunal Constitucional y ha logrado, en muchos casos, retrotraer los cambios que impulsa el gobierno, por ejemplo, los avances que se intentaron en materia de educación gratuita. En este sentido, el Tribunal Constitucional funciona como una especie de enclave que impide los cambios democráticos que reclama la mayoría de la sociedad.

-¿Ha faltado voluntad política para cambiar la composición de instituciones como el Tribunal Constitucional o es que pesan demasiado otros poderes?

-La Constitución tiene sus propias trampas, y mientras los cambios constitucionales se intenten hacer bajo las mismas reglas de la Constitución actual va a ser muy difícil, porque se necesitan mayorías parlamentarias especiales, que hoy el gobierno no tiene, entre otras cosas porque el sistema binominal le otorgaba un peso desmedido a la segunda fuerza política. Este sistema electoral cambió, pero todavía no hemos tenido elecciones. También pasa que hay un sector importante de la centroizquierda que en el fondo piensa que la actual Constitución es razonable; entonces es un combinación entre el poder de veto de la derecha y que un sector importante de la centroizquierda se siente cómodo con esta situación y por ende no ha aprovechado las ventanas que han existido para hacer ciertos cambios. Jaime Guzmán, uno de los principales ideólogos de la derecha chilena, sostenía, durante la dictadura, que era necesario diseñar un orden constitucional de manera tal que si otros llegaban al gobierno estuvieran tan restringidos que no pudieran hacer algo tan distinto a lo que harían ellos. En el fondo, el problema es que en los 80 la derecha chilena hizo lo que quiso y construyó una sociedad a sus anchas, incluyendo la construcción de un marco institucional que impide hacer cambios profundos (ayudado por el acomodo de la centroizquierda). La idea de una asamblea constituyente tiene que ver con eso, con discutir la Constitución sin los amarres que establece la Constitución anterior. Además de lo institucional, hay también cuestiones económicas y sociales que son importantes. En Chile hay un desbalance entre los derechos sociales y la protección a los derechos de propiedad: hay una seguridad excesiva para los que tienen y una desprotección absoluta para los sectores con menores recursos, que tienen enormes dificultades de acceso a la protección en salud y en educación. Otras discusiones importantes son los recursos naturales, el derecho de acceso al agua, el nivel de reconocimiento constitucional hacia los derechos de los pueblos indígenas. Hay toda una gama de derechos políticos y económicos que no están contemplados por la Constitución; la Constitución actual estrecha los márgenes justamente para facilitar la consolidación de un Estado neoliberal.

-¿Reconocen algún avance de los gobiernos de la Concentración y de NM?

-Tengo claramente una lectura crítica, pero también creo que en muchas cosas se han logrado avances importantes en estos 25 años. No diría que Chile no ha cambiado. Hay cosas que pueden sonar increíbles para gente de otros países; por ejemplo, recién en 2004 tuvimos una ley de divorcio y también recientemente hemos aceptado la unión civil para parejas del mismo sexo. En esos planos, y en otros, se han logrado avances, pero estábamos realmente muy atrasados en relación al resto del mundo. El mayor juicio crítico que hacemos es en relación al diseño institucional que sigue teniendo la sociedad chilena, en cuanto a los derechos sociales y el rol del Estado. La noción de un Estado neoliberal se afianzó significativamente en los 80, y respecto de esos marcos generales, la verdad es que se ha hecho muy poco. En algunos casos, hasta se han profundizado ciertos aspectos negativos.

-¿En cuáles?

-El tema educacional es un ejemplo. Soy partidario de la descentralización de la educación, pero en los 80 esta se hizo de una manera que incentiva la desigualdad, porque ahora la educación está manejada por los municipios, que tienen niveles presupuestarios distintos, entonces coincide que los municipios que atienden a estudiantes de más bajos recursos son los que tienen menos recursos. Se produce un círculo vicioso, que genera mayor desigualdad. Se generó un sistema de financiamiento a la demanda, en el que compiten por igual los sectores público y privado. Eso ha hecho que en la práctica, y por distintas razones, el sector privado haya ido aumentando su matrícula a niveles que son increíbles si uno los compara con los del resto del mundo. En Chile actualmente la matrícula pública está en el entorno de 35% en escolar. Esa dinámica de privatización de la educación es algo que se fue ahondando en los gobiernos de la Concertación; en ningún momento salimos de esa dinámica negativa. Hubo algunas reformas específicas en gobiernos de la Concertación que incluso hicieron más fuerte esa dinámica. No soy de las personas que piensan que los gobiernos de la Concertación fueron equivalentes a la dictadura; creo que hubo avances importantes en términos de reducción de la pobreza y se trató de hacer un Estado corrector de ciertas cosas, pero sí diría que lo que tenemos en Chile es un neoliberalismo corregido, y esa no era la promesa concertacionista. Nosotros planteamos, desde una tradición socialista, avanzar hacia una sociedad distinta, que conecte con el desarrollo social, económico y político que vivimos entre finales de los años 30 y el gobierno de la Unidad Popular. En ese período tuvimos gobiernos socialdemócratas, socialcristianos y hasta socialistas, como el de Salvador Allende, y hubo una expansión de los derechos económicos y sociales de las personas, hubo cambios constitucionales, se nacionalizó el cobre, hubo una dinámica de democratización de la sociedad en un sentido amplio, no sólo formal del voto. La dictadura quebró brutalmente esa dinámica. Ahora, desde las visiones de izquierda, queremos recuperarla, no con las mismas políticas necesariamente, pero sí con la misma intención de democratizar profundamente la sociedad, y que esa democratización no sólo pase por los aspectos políticos, que son importantes, sino que pase también, entre otras cosas, por una democratización económica, para avanzar en igualdad y distribuir el poder en Chile, que hoy está muy mal distribuido, y que es otra de las cosas que la Concertación nunca quiso alterar. Lo que existió en Chile es un acuerdo implícito, y explícito en algunos casos, de estabilidad de las reglas del juego: “no vamos a alterar la redistribución del poder que hizo la dictadura, y vamos a tratar de tener un Estado un poquito más grande, hacer ciertas redistribuciones, ciertos gastos en educación y salud, pero donde sigan mandando los mismos de siempre”. Y eso es lo que desde 2011 se puso en cuestión, y ahora se ha puesto en juego más fuertemente, por los casos de corrupción. Esa sensación de que ahora es posible cuestionar ese arreglo que viene desde hace tanto tiempo es una ventana, una oportunidad histórica para la izquierda en Chile.

-Ustedes cuestionan cierta tibieza de los sectores de la centroizquierda. ¿Eso explicaría la ultima derrota, la que permitió la llegada de Sebastián Piñera?

-La centroizquierda es autocomplaciente respecto de lo que se hizo en los primeros 20 años posdictadura, los primeros cuatro gobiernos concertacionistas, y no acepta la idea de que la derrota ante Piñera tenga que ver con el desencanto de sectores que históricamente votaban a la Concertación por haber abandonado ciertos principios. Otra visión de la centroizquierda, que se expresó con más fuerza durante el primer año de este gobierno, acepta la idea de que la población anhelaba ciertos cambios importantes y que se debía responder a aquello para recuperar su apoyo (visión que ya perdió todo terreno en la administración actual). Desde una perspectiva de izquierda, sin embargo, la pregunta de cómo ganar electoralmente no puede estar por sobre la pregunta respecto de qué hacer si se gana. Y ese qué hacer está determinado por la necesidad de llevar a cabo una serie de transformaciones profundas que, entre otras cosas, distribuyan el poder y los ingresos.

-En esos primeros meses se hablaba de la reforma tributaria como una posibilidad de redistribución. ¿Cuáles han sido sus efectos?

-Es relativamente temprano para saber cuál es el impacto de la reforma tributaria, que tenía dos objetivos progresistas. Por un lado, recaudar más recursos, destinados al área de educación y salud, en torno a los tres puntos del Producto Interno Bruto, o sea, la reforma tributaria más grande desde la primera que se hizo en el gobierno de Patricio Aylwin, a la vuelta de la democracia. El segundo elemento de esta reforma, lo que da una idea de una visión que tenía este gobierno cuando comenzó y que representaba cierta diferencia respecto de la tradición de los gobiernos concertacionistas anteriores, era esta idea de que los impuestos no sólo tenían que recaudar, sino que también tenían que hacerlo de una forma más progresiva. En el Chile de los 90, e incluso en el de los años 2000, estaba esta idea, impulsada por los economistas de la Concertación, de que para ver los efectos de la política fiscal y tributaria lo más importante no era cómo se recaudaba, sino la forma en que se gastaba. Se pensaba que había que recaudar con mucho impuesto al consumo -que es un impuesto muy regresivo, que lo pagan las familias que consumen todo su ingreso, que son las familias más pobres- y que lo importante una vez que se recaudaba de esta manera -que era supuestamente más eficiente, aunque fuera regresivo- era cómo se gastaba. Había que recaudar de la forma más eficiente posible y gastar de manera focalizada. Los tributos no contribuían a disminuir la desigualdad, algo que en fondo refleja una idea muy neoliberal. Esta reforma en sus inicios se planteó entre sus objetivos más importantes el de reducir la desigualdad, cobrar impuestos más altos y concentrarlos en los sectores de más ingresos. Las auditorías que se han hecho dicen que, por lo menos en términos contables, la reforma sí lograba eso. Cuán profundo vaya a ser, todavía es temprano para responderlo. Lo que pasó además fue que, al final de la discusión de la reforma, el poder que tuvieron ciertos sectores del empresariado y de la derecha les permitió cambiar aspectos importantes de la reforma, y eso ensució bastante el resultado. Esto reflejó cómo actúan los poderes fácticos en Chile, grupos que no necesariamente tienen representación parlamentaria, pero que son capaces de incidir de manera totalmente desproporcionada. Al final de la discusión, hubo momentos bastante reñidos con lo que debería ser una república: ministros y parlamentarios se juntaban en las casas de empresarios a discutir el diseño. Muchos parlamentarios de NM no pudieron incidir en los cambios finales y simplemente tuvieron que aceptar las negociaciones que se habían dado en otros espacios. Fue muy lamentable ese final, y obviamente eso incidió y atenuó ciertos dispositivos de la reforma.

-¿Cuál fue la estrategia del empresariado para operar en este contexto? ¿Quiénes fueron sus aliados?

-Como suele suceder, hubo una disputa por el sentido común que se expresaba básicamente en quién iba a pagar este impuesto. Los medios y la derecha enfatizaron en que al final esto lo iban a pagar todos. Lo hicieron diciendo: “los impuestos van a producir decrecimiento, menos crecimiento y menos empleo”. A su vez, se aprovecharon de algunos elementos de la reforma que iban a ser pagados por un sector más amplio de la población. La reforma era bienintencionada, y lo grueso lo aportaban los sectores de mayores ingresos, pero había aspectos más específicos que tal vez hubiese sido mejor proponerlos en otro momento, para así tener una base más amplia de apoyo. Me imagino que en todos los países es igual: hay una lucha ideológica en la que los sectores de más altos ingresos tratan de convencer al resto de la población de que sus intereses son los intereses de todos. La clave está en cómo aislar a la elite en su defensa corporativa, cuestión que no función tan bien en esta reforma.

-Una de las críticas por izquierda a los gobiernos progresistas tiene que ver con la alta dependencia económica a la exportación de commodities. En el caso de Chile, ¿se logró romper ese lazo de dependencia, por ejemplo en el caso del cobre?

-Es uno de los puntos que tienen que ver con ese quiebre que generó la dictadura y que no se ha alterado desde los gobiernos democráticos: la ausencia total de una política industrial o de una estrategia de desarrollo como país. Básicamente, la idea que existe en Chile desde la dictadura es que el rol del Estado, de la sociedad y de las instituciones democráticas en la economía consiste simplemente en discutir lo menos posible, hacer el menor ruido posible; hay que dejar que el mercado tome todas las decisiones más estratégicas, incluyendo, por ejemplo, cuán importantes son las exportaciones de commodities. Eso fue absolutamente inalterado en Chile durante los 90; no se discutía. Recién a finales del gobierno de [Ricardo] Lagos y en el primer gobierno de Bachelet, en 2006, se empezó a discutir algo el tema. Es un asunto totalmente tabú para los economistas de centroizquierda. Prácticamente no ha existido ese debate sobre la necesidad de pensar nuestra estrategia de desarrollo, cómo tener una estrategia que no dependa tanto de ciertos productos, cuyos precios varían fuertemente, cómo generar a partir de esos productos otros desarrollos productivos que aprovechen los recursos naturales, pero al servicio de una estrategia de mayor desarrollo tecnológico. Por ejemplo, Chile tiene litio, pero no tenemos una estrategia para desarrollar algo la tecnología asociada a ese producto. En Chile, todavía es muy inusual entre los economistas discutir este tipo de cosas; sigue siendo muy fuerte el discurso promercado como asignador de recursos y tomador de todas las decisiones relevantes, pese a que son estrategias que no funcionaron ni en Latinoamérica ni en otros lados.

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